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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura. Santuario de Torreciudad, España, 31-VIII-2003

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos hijos míos diáconos.

1. Una vez más nos encontramos en este lugar mariano para llevar a cabo el mandato de Jesús en la Última Cena: haced esto en memoria mía (Lc 22, 19). Hoy lo cumplimos del modo más pleno: no sólo se renovará sacramentalmente —como en toda Misa— el Sacrificio del Calvario, sino que será conferido el sacramento del Orden sagrado a un grupo de diáconos. Una vez convertidos en sacerdotes del Nuevo Testamento, representarán visiblemente a Cristo, Cabeza de la Iglesia, ante los demás fieles. Entonces, como instrumentos vivos del Sumo Sacerdote, le prestarán su inteligencia y su voluntad, sus manos, su alma y su cuerpo, para actuar in persona Christi en la predicación de la Palabra de Dios y en la confección y administración de los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía.

Nada hay más grande en este mundo que perdonar los pecados y hacer presente el Sacrificio de Cristo sobre el altar. San Juan Crisóstomo, con su elocuencia habitual, escribía: «Si alguien considera atentamente qué significa estar un hombre aún envuelto de carne y sangre, y no obstante poder llegarse tan cerca de aquella bienaventurada y purísima naturaleza; ése podrá comprender cuán grande es el honor que la gracia del Espíritu otorgó a los sacerdotes (...). En efecto, a moradores de la tierra, a quienes en la tierra tienen aún su conversación, se les ha encomendado administrar los tesoros del Cielo, y han recibido un poder que Dios no concedió jamás a los ángeles ni a los arcángeles»[1]. En esta misma línea, San Josemaría exclama en una de sus homilías: “Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas —más que Ella sólo Dios— trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días”[2].

El Santo Padre, en su reciente encíclica sobre la Eucaristía, escribe que «este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud»[3]. Asombro y gratitud que han de manifestarse en el pueblo cristiano de un modo muy concreto: valorando cada día más el perdón divino que recibimos en la Confesión, preparándonos con esmero para asistir a Misa y recibir la Sagrada Comunión. Además, pidamos a Dios que no falten sacerdotes santos, bien formados, alegres y llenos de celo apostólico, en número suficiente para subvenir a las necesidades de la Iglesia en el mundo entero. Jesús mismo nos invitó a solicitar esta gracia, cuando nos recomendó: la mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies (Mt 9, 37-38).

Recemos por el Papa, por los obispos —en particular por el de esta diócesis—, por los sacerdotes y diáconos, por las vocaciones sacerdotales. Pidamos que sean muy abundantes las familias verdaderamente cristianas —lugar donde se forjan las diversas vocaciones en la Iglesia— que consideren una gran bendición divina la llamada de alguno de sus hijos al sacerdocio. Por eso, felicito de todo corazón a los padres y hermanos de los nuevos sacerdotes. Dios os pagará lo que habéis hecho —con vuestra oración y con vuestro ejemplo— para que estos hijos y hermanos vuestros lleguen a ser ministros de Cristo.

2. Me dirijo ahora a vosotros, amadísimos ordenandos. En la figura de San Josemaría tenéis el modelo acabado en el que debéis miraros cada día para ejercitar bien vuestro sacerdocio. Meditad repetidamente su vida, considerad una vez y otra sus palabras, acudid confiadamente a su intercesión al afrontar las cuestiones que se os vayan planteando.

No olvidéis que, como todos los sacerdotes de la Prelatura, sois especialmente hijos de la oración de nuestro Padre. Plenamente consciente de lo que afirmaba, nuestro Fundador escribió unas palabras que han de resonar siempre en nuestros oídos. Trazando a grandes rasgos la historia de cómo llegaron los primeros sacerdotes al Opus Dei, escribía: “recé con confianza e ilusión durante tanto años por los hermanos vuestros que se habían de ordenar y por los que más tarde seguirían su camino; y recé tanto, que puedo afirmar que todos los sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración”[4].

San Josemaría rezó mucho por vosotros, hijos míos, aun sin conoceros, y lo hizo con insistencia. Ahora, desde el Cielo, os ayudará en el ejercicio de vuestro ministerio y os seguirá muy de cerca, con ese afecto paterno y materno que manifestaba siempre a sus hijos.

¿Y qué lecciones podemos recoger de su vida sacerdotal? Son tantas que no es posible enumerarlas en estos momentos. Pero nos basta abrir los ojos para captar inmediatamente algunas de capital importancia, que se resumen en un amor apasionado a la Sagrada Eucaristía.

Nos encontramos, en efecto, en un lugar que es todo un canto de amor a Nuestro Señor y a su Santísima Madre. ¿En qué cabeza y en qué corazón, si no es el corazón y la cabeza de un verdadero enamorado de Jesús y de María, cabe la locura de impulsar la construcción de un santuario en un lugar entonces tan agreste y apartado? Le movía, ciertamente, una deuda de gratitud con la Virgen bajo la advocación de Torreciudad; pero le impulsaba sobre todo su ardiente amor al Santísimo Sacramento. Por eso deseó —y es una venturosa realidad— que en Torreciudad hubiera muchos confesonarios, para que las almas se reconciliaran con Dios y recibieran dignamente a Jesús en la Eucaristía. Por eso se empeñó en que la explanada del santuario fuera capaz de acoger a millares de personas. Por eso quiso que el retablo sirviera de catequesis los fieles y fuera como un marco que ayudara a resaltar la presencia real de Jesucristo en el Tabernáculo.

Recuerdo perfectamente aquel día de mayo de 1975 —un mes justo antes de su tránsito al Cielo— en el que San Josemaría visitó este santuario, prácticamente terminado. Se sentó en uno de los bancos, levantó su mirada hacia el retablo, con su lóculo eucarístico en el centro, y con los ojos fue recorriendo una a una las diversas escenas. “Es todo un señor retablo”, comentó lleno de una alegría que se manifestaba expresivamente en su rostro. Luego subió al presbiterio, contempló de cerca las dimensiones del altar, el crucifijo, los candeleros..., y exclamó: “¡Qué bien se va a rezar aquí!”

Con estos breves trazos, hijos míos, deseo señalaros algunas de las aspiraciones sacerdotales de San Josemaría. Estad siempre muy disponibles para administrar el perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia. Celebrad la Santa Misa con verdadera unción, convirtiendo las plegarias de la Iglesia en oración personal vuestra. Sed generosos en todo lo que se refiera al culto eucarístico. Manifestad en vuestro comportamiento —a pesar de los inevitables defectos que todos tenemos— que sois hombres que creen y que aman.

3. Vuelvo a la reciente encíclica de Juan Pablo II, que invito a todos a leer y a meditar pausadamente, porque sacaréis —sacaremos— luces y estímulos para tratar más al Señor en la Eucaristía. El Santo Padre insiste en que desea suscitar en todos los fieles ese asombro eucarístico del que hablaba antes, en continuación ideal con lo que escribió en sus Cartas apostólicas sobre la misión de la Iglesia en el nuevo siglo y sobre el Rosario de la Santísima Virgen. Y añade: «Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el “programa” que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su Cuerpo y de su Sangre»[5].

Queridos hermanos y hermanas. Con ocasión de esta ordenación sacerdotal, os invito a formular el propósito de empeñaros con más decisión en el trato con Jesucristo en la Sagrada Eucaristía. Esforcémonos para asistir con mayor devoción a la Santa Misa, en prepararnos para recibir la Sagrada Comunión con más fruto, en visitar con frecuencia al Señor en el Sagrario. Hablemos a otras personas de la maravilla de ese Dios escondido en la Hostia Santa, donde se encuentran reunidos todos los tesoros de gracia y de misericordia. Así podremos acompañar de cerca al Santo Padre durante las semanas que restan para la celebración de sus bodas de plata como Romano Pontífice, el próximo 16 de octubre.

Si acudimos a la Santísima Virgen —mujer eucarística, la llama el Papa en su encíclica—, aprenderemos a tener muchas delicadezas con Jesús en el Santísimo Sacramento. Digámosle con palabras de San Josemaría: “no me dejes, ¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo... ¡con todo mi ser! —Acuérdate, Señora, acuérdate”[6].

Así sea.

[1] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Sobre el sacerdocio III, 5.

[2] SAN JOSEMARÍA, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[3] JUAN PABLO II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 5.

[4] SAN JOSEMARÍA, Carta 8-VIII-1956, n. 5.

[5] JUAN PABLO II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 6.

[6] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 157.

Romana, n. 37, Julio-Diciembre 2003, p. 29-32.

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