envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la Misa para los participantes de lengua española al Congreso Mundial del Apostolado de los Laicos, Roma (29-XI-2000)

Queridos hermanos y hermanas.

Una vez más están a punto de cumplirse las palabras de San Pablo a los fieles de Corinto, apenas proclamadas en la primera lectura. Hermanos —nos dice el Apóstol—, yo recibí del Señor lo mismo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan en sus manos y pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en conmemoración mía”. Y, después de haber recordado el mandato de Jesús en cuanto al cáliz de la nueva alianza en su Sangre, añade: por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que Él venga[1]. Haciendo eco al Apóstol, una vez realizada la Consagración del pan y del vino, aclamaréis, respondiendo a la invitación del sacerdote: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús![2].

El contenido salvífico de la Eucaristía es riquísimo. «La Misa es al mismo tiempo e inseparablemente —leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica— el memorial del sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la Cruz, y el sagrado banquete de la Comunión con el Cuerpo y Sangre del Señor» (n. 1382). También es el sacramento de la presencia real de Jesucristo, oculto bajo el velo de las especies sacramentales, que se reserva en el Sagrario una vez finalizado el Santo Sacrificio, para ser alimento de los enfermos, viático de los moribundos y consuelo de nuestras almas siempre que lo necesitemos. Y es, finalmente, anticipación de la vida eterna que Jesús ha prometido a los que reciben bien preparados, con buenas disposiciones, su Cuerpo y su Sangre en la Comunión eucarística: el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día[3].

Estos textos, que apuntan a la venida gloriosa de Cristo, se hallan en perfecta consonancia con el tiempo litúrgico en que nos encontramos: la última semana del tiempo ordinario. En estos días, la Iglesia recuerda con especial insistencia las postrimerías del hombre y del mundo, antes de comenzar el Adviento. Quizá, a los ojos de un observador poco versado en la fe católica, esta elección podría parecer inadecuada: ¿no estamos celebrando en estos momentos el apostolado de los laicos, es decir, de hombres y de mujeres cuya vocación propia —como proclamó el Concilio Vaticano II— consiste en «buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales»[4]? ¿Por qué exhortarles a considerar las cosas últimas, las que se refieren al más allá, en vez de empujarles a preocuparse de lo que tienen ahora entre manos?

Todos los cristianos sabemos bien que no es una incongruencia esta invitación a levantar la mirada al cielo, si —al mismo tiempo— mantenemos los pies firmemente asentados en la tierra. Resulta, por el contrario, la única actitud lógica en la vida de un creyente. El mismo Señor que nos recomendó no poner el corazón en las cosas terrenas[5], nos mandó también que trabajásemos aquí abajo, sin pausa. Negotiamini dum venio[6], negociad hasta mi vuelta, pidió antes de su Ascensión. Que es como decir: empeñaos con todas vuestras energías en sacar fruto de los talentos que os he confiado —las cualidades espirituales y materiales que cada uno ha recibido—, preparando con vuestro esfuerzo, en la existencia ordinaria, el pleno advenimiento del reino de Dios.

Escuchemos de nuevo las enseñanzas del último Concilio ecuménico: «La Iglesia ha nacido con este fin: propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora y, por medio de ellos, ordenar realmente todo el universo a Cristo. Toda la actividad del Cuerpo místico dirigida a este fin, recibe el nombre de apostolado»[7]. El apostolado de los laicos constituye una de las formas mediante las que la Iglesia lleva a cabo la misión que le encomendó su Señor. No es algo superpuesto a la vida de algunos fieles. «La vocación cristiana —prosigue el decreto Apostolicam actuositatem— es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado»[8].

Hacer apostolado, contribuir a esa nueva evangelización a la que nos urge el Papa, no se circunscribe a una misión encomendada a unos pocos. Es tarea que atañe a todos los cristianos, por el hecho único e irrepetible de haber recibido el Bautismo. Os recuerdo lo que escribía Juan Pablo II al comienzo de su exhortación apostólica Christi fideles laici: «Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo»[9]. Hasta tal punto resulta necesaria esta colaboración de todo cristiano en el cumplimiento de la misión de la Iglesia, que —como afirme el Concilio Vaticano II— «el miembro que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo debe reputarse como inútil para la Iglesia y para sí mismo»[10].

Hermanas y hermanos que me escucháis. Se habla mucho, desde hace años, de que ha sonado la hora de los laicos en la Iglesia. Y es verdad. Todos vosotros estáis llamados a ocupar un puesto de primera fila en la nueva evangelización de la sociedad, precisamente a través de vuestro apostolado personal. Insisto en lo de “personal”, recogiendo la urgencia que el Santo Padre desea meter en vuestras vidas y proponiéndoos también el mensaje del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que ya a finales de los años veinte comenzó a difundir esta buena nueva, entonces prácticamente relegada al olvido. Con palabras del Fundador del Opus Dei, quisiera recordaros que el Señor os invita a propagar «el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones del mundo». Os pide «que, siendo ciudadanos de la sociedad eclesial y de la civil», al desempeñar con fidelidad todos vuestros deberes, «cada uno sea otro Cristo, santificando el trabajo profesional y las obligaciones del propio estado»[11].

Es admirable la variedad de formas de apostolado asociado que florecen en la comunidad eclesial, con la conciencia viva del compromiso que cada persona, en cuanto bautizada, ha contraído con el Señor. «La dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros de la Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión y de fraternidad y, al mismo tiempo, se convierte en el secreto y la fuerza del dinamismo apostólico y misionero de los fieles laicos»[12].

Resulta imprescindible el apostolado personal del ejemplo en el ejercicio de la profesión, en la vida familiar, en el compromiso político o social, etc., en plena coherencia con la fe cristiana, tal como la propone el Magisterio de la Iglesia. A esto se ha de añadir el apostolado de la palabra, siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que lo pida[13]; es decir, a cuantos se crucen con nosotros en el camino de la vida, comenzando por los más próximos: los parientes, los amigos, los colegas de profesión. Si las circunstancias comunes y ordinarias de la existencia en el mundo no constituyesen el lugar habitual de vuestra pelea cristiana y de vuestro afán apostólico, resultaría muy difícil, por no decir imposible, atraer a los que están lejos, impulsar a los que descuidan sus deberes cristianos, ser testigos creíbles de Jesucristo en un ambiente que con frecuencia le es hostil o al menos indiferente.

Para alcanzar esta unidad de vida cristiana, resulta indispensable el recurso a la oración, el ofrecimiento a Dios de pequeños sacrificios o mortificaciones —en primer lugar, los que nos ayudan a cumplir mejor el trabajo profesional y a hacer la vida agradable a quienes nos rodean— y, sobre todo, la recepción frecuente de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Sin un empeño serio de trato personal con el Señor, constantemente renovado, no se puede participar eficazmente en la misión de la Iglesia, no se puede ser —de verdad— apóstol de Jesucristo.

Si, al final de este jubileo, regresáis a vuestros países con la decisión de rezar más, de acudir con mayor frecuencia y piedad a los sacramentos, de aprovechar la amistad y el trato con vuestros amigos y colegas para ayudarles a acercarse más a Dios, habréis aprovechado muy bien estos días transcurridos junto a las tumbas de los Apóstoles, tan cerca del Vicario de Cristo. A esto nos impulsa nuestra esperanza en la venida gloriosa del Señor, que se nos recuerda en cada celebración eucarística. Es lo que hoy nos invita a pedir la Iglesia: que este sacramento de amor sea siempre para nosotros un signo de unidad y un vínculo de amor[14]; de modo que, por la recepción del Cuerpo y Sangre de Cristo se estreche entre nosotros la unión fraterna[15], se avive en cada uno el afán de llevar muchas almas a Dios.

Lo suplicamos acudiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, Reina de los Apóstoles. Así sea.

[1] 1 Cor 11, 23-24.26 (Primera lectura de la Misa votiva de la Eucaristía).

[2] Ordinario de la Misa, Aclamación después de la Consagración.

[3] Jn 6, 56 (Evangelio de la Misa votiva de la Eucaristía).

[4] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium,n. 31.

[5] Cfr. Mt 6, 24.

[6] Lc 19, 13.

[7] CONCILIO VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 2.

[8] Ibid.

[9] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 2.

[10] CONCILIO VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 2.

[11] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 150.

[12] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 17.

[13] 1 Pe 3, 15.

[14] Colecta de la Misa votiva de la Eucaristía (formulario A).

[15] Postcomunión de la Misa votiva de la Eucaristía (formulario B).

Romana, n. 31, Julio-Diciembre 2000, p. 242-245.

Enviar a un amigo