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En la apertura del curso académico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Roma, 14-X-2003

Cada nuevo año académico es ocasión de revisar la vía que se ha recorrido en los meses precedentes, con sentimiento de acción de gracias al Señor por sus beneficios, para reafirmarse de este modo en la buena ruta y recomenzar con nuevo impulso la búsqueda de la verdad. La institución universitaria, en efecto, está caracterizada por su innata vocación a la renovación, a la originalidad, pero no renuncia al surco trazado por la tradición.

Comencemos por mirar el año transcurrido. Descubriremos —con gratitud al Señor— tantos motivos de acción de gracias: procuremos adentrarnos en cada uno de ellos, como hijos dóciles y agradecidos. El vigésimo quinto año del pontificado de Juan Pablo II —que termina en estos días con festejos y celebraciones de distinto género en todo el mundo— ha sido para la humanidad un testimonio de la responsabilidad y de la personal dedicación con que el Santo Padre responde a la llamada divina, también en momentos de dificultades físicas importantes y evidentes. Este año ha constituido también una renovada llamada a la unidad en la oración por la paz y por la familia, intenciones que el Santo Padre había indicado para el rezo del Rosario en su carta apostólica sobre esta oración mariana. Llamada a la unidad que ha alcanzado el ápice alrededor de la mesa eucarística, en adoración a Aquel que se ofrece por nosotros en el memorial sacramental de su Sacrificio.

Para nosotros, en esta Pontificia Universidad de la Santa Cruz que debe su existencia a la inspiración de San Josemaría Escrivá, y para tantísimas otras personas en todo el mundo, ha sido también un año de particular acción de gracias por la canonización del Fundador del Opus Dei, de la que hemos celebrado hace pocos días el primer aniversario. Las enseñanzas de San Josemaría nos impulsan a buscar siempre en todas nuestras actividades la unión con Dios y nos invitan a dar sentido de corredención a cada jornada. Seamos agradecidos al Señor por este don que ha querido hacer a la Iglesia al proponerlo como modelo del seguimiento de Cristo “en medio de la calle”, como le gustaba decir a este santo sacerdote, y al proponerlo también a nosotros en nuestro trabajo universitario.

Otros eventos, académicos o no, han venido a colmar los motivos de acción de gracias y a confirmar la validez de nuestra comunidad universitaria: la entrega de tres doctorados honoris causa; el comienzo de nuevos programas de enseñanza en las Facultades y en el instituto de Ciencias religiosas; las numerosas publicaciones, el nacimiento de nuevas realidades académicas relacionadas con la Universidad; incluso los trabajos de ampliación y de reestructuración de los palacios que hospedan la biblioteca y las aulas...; todo es motivo de acción de gracias al Señor.

Todas estas realidades, y tantas otras que cada uno de nosotros personalmente podría agregar a la lista, nos ponen delante de los ojos la abundante gracia derramada sobre nosotros en estos últimos meses y nos espolean a una andadura sostenida en el camino que se abre ante nosotros con el nuevo año académico.

El reto de hacer una universidad es, en el fondo, el reto de no cansarse nunca de buscar juntos la verdad. De que se alcance este objetivo, o al menos de que se tienda a él, depende la vida misma de la institución. Tantas veces hemos reflexionado sobre esta realidad. Hoy, con ocasión de la inauguración del año académico, quisiera solamente recordar un aspecto: la necesidad de que la investigación —la búsqueda de la verdad— sea hecha entre todos, sea llevada a cabo por las universitas personarum que configura la Universidad. Ciertamente el trabajo universitario requiere horas y horas de empeño personal individual, de trabajo de investigación, de estudio —y también de actividades de promoción y administrativas—, pero eso no podrá nunca constituir un auténtico y completo trabajo “universitario” si no se inserta en el esfuerzo común.

La búsqueda de la verdad con estilo universitario requiere la puesta en común de los propios descubrimientos, la exposición de las conclusiones del trabajo al examen de las opiniones de los demás miembros de la realidad universitaria, el estudio constructivo de las propias ideas, la generosidad de poner a disposición de los demás el material de investigación incluso antes de haber llegado a las conclusiones definitivas, el contacto frecuente con los colegas de otras instituciones universitarias, la misma disponibilidad a la interrupción del trabajo personal a favor de aquel otro trabajo que requiere el interés común, incluso la presencia física en los locales de la Universidad... Es este estilo de búsqueda de la verdad que es propio de una universidad. Solamente en este clima se ven valoradas y optimizadas las capacidades de cada uno, se pueden afrontar empresas que de otro modo serían imposibles, se suman los resultados y los entusiasmos de muchos y se hace cultura, es decir, se aporta algo nuevo a la comunidad en la que vive la universidad.

El trabajo universitario así planteado ofrece un verdadero servicio a la verdad, construye una comunidad vivaz, renovada y renovadora, portadora de originalidad, y conduce a la sociedad hacia costumbres y miras más elevadas, más cercanas a la Verdad.

En las Universidades Pontificias, el trabajo universitario está además al servicio directo de la misión de la Iglesia y de su unidad, como pedía el Papa en la homilía de la Misa de inauguración del pasado año académico: las Universidades Pontificias —decía Juan Pablo II— “están llamadas a ponerse de modo siempre renovado al servicio de la unidad de la Iglesia. Esta unidad, abierta por su naturaleza sobre la dimensión católica, encuentra aquí en Roma el ambiente ideal para ser creída, estudiada y servida”[1]. Quiera nuestra Madre, Santa María, asiento de la Sabiduría divina, obtenernos del Cielo la gracia de saber adecuar nuestra existencia universitaria a esos ideales de profundización de la verdad y de búsqueda de la unidad que pueden ayudar a tantas almas a llegar al encuentro con la Verdad entera, el mismo Verbo de Dios.

[1] JUAN PABLO II, Homilía de la Misa en ocasión de la inauguración del año académico de las Universidades eclesiásticas, 25-X-2002.

Romana, n. 37, Julio-Diciembre 2003, p. 53-55.

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