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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura. Santuario de Luján, Argentina, 13-IX-2003

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos hijos míos diáconos.

1. No deseo esconder mi emoción y mi agradecimiento a la Santísima Trinidad al celebrar la Santa Misa y administrar la ordenación sacerdotal —en este Santuario de Nuestra Señora de Luján— a estos dos diáconos del Opus Dei. Todos los santuarios marianos, casas de nuestra Madre, son lugares de encuentro especial con Aquélla que —como expresa bellamente un antiguo Padre de la Iglesia— «nos dio el pan de la vida, en lugar del pan del cansancio que nos dio Eva»[1].

Además, Luján guarda para mí recuerdos imborrables. Aquí, el miércoles 12 de junio de 1974, acompañé a San Josemaría Escrivá. Se me hace presente el repique de las campanas que anunciaban su visita a la Virgen y contemplo la multitud con aire familiar y festivo, congregada para acompañarle y, en medio de todo, la figura serena del Padre arrodillado sobre el pavimento en el presbiterio, rezando con gran devoción el Santo Rosario.

Hoy, en este mismo lugar, os invito a uniros expresamente a esa oración del Fundador del Opus Dei. Vino a este lugar mariano para invocar la protección de la Virgen sobre la Iglesia, para pedir por estas tierras del Río de la Plata, para dejar a sus pies los frutos espirituales de su viaje apostólico. Os puedo asegurar que, como siempre, aprendió mucho de los argentinos y de tantas personas, procedentes de Uruguay, de Paraguay y de Bolivia, que le acompañaron entonces.

Es la primera vez que administro el sacramento del presbiterado en América: también por eso comprenderéis mi alegría. Os ruego que me ayudéis en mi petición al Señor —por intercesión de su Madre Santísima— para que nos los haga muy santos y siga enviando a la Iglesia entera vocaciones de sacerdotes piadosos, doctos y alegres.

Recemos por el Pastor de esta diócesis y por todos los obispos; y de modo especial por el Santo Padre Juan Pablo II. Intensifiquemos nuestra oración por su persona y por sus intenciones en las semanas que aún faltan para la celebración del vigésimo quinto aniversario de su elección como Sucesor de San Pedro, el próximo 16 de octubre.

2. Todos los fieles somos hijos de María. Desde la Cruz, como la Iglesia nos invita a considerar en las fiestas de estos días — la Exaltación de la Santa Cruz y la memoria de la Virgen Dolorosa—, Jesucristo se dirigió a Ella y al discípulo amado, que representaba a los discípulos de todos los tiempos, y le dijo: Mujer, aquí tienes a tu hijo. Luego, vuelto al discípulo, añadió: aquí tienes a tu madre. Narra San Juan que, desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 26-27), es decir, la colocó en el centro de su vida y comenzó a honrarla como a verdadera Madre suya.

No olvidemos que las palabras de Cristo tienen una fuerza especial: realizan aquello que significan, pues son palabras del Verbo encarnado y, por tanto, dotadas de toda la omnipotencia divina. Por eso, cuando Jesús manifestó en la Cruz: aquí tienes a tu Madre y aquí tienes a tu hijo, reafirmó en el corazón de la Virgen su maternidad espiritual hacia todos los creyentes, y en los discípulos esa estupenda relación filial a María, que nos protege como Medianera de todas las gracias.

Estamos en un mes rico en fiestas marianas. Son aldabonazos que la Iglesia hace resonar en nuestras almas, por medio de la liturgia, para recordarnos la decisiva importancia de la devoción a la Virgen en la vida de los cristianos. Honrar a María, confiarle nuestras necesidades espirituales y materiales, acudir a Ella para que nos lleve a su Hijo, es parte integrante de la senda que Jesús nos ha abierto para conducirnos al Cielo. Con palabras de San Josemaría, os recuerdo que la fuente de donde manan las prácticas de piedad mariana son “la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia. Es Dios quien nos ha dado a María, y no tenemos derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con amor y con alegría de hijos”[2].

3. Juan, el discípulo amado, formaba parte del grupo de aquellos primeros a los que el Señor, en la Última Cena, confió el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre para que lo hicieran presente hasta el fin de los tiempos: haced esto en memoria mía (Lc 22, 19). Por eso, al pie de la Cruz, como afirma el Papa, la Maternidad de María «adquiría una fuerza concreta e inmediata en relación a un Apóstol sacerdote. Y podemos pensar que la mirada de Jesús se extendió, además de a Juan, siglo tras siglo, a la larga serie de sus sacerdotes, hasta el fin del mundo. Y a cada uno de ellos, al igual que al discípulo amado, los confió de manera especial a la maternidad de María»[3].

El fundamento de esta especial maternidad especial de María respecto a los sacerdotes se asienta en el misterio de la Encarnación: al convertirse en Madre de Cristo, la Virgen fue hecha Madre del Sumo y Eterno Sacerdote. En la ordenación sacerdotal, los presbíteros reciben una configuración especial con Jesús: el Paráclito los consagra para que hagan presente a Cristo entre los hombres. “Todos los cristianos —enseñaba San Josemaría— podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental”[4].

Esta representación visible de Cristo, Cabeza de la Iglesia, alcanza su cúspide en la predicación de la Palabra de Dios y en la administración de los sacramentos. Sobre todo en el sacramento de la Penitencia y en la Santa Misa, el sacerdote es Cristo mismo, como gráficamente se expresaba el Fundador del Opus Dei: “soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en al Altar! Renuevo incruentamente el divino Sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que Él purifique”[5].

Grandes tareas se le encomiendan al sacerdote, que ha de esforzarse por reflejar en todo momento el rostro de Cristo. Para cumplirlas dignamente, de modo que empuje las almas hacia Dios y él mismo se santifique, necesita gracia abundante y una respuesta generosa. El carácter sacerdotal le capacita para representar a Jesucristo y la gracia sacramental le asegura la ayuda divina. Hijos míos, no os faltará este don, si vosotros os esforzáis día a día por corresponder al amor de Dios. Contáis con las oraciones de innumerables personas en el mundo entero y, sobre todo, con la intercesión de Santa María. Manifestadle vuestro cariño filial, acudid con confianza a su auxilio, recurrid a Ella en todas las circunstancias, porque —lo repito de buen grado— es de modo especial vuestra Madre.

Escuchemos de nuevo al Papa. «¿Qué hay que pedir a María como Madre del sacerdote? Hoy, del mismo modo —o quizá más— que en cualquier tiempo, el sacerdote debe pedir a María la gracia de saber recibir el don de Dios con amor agradecido, apreciándolo plenamente como Ella hizo en el Magnificat; la gracia de la generosidad en la entrega personal, para imitar su ejemplo de Madre generosa; la gracia de la pureza y la fidelidad al compromiso del celibato, siguiendo su ejemplo de Virgen fiel; la gracia de un amor ardiente y misericordioso a la luz de su testimonio de Madre de misericordia»[6].

En las biografías de los sacerdotes santos se narran siempre detalles de su honda devoción mariana. En la vida de San Josemaría, todos podemos aprender a tratar a Nuestra Señora. Acuden a mi memoria innumerables manifestaciones de su piedad: el rezo pausado y contemplativo del Rosario; los saludos a las imágenes que hallaba en el camino; las jaculatorias que salían de su corazón y de sus labios, y no raramente se plasmaban por escrito en su pluma; los besos con que honraba las representaciones de la Madre de Dios y Madre nuestra...

Recurramos, pues, a San Josemaría, para que nos enseñe a ser muy devotos de la Virgen y así alcanzar una mayor intimidad con Jesús. Escuchad lo que nos dice: “invoca a la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: «monstra te esse Matrem!», y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a Dios y llevarle muchas almas”[7]. Así sea.

[1] SAN EFRÉN DE SIRIA, Himnos 6, 7 (Lamy 592, 594).

[2] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 142.

[3] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 30-VI-1993.

[4] SAN JOSEMARÍA, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[5] SAN JOSEMARÍA, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[6] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 30-VI-1993.

[7] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 986.

Romana, n. 37, julio-diciembre 2003, p. 32-35.

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