En la ceremonia de confirmación celebrada en la Parroquia de San Josemaría. Roma, 26-X-2003
Queridos hermanos:
Me dirijo particularmente a quienes vais ahora a recibir la confirmación. Os habéis preparado para este día, ayudados por vuestras familias, por vuestros catequistas y por los sacerdotes de la parroquia, que os han acompañado con atención en vuestro camino. Habéis tenido ocasión de conocer más a fondo los fundamentos de nuestra fe y habéis aprendido a participar más conscientemente en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia, a poner en práctica la fe, a vivir una vida cristiana coherente con el Evangelio.
Ahora, a través del sacramento de la Confirmación, se perfeccionará en vosotros la obra del Bautismo: se os comunicará “la efusión especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de Pentecostés”[1]. El Paráclito, Dios con nosotros, completará en vosotros la semejanza con Cristo y os unirá más sólidamente, como miembros vivos, a su cuerpo místico que es la Iglesia. Vosotros, que ya habéis sido consagrados a Dios en el Bautismo, recibiréis ahora la fuerza del Espíritu Santo[2] y se os signará en la frente con el sello de la cruz.
Llevaréis así al mundo el buen testimonio del Señor crucificado y resucitado; podréis caminar según el Espíritu y seréis fortalecidos para la lucha contra el pecado[3]. Vuestra vida, enriquecida por los frutos del Espíritu, exhalará —como afirma el Apóstol— el buen olor de Cristo (2 Cor 2, 15) para el crecimiento espiritual de toda la Iglesia.
2. El sacramento de la Confirmación imprime en los cristianos un sello particular, imborrable, que nos hace testigos de Cristo, encargados de llevar a todos el alegre anuncio del Evangelio. El signo más tangible de esta nueva presencia del Espíritu Santo en el alma se encuentra precisamente en la audacia y en la alegría para hablar de Dios a las personas con que nos encontramos. Los Apóstoles, antes de recibir el Espíritu Santo, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de Pentecostés se dejaron encarcelar y acabaron dando la vida —llenos de gozo— en testimonio de su fe. Como escribe San Josemaría: aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces al servicio de Dios y de la Iglesia, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones[4].
¿No es entusiasmante este panorama que hoy se despliega ante cada uno de vosotros? La liturgia, en la primera lectura, retoma algunas palabras del profeta, que habla del retorno del pueblo de Israel tras largos años de destierro en Babilonia. Dad hurras por Jacob con alegría —así se expresa Jeremías—, y gritos por la capital de las naciones; hacedlo oír, alabad y decid: el Señor ha salvado a su pueblo (Jer 31, 7).
Sí, hermanos y hermanas: el Señor nos ha salvado a todos y, en prenda de su benevolencia, nos comunica su Espíritu en la Confirmación, se da a Sí mismo —con su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad— en la Santísima Eucaristía. Se comprende el entusiasmo del salmo responsorial cuando relata, como si fuese un sueño, el retorno de los desterrados a su tierra: entonces se llenó de risa nuestra boca y nuestros labios de gritos de alegría. Entonces se decía entre las naciones: ¡Grandes cosas ha hecho el Señor con éstos! ¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros el Señor, el gozo nos colmaba! (Sal 125, 2-3).
También en el cristiano, depositario de tantos bienes celestes, se debería siempre descubrir este gozo, también en medio de las dificultades y sufrimientos de la vida. Depende de cada uno de nosotros, porque la gracia de Dios no nos falta. Una alegría comunicativa, que brote de lo profundo del corazón, donde habita la Trinidad Santísima, y se contagie por tanto a los demás.
Estoy pensando en tantas personas —jóvenes y adultos— que frecuentan junto a vosotros la escuela o el lugar de trabajo, que son vuestros parientes o vecinos. Algunos de ellos ya no rezan ni van a la iglesia. Necesitan que alguien les dé el ejemplo de una vida cristiana sin complejos: el ejemplo de otros jóvenes que, como ellos, sean buenos estudiantes, amigos leales, buenos hijos; pero también capaces de no ceder a lo que está mal, porque son conscientes del hecho de que sólo cuando se está en paz con Dios se es feliz de verdad. El sacramento que ahora recibís os da la fuerza de ser en el mundo testigos del Señor crucificado y resucitado.
3. Llegamos así al último punto de meditación. Tomemos el Evangelio de Marcos, que nos cuenta la historia de Bartimeo, un ciego que pedía limosna a la vera del camino que recorría Jesús. Al oír que era Jesús de Nazaret, comenzó a clamar y a decir: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!” Había allí muchos que lo reñían con el intento de que callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Entonces Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo” (Mc 10, 46-48).
Queridos confirmandos y todos los que me escucháis: hoy, como cada día, Jesús pasa junto a vosotros. ¡Llamadlo con gritos desde el fondo de vuestro corazón! Esforzaos por salir a su encuentro, ¡detenedlo! Él no espera otra cosa: está siempre dispuesto a curarnos, a sanar nuestras heridas, a borrar nuestros pecados: justamente para esto nos ha dejado el sacramento de la Penitencia.
Se levantarán tal vez nuestras pasiones, queriendo disuadirnos, como las voces de aquellas personas que querían hacer callar a Bartimeo. No hagáis caso. San Josemaría, comentando este pasaje del Evangelio, advierte que exactamente lo mismo puede ocurrir a cada uno de nosotros, cuando tenemos la sospecha de que Jesús pasa a nuestro lado. “Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud. Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!”
“Pero el pobre Bartimeo no les escuchaba, e incluso gritaba con más fuerza: Hijo de David, ten compasión de mí. El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó”[5]. El Espíritu Santo, que es Espíritu de fortaleza y de amor, será entonces nuestro baluarte más fuerte, si acudimos a Él con confianza.
Todavía está fresca en nuestra memoria la celebración del vigesimoquinto aniversario de la elección de Juan Pablo II como sucesor de San Pedro. Todos hemos dado gracias al Señor por los frutos de este pontificado y nos hemos comprometido a rezar más aún por el Santo Padre y por sus intenciones. Todos tenemos en él un ejemplo vivo de cómo seguir a Cristo cuando pasa a nuestro lado: con dedicación plena, sin buscar excusas, sin escudarse en la edad, en la enfermedad, en las muchas ocupaciones... Jesús se hace el encontradizo en cada momento de nuestra existencia para pedirnos lo que podamos darle en cada circunstancia, y para esto nos otorga la gracia del Espíritu Santo. ¡Seamos generosos en la respuesta!
Todo esto se hará realidad si, con la ayuda de Dios —presente en vuestra alma— os esforzáis por comportaros como cristianos coherentes en el trabajo, en el estudio, en la familia, entre los amigos... Es preciso luchar contra los propios defectos. De este modo, el Espíritu Santo plasmará en vosotros virtudes que traerán, como fruto, la conversión de tantos amigos y compañeros vuestros.
Invoquemos a la Virgen: ninguna persona humana ha estado, como ella, llena del Espíritu Santo. Pidamos a María, Madre de Cristo y Madre nuestra, que sostenga siempre el deseo de asemejarnos de verdad a su Hijo, de acogerlo en nuestra vida personal, de llevar la paz de Jesús a tantas personas, ayudándolas a acercarse a los santos sacramentos.
Que así sea.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1302.
[2] Lc 4, 14; Rm 15, 19.
[3] Cfr. Gal 5, 16-22.
[4] Cfr. SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 283.
[5] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 195.
Romana, n. 37, julio-diciembre 2003, p. 44-46.