Roma 25-III-2006
En el primer aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II
Juan Pablo II insistió frecuentemente en que el hombre alcanza su plenitud en la donación, en la entrega de sí mismo a Dios y a los demás. Un año después de su fallecimiento, viene esta idea a mi cabeza: Juan Pablo II se ha entregado al Señor, a la Iglesia, no sólo con generosidad, sino con auténtico sacrificio; ha buscado a Cristo, para amarlo y para llevarlo a las almas.
La diferencia entre el Papa lleno de fortaleza física, que tomó el timón de la Iglesia en 1978, y Juan Pablo II en sus últimos años, inclinado bajo el peso de la fatiga y de la enfermedad, no indica solamente el paso del tiempo: señala también la medida total de su entrega. Gastó sus energías en servir a Dios y a los hombres.
Considerar el ejemplo de una vida santa nos invita a pensar que la Trinidad nos ha puesto en este mundo para algo. Podemos y debemos ir más allá del horizonte del propio interés. La vocación natural del hombre es el amor, no el egoísmo. Y para el cristiano, la caridad no tiene confines, no discrimina, está abierta a todos, compromete cada una de las acciones de nuestra existencia.
Se pueden analizar muchos aspectos del extraordinario pontificado de Juan Pablo II y su significado en la historia de la Iglesia y del mundo. Pero hoy prefiero recordar esta faceta de su personalidad: su amor a Jesucristo, del que surgía su capacidad de sacrificio, de darse sin reservas, para cumplir su vocación.
Romana, n. 42, enero-junio 2006, p. 89-90.