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En la Misa de inaguración del curso académico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Basílica de San Apolinar. Roma, 14-X-2003

1. Al comienzo del año académico, la Misa votiva del Espíritu Santo nos ofrece la ocasión de implorar los dones del Paráclito, tan necesarios para cumplir bien nuestro trabajo. Los profesores, en sus tareas de investigación y de preparación de las clases; el personal no docente, en sus labores administrativas; los estudiantes, con sus libros de texto y en su esfuerzo por familiarizarse con las diversas materias..., todos tenemos un conjunto de deberes que santificar. San Josemaría Escrivá, inspirador de esta Universidad, nos enseña que Dios nos espera en medio de las circunstancias normales de nuestra existencia: mientras preparamos un examen, respondemos una llamada telefónica o impartimos una clase. Toda actividad humana honesta, realizada con amor y por amor de Dios y de las almas, se demuestra capaz de transformar nuestra existencia humana en algo divino. “¿Quieres de verdad ser santo?”, escribe San Josemaría en Camino. Y responde: “Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces”[1].

La Misa del Espíritu Santo nos invita también a pedir los dones del Paráclito para la Iglesia y para el Papa. Dentro de dos días se cumplirá el vigésimo quinto aniversario de la elección de Juan Pablo II como Sucesor de Pedro. Siendo la razón por la que esta Universidad existe y por la cual habéis venido a Roma el servicio a Dios a través del servicio a la Iglesia y al Romano Pontífice, la coincidencia de esta fecha con el comienzo del año académico debe significar para cada uno de nosotros una ocasión de renovar el afecto y la gratitud al Santo Padre. Ya podemos, por tanto, rezar especialmente por el Papa en esta Misa, para que Dios lo bendiga, lo colme de los dones del Espíritu Santo y lo ayude en su importante servicio a la Iglesia.

En la presente liturgia la oración por el Papa brotará de nuestros labios en italiano, inglés, ibo, polaco, chino, kikuyu, francés, español y más lenguas aún. De este modo deseamos manifestar la universalidad de la Iglesia, que se advierte también contemplando los rasgos de vuestros rostros de hijos de Dios.

2. El deseo de servir a la Iglesia y al Papa nos insta a trabajar con decisión, alegría y rigor científico. La Filosofía, la Teología, el Derecho Canónico y la Comunicación Institucional de la Iglesia, disciplinas impartidas en esta Universidad, ayudan a comprender, custodiar y difundir algunas de las respuestas que Dios ofrece a través de la creación y la redención a las preguntas esenciales del hombre. Por este motivo, vuestro compromiso no puede quedar encerrado entre las paredes de las aulas o de un edificio, en las páginas de una revista especializada o en los folios de un examen.

Con el transcurrir de los años muchos, de los que ahora sois estudiantes volveréis a vuestros lugares de origen con una formación intelectual profunda que os permitirá guiar a otras personas y recordarles —en un mundo lamentablemente alejado de Dios— que el sentido de la existencia se encuentra sólo en las relaciones personales con el Único que puede dar la felicidad eterna. Asimismo muchos de los profesores sentiréis la alegría de haber difundido la doctrina de la Iglesia mediante vuestro trabajo, vuestras publicaciones y —no en último lugar— también a través de vuestros estudiantes, que ahora os escuchan y que dentro de algunos años estarán esparcidos por todos los rincones del planeta.

El Espíritu Santo nos ayudará a profundizar en los misterios revelados si nos dirigimos a Él, si pedimos sus luces para saber conjugar el rigor metodológico propio de toda ciencia, la creatividad intelectual y la profundidad en el estudio con una sólida vida de fe. La necesidad de utilizar al máximo las propias capacidades intelectuales debe compaginarse con un continuo y creciente estupor frente al misterio del amor de Dios. El rigor científico que debe caracterizar el trabajo intelectual requiere estar enraizado en la vida interior, porque la fe y la relación personal con Dios son las condiciones necesarias para poder penetrar más profundamente en los misterios revelados.

La cercanía a Dios reviste especial intensidad y significado en el Sacrificio Eucarístico, como ha recordado Juan Pablo II en la reciente encíclica Ecclesia de Eucharistia: «Nuestra unión con con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27)»[2]. Por eso la Misa debe ser fuente de inspiración para el trabajo intelectual y administrativo, manantial de energía para la jornada entera. Comprender y vivir la grandeza del amor de Dios por cada uno de nosotros debe llevarnos a profundizar en los infinitos misterios de la revelación: «¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida»[3].

3. La intimidad con Jesús no se debe limitar a los pocos minutos en los que asistimos o celebramos el Santo Sacrificio del Altar. Al contrario, la relación personal con Cristo se debe prolongar durante la jornada entera a través de las visitas al Santísimo Sacramento. Juan Pablo II nos espolea cuando escribe: «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el “arte de la oración” (Novo millennio ineunte, n.32) ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!»[4].

La Eucaristía debe, por tanto, presidir nuestro trabajo cotidiano hasta llegar a convertirse en punto de referencia de nuestra entera existencia. Os invito a preguntaros, en el silencio de vuestro corazón: ¿soy consciente de que el Señor, con su presencia sacramental, está muy cerca de mí, en esta Universidad y en el lugar donde vivo? ¿Voy con frecuencia a encontrarlo, también en los intervalos de las clases? ¿Tengo la costumbre de saludarlo en el oratorio o en la capilla, cada vez que entro o salgo?

María, nuestra Madre, es el mejor camino para encontrar y reencontrar a Cristo, como recordaba San Josemaría y como recientemente ha escrito el Santo Padre. «Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de “comprenderle a Él”. Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio»[5].

La Virgen de la iglesia de San Apolinar recoge tantas veces nuestras miradas de amor, también cuando vamos a saludar a Jesús al entrar y al salir de la Universidad. Ella nos anima a conjugar el trabajo científico con la ternura del amor por su Hijo. Que María presente al Señor nuestros proyectos, nuestros propósitos, para este año académico. Que Ella, Mater Ecclesiæ, interceda por nosotros, de modo que todos los días se robustezca nuestro amor a la Iglesia y al Romano Pontífice. Amén.

[1] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 815.

[2] JUAN PABLO II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 23.

[3] JUAN PABLO II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 11.

[4] JUAN PABLO II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 25.

[5] JUAN PABLO II, Carta ap. Rosarium Virginis Mariæ, 16-X-2002, n. 14.

Romana, n. 37, Julio-Diciembre 2003, p. 39-41.

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