En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la Basílica de San Miguel, Madrid (3-IX-2000)
Queridos hermanos y hermanas.
Queridísimos hijos míos que vais a recibir el sacramento del presbiterado.
1. Es éste un día de fiesta para la Prelatura del Opus Dei y, por tanto, para la Iglesia, que se dispone a recibir de su Señor el don de nuevos sacerdotes. Una fecha inolvidable para estos futuros presbíteros, conscientes del cariño especial que Dios les manifiesta mediante una peculiar consagración que les destina al servicio de todas las almas. Vos autem dixi amicos[1], os he llamado amigos, os ha dicho Jesús, como a los primeros Doce, de quienes heredáis el oficio de enseñar, santificar y gobernar al pueblo cristiano, como colaboradores de los Obispos.
La llamada, la consagración y la misión sacerdotal hunden sus raíces —más allá del tiempo y de la historia— en la vida íntima de la Santísima Trinidad.
El carácter trinitario de la ordenación presbiteral se pone claramente de manifiesto en la parte central de la plegaria consagratoria que pronunciaré dentro de unos momentos. Así ora la Iglesia: Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida[2].
De Dios Padre, fuente y origen de la Trinidad, parte toda iniciativa de salvación. Él envió a su eterno Hijo al mundo, constituyéndolo de este modo en Mediador único de la Nueva Alianza[3]. También ahora toda la iniciativa proviene de Dios. Él es el Dueño de esta viña que es la Iglesia, plantada en el mundo por su Hijo y confiada al cuidado de los Apóstoles y de sus sucesores bajo la guía del Paráclito. Nuestro Padre celestial quiere que le pidamos trabajadores para que su campo dé fruto abundante. ¿Cómo no hacer eco a las palabras de Jesús mismo, que nos invita a acudir al Señor de cielos y tierra para que no falten obreros que trabajen en su mies?[4]. ¿Cómo no insistir en la oración constante por las vocaciones sacerdotales? Dios escucha las peticiones de sus hijos; se muestra deseoso de satisfacer las plegarias fervorosas que miran por completo al bien de la Iglesia y de la humanidad. Pero ha de ser una petición perseverante. ¿Es así nuestra oración?, ¿insistimos con tozudez santa, un día y otro, en nuestra oración por la Iglesia, por el Papa, por los Obispos, por los sacerdotes, por las vocaciones?
2. Mediante la plegaria de la ordenación, invocamos a la Trinidad para que confiera a estos diáconos la dignidad del presbiterado, es decir, el sello y la gracia del sacerdocio ministerial, de modo que —configurados de un modo especial con Jesucristo— puedan pronunciar con plena eficacia —in nomine et in persona Christi, en el nombre y en la persona de Cristo— las palabras con las que el Maestro confió a la Iglesia los dones más santos: Esto es mi Cuerpo, que es entregado por vosotros. Éste es el cáliz de mi Sangre, que es derramada por todos los hombres para la remisión de los pecados. Y también aquellas otras: Yo te absuelvo de tus pecados...
«En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote», exclamaba el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, lleno de admirado agradecimiento ante la condescendencia divina con los hombres. Y proseguía: «Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas; de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor»[5].
¿Qué sería de los hombres si no hubiera sacerdotes? La Iglesia dejaría de existir; el mundo quedaría apartado de Dios. Sabemos por la fe que esto no sucederá jamás. Jesucristo mismo nos ha empeñado su palabra: Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo[6]. Y, junto al Padre, nos ha enviado el Espíritu Santo, para que permanezca eternamente con nosotros[7]. Pero espera, repito, nuestra plegaria insistente. A todos nos compete el deber y la responsabilidad de invocar el don de santas y numerosas vocaciones sacerdotales. Por eso, hacemos nuestra la encendida oración del Romano Pontífice a Cristo: «Pastores dabo vobis... Con estas palabras toda la Iglesia se dirige a Ti, que eres el “Dueño de la mies”, pidiendo obreros para tu mies, que es inmensa (cfr. Mt 9, 38). Buen Pastor, Tú mismo enviaste a los primeros trabajadores de tu mies. Ellos eran Doce. Despues de casi dos milenios, cuando su voz se ha difundido hasta los confines de la tierra, nosotros sentimos con mayor intensidad la necesidad de orar, para que no falten quienes, a través del sacerdocio ministerial, construyan la Iglesia con la fuerza de la Palabra de Dios y de los Sacramentos; aquéllos que, en tu Nombre, son administradores de la Eucaristía, con la cual crece continuamente la Iglesia, que es tu Cuerpo»[8].
3. La consagración sacerdotal se realiza por la virtud del mismo Paráclito que, en la Anunciación, descendió sobre María para formar en Ella la Humanidad Santísima de Jesucristo, Único y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, que había de ratificarse en el Calvario.
También ahora el Espíritu Santo, mientras conduce a la Iglesia por el largo camino de la historia, la convierte en dispensadora de la vida nueva que nos alcanzó Jesús. «A costa de su “despedida”, por el sacrificio de la Cruz en el Calvario (...), Cristo permanece en la Iglesia: permanece mediante el poder del Paráclito, del Espíritu Santo que “da la vida” (Jn 6, 63). Es el Espíritu Santo quien “da” esta vida divina; vida que, en el misterio pascual de Cristo, se ha revelado más poderosa que la muerte; vida que ha comenzado, con la resurrección de Cristo, en la historia del hombre.
»El sacerdocio —explica Juan Pablo II— está totalmente al servicio de esta vida: da testimonio de ella mediante el servicio de la Palabra, la crea, la regenera y multiplica mediante el servicio de los Sacramentos. El propio sacerdote vive antes que nada de esta vida, la cual es la fuente más profunda de su madurez sacerdotal y también la garantía de fecundidad espiritual para todo su servicio»[9].
Dentro de unos instantes, tras imponer en silencio las manos sobre estos diáconos, pediré que el Espíritu de santidad descienda sobre ellos, renueve sus corazones y los haga partícipes del sacerdocio de Cristo, de modo que actúen in persona Christi cuando prediquen la Palabra de Dios y realicen las acciones sacramentales, y que además sean en todo momento ejemplo de vida cristiana para los hombres.
Hermanas y hermanos queridísimos: pedid al Señor de la mies —no me cansaré de repetirlo— que no falten numerosos y santos sacerdotes. Encomendad al Santo Padre Juan Pablo II, su augusta persona y sus intenciones; rezad por todos mis hermanos en el Episcopado, de modo particular por el Cardenal Rouco, Arzobispo de Madrid.
Felicito de todo corazón a los padres y parientes de los nuevos sacerdotes. Con palabras del Fundador del Opus Dei, os recuerdo —y lo recuerdo también a todos los demás— que «no dejéis de pedir por ellos, para que sean sacerdotes fieles, piadosos, doctos, entregados, ¡alegres! Encomendadlos especialmente a Santa María, que extrema su solicitud de Madre con los que se empeñan para toda la vida en servir de cerca a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, Sacerdote Eterno»[10]. Así sea.
[1] Jn 15, 15.
[2] Ordenación de presbíteros, Plegaria de consagración.
[3] Cfr. 1 Tm 2, 5-6.
[4] Cfr. Mt 9, 38.
[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[6] Mt 28, 20.
[7] Cfr. Jn 14, 15.
[8] JUAN PABLO II, Plegaria con ocasión del Encuentro con los Presidentes de las Conferencias Episcopales de Europa, 1-XII-1992.
[9] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 10-III-1991.
[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
Romana, n. 31, julio-diciembre 2000, p. 231-233.