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En la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, Parroquia de San Juan Bautista en el Collatino. Roma, 7-XII-2003

1. Queridos hermanos y hermanas:

Cada fiesta de la Virgen llena de alegría el corazón de los cristianos, dichosos de dar honor a la propia Madre. La fiesta de hoy está revestida de una solemnidad particular. Se trata de la Inmaculada Concepción de María. La Iglesia enseña que, en previsión de los méritos de Cristo, Dios ha preservado a nuestra Señora de toda mancha de pecado y la ha adornado de todas las gracias, desde el primer instante de su existencia terrena, para preparar una morada digna para su Hijo.

Muchas cosas hermosas se podrían decir de la Virgen, y nunca acabaríamos. De Maria nunquam satis, decían los antiguos; nunca se hablará bastante de María. Por eso, es para mí un gran placer poder estar entre vosotros en la conclusión de la tradicional novena en honor de la Inmaculada: porque se me da la oportunidad de alabar a la Santísima Trinidad por las maravillas obradas en María.

Entre los textos del Antiguo Testamento que, en la tradición de la Iglesia, se han aplicado a la Madre de Cristo, hay uno que me gustaría tomar como patrón para esta homilía. Es un versículo del Cantar de los Cantares: ¿Quién es ésta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones?[1].

La Señora viene poéticamente descrita como la aurora que cada día anuncia el surgir del sol, bella metáfora que habla del puesto asignado por Dios a María en el diseño de la salvación. Su concepción inmaculada es el anuncio de la inminente llegada de Cristo, sol de justicia, deseado por todas las generaciones. La celebración de esta fiesta al comienzo del Adviento nos hace presente que la Navidad está por llegar y debemos prepararnos para acoger dignamente a Jesús en la intimidad de nuestro corazón.

Permitid que os pregunte y que me pregunte: ¿nos comportamos así? ¿Buscamos en estas semanas disponernos —con una oración intensa, con mortificaciones generosas, con un trabajo bien hecho— a la llegada del Señor?

2. No existe ni podrá existir una criatura más bella —en el alma y en el cuerpo— que Aquella que fue predestinada a ser la Madre de Dios. San Josemaría Escrivá ha escrito: “Los teólogos, para comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de gracias de que se encuentra revestida María (...) dicen: convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo. Es la explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el primer instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo libre del poder de Satanás; es hermosa —tota pulchra!—, limpia, pura en alma y cuerpo”[2].

Hoy la liturgia celebra esta admirable belleza de la Señora. Es sobre todo una belleza interior: su alma, exenta de toda mancha de pecado, tanto original como personal, está completamente revestida de todos los dones sobrenaturales, comenzando por la fe, la esperanza y la caridad. Por esto, como leemos en el Evangelio de hoy, el Arcángel Gabriel, al llevarle el gustoso anuncio de la maternidad divina, no la llama por el propio nombre, sino que utiliza una expresión nueva, que indica lo que la Señora es a los ojos de Dios: Dios te salve, llena de gracia...[3]. María es Aquella sobre la cual se ha vertido la gracia de Dios hasta el punto de ser totalmente llena de los dones celestiales.

Bien conciente de no ser por sí misma digna de tal honor, la Señora se proclama ancilla Domini, esclava del Señor[4]. Reconoce que todo lo que tiene le ha sido dado gratuitamente, es fruto de la absoluta benevolencia de Dios. También la luna recibe su luz del sol. Si la luna llena nos permite admirar la belleza de la noche, es exclusivamente porque refleja la luz solar. Así María: toda su belleza, interior y exterior, proviene de Dios, y ella lo confiesa de buen grado: ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso... desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones...[5]

También todo lo que tenemos cada uno de nosotros —la vida, la inteligencia, las virtudes, la familia, el trabajo...—, todo lo que de bueno hay en nosotros, es don de Dios. ¿Sabemos reconocerlo? ¿Damos gracias a Dios con todo el corazón por los beneficios que nos ha concedido?

3. Bella como la luna, y también resplandeciente como el sol. Esta imagen, que completa la anterior, nos enseña que la Señora —como el sol, que es fuente de luz y calor, sin los cuales no pueda darse la vida— es para nosotros Madre amabilísima, que no sólo da vida a sus hijos, nos alimenta, nos educa, nos acompaña en cada instante. María ejerció con Jesús, durante su vida terrena, una función materna, que continúa ejerciendo ahora con todos los hombres y todas las mujeres, y en modo particular con los cristianos, para que alcancemos la bienaventuranza eterna a la que hemos sido llamados, que no es otra cosa que la santidad.

Lo recuerda San Pablo en la segunda lectura, cuando levanta Dios un cántico de alabanza y reconocimiento: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo[6]. La filiación adoptiva debe ser perfeccionada por la gracia de los sacramentos y por nuestra correspondencia personal. ¿Somos conscientes de ello? ¿Nos acercamos con regularidad a la Confesión y a la Eucaristía? ¿Dedicamos cada día un tiempo a la oración?

Contamos con la ayuda de la Señora, a quien corresponde un papel primordial en la labor de nuestra santificación, ya que Jesús mismo nos confió a su cuidado materno. Juan Pablo II ha escrito en su Carta apostólica sobre el Rosario: «Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón, interviene María con su intercesión materna (...). Efectivamente, si Jesús, único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura transparencia de Él, muestra el Camino»[7].

Medio privilegiado para llegar por María a Jesús es el Santo Rosario, que «es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo (...). Basada en el Evangelio, ésta es una certeza que se ha ido consolidando por experiencia propia en el pueblo cristiano (...). En el Rosario, mientras suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cfr. Lc 1, 35), Ella intercede por nosotros ante el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros»[8].

4. La asistencia de la Señora se hace especialmente presente en los momentos de tentación o de prueba. Sobre todo ante los ataques del enemigo de las almas, María se revela terrible como tropa a estandarte desplegado. Es nuestra mayor defensa, porque Ella nunca ha estado sujeta —ni siquiera por un instante— al poder del Maligno. La Virgen Santa es el perfecto cumplimiento de la promesa hecha por Dios a nuestros padres, como hemos escuchado en la primera lectura. Efectivamente, después del pecado original, Dios castigó justamente a Adán y Eva y a su descendencia. Y vuelto sobre la serpiente —figura del tentador—, agregó: Enemistad pondré entre tú y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar[9].

Acudamos pues a la Señora en todas nuestras necesidades, especialmente en las espirituales. Digámosle con San Josemaría: “¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha”[10]. Así sea

[1] Ct 6, 10.

[2] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 171.

[3] Evangelio (Lc 1, 28).

[4] Lc 1, 38.

[5] Lc 1, 48-49.

[6] Segunda lectura (Ef 1, 3-5).

[7] JUAN PABLO II, Carta apost. Rosarium Virginis Mariæ, 16-X-2002, n. 16.

[8] JUAN PABLO II, Carta apost. Rosarium Virginis Mariæ, 16-X-2002, n. 16.

[9] Primera lectura (Gn 3, 15).

[10] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 516.

Romana, n. 37, julio-diciembre 2003, p. 47-49.

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