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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la Basílica de San Eugenio, Roma (9-IX-2000)

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos diáconos.

1. ¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? La copa de salvación levantaré, e invocaré el nombre del Señor[1].

Nuestra gratitud se eleva al Cielo no sólo por el don de estos nuevos ministros de Cristo, a quienes conferiré hoy la ordenación sacerdotal, sino por todas las gracias que se han derramado sobre la Iglesia en el Año Santo. El Jubileo de la Encarnación ha renovado en la conciencia del Pueblo de Dios la certeza de que la existencia terrena es una peregrinación hacia la casa del Padre, guiados por Cristo e iluminados por el Espíritu Santo. La adquisición de una convicción más viva y eficaz de la esencia trinitaria de toda la vida cristiana constituye uno de los frutos más importantes del Año Santo. ¡Ojalá esta verdad central de nuestra fe empape hasta el último rincón de nuestro ser, modelando todos nuestros pensamientos, palabras y acciones!

El Santo Padre Juan Pablo II ha querido que el año jubilar tuviera un marcado carácter trinitario y eucarístico. Tales características se reflejan en esta celebración, pues «el misterio del sacerdocio encuentra su inicio en la Trinidad y es, al mismo tiempo, consecuencia de la Encarnación. Haciéndose hombre, el Hijo unigénito y eterno del Padre nace de una mujer, entra en el orden de la creación y se hace así sacerdote, único y eterno sacerdote»[2]. Querría que estas palabras del Papa nos sirvieran como telón de fondo en nuestra reflexión de hoy sobre el sacerdocio como don y misterio.

2. El espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido[3]. Las palabras del profeta Isaías, que Jesucristo se aplicó a Sí mismo en la sinagoga de Nazaret[4], nos brindan una clave para la correcta comprensión de la vida y misión de la Iglesia y de los cristianos. El Espíritu Santo acompañó paso a paso la misión terrena de Cristo: cubrió con su sombra a la Virgen María en la Anunciación, para que el Verbo tomara carne mortal en su seno; descendió visiblemente sobre Jesús en el Jordán, le impulsó a predicar el Reino de Dios en toda Palestina y lo asistió en la realización de los milagros que confirmaban su naturaleza divina; finalmente, le sostuvo mientras se ofrecía en holocausto de amor sobre el ara de la Cruz para la salvación del mundo, y acogió en la gloria del Padre la exaltación del Señor al Cielo.

El divino Paráclito, prometido por Cristo a los Apóstoles, fue enviado visiblemente sobre la Iglesia naciente en Pentecostés. Desde entonces, es constantemente derramado sobre los cristianos a partir del Bautismo y de la Confirmación, haciéndonos partícipes del sacerdocio de Cristo y aptos para ofrecernos nosotros mismos en sacrificio espiritual agradable a Dios por medio de Jesucristo[5].

Dentro de unos instantes, cuando imponga las manos sobre la cabeza de los diáconos y recite en nombre de la Iglesia la plegaria de consagración, ese mismo Espíritu vendrá de un modo nuevo sobre ellos: los ungirá con su unción e imprimirá en sus almas una señal indeleble, el carácter, que les habilitará para predicar con autoridad la Palabra de Dios, santificar a los hombres con los sacramentos —especialmente la Penitencia y la Eucaristía— y guiarlos a la vida eterna.

La presencia y acción del Paráclito son indispensables para que los nuevos sacerdotes cumplan la misión que hoy les encomienda la Iglesia. Por eso le invocamos con fe: Espíritu Santo, Amor subsistente del Padre y del Hijo, asiste a estos siervos tuyos con tu gracia, derrama en su corazón tus dones y vuélvelos dóciles a tus inspiraciones. Tú eres «fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos»[6]: haz que estos ministros de Cristo gasten gustosamente su vida para gloria del Padre y servicio de las almas, especialmente de las que sean más directamente confiadas a sus cuidados pastorales.

3. Por medio del Espíritu Santo, el Cuerpo místico de Cristo se estructura y se diferencia en multitud de órganos, todos necesarios para llevar a cabo la misión confiada por el Señor a la Iglesia. En efecto, así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, que somos muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo (...). Tenemos dones diferentes[7].

El sacerdocio ministerial es uno de los regalos más grandes que la Trinidad Santa ha hecho a los hombres. Se lo entregó a la Iglesia en el Cenáculo, durante la Última Cena, cuando Jesucristo instituyó la Eucaristía anticipando sacramentalmente su muerte redentora. Aunque distinto esencialmente del sacerdocio común de todos los fieles, a él se ordena para la edificación del Cuerpo místico de Cristo en la caridad. Mediante el sacerdocio ministerial, el mismo Jesús —presente y operante de modo invisible en la Iglesia— se hace visible en medio de la comunidad cristiana. Antes de transmitir a los diáconos este don inefable, os invito a dirigir al Señor una fervorosa súplica.

Oh Cristo, Tú que te has entregado a ti mismo por nosotros en el Cenáculo y en el Calvario: mira a estos hijos tuyos que se aprestan a recibir el sacerdocio ministerial. Configúralos contigo por la virtud del Espíritu Santo, para que sean —como deseaba el Beato Josemaría— «sacerdotes cien por cien», ministros de tu gracia en todos los momentos y circunstancias. Y puesto que nos has llamado amigos[8], concédeles el gozo de experimentar siempre tu cercanía. Haz que, al renovar sacramentalmente el divino Sacrificio de la Cruz, se identifiquen plenamente contigo y que esta unión transforme todos los momentos de su jornada, de modo que los hombres reconozcan siempre en ellos tu Rostro amabilísimo. Haz que como Tú, Buen Pastor que da la vida por sus ovejas[9], sepan ellos entregarse generosamente al ministerio, cumpliendo el programa pastoral que el Beato Josemaría trazó a sus hijos: «estudiar constantemente la ciencia de Dios, orientar espiritualmente a tantas almas, oír muchas confesiones, predicar incansablemente y rezar mucho, mucho, con el corazón siempre puesto en el Sagrario»[10]. Dales, Señor, un Corazón semejante al tuyo, capaz de compadecerse verdaderamente de las miserias humanas. Haz que, con tu ayuda, la conciencia de la personal fragilidad no los aparte de la dedicación confiada al ministerio, sino que los lleve, en cambio, a buscar tu apoyo con plena fidelidad a los compromisos libremente asumidos.

4. Toda dádiva generosa y todo don perfecto viene de lo alto, descendiendo del Padre de las luces[11]. El sacerdocio proviene de Dios Padre. Es Él quien ha elegido a estos hijos suyos y los ha llamado a una participación especial en su paternidad. Es tarea de los sacerdotes suscitar la fe mediante la predicación, engendrar a los fieles en Cristo por medio del Bautismo, robustecerlos por la Confirmación, alimentar en ellos la vida divina con la Eucaristía y restaurarla en el sacramento de la Penitencia, cuando el pecado la obstaculiza o destruye. El sacerdote nos asiste durante todo el trayecto del viaje terreno hacia la eternidad.

La Iglesia se alegra por las vocaciones sacerdotales. ¿Acaso no es un signo de fiesta sobrenatural, el gozo que hoy resplandece en los rostros de todos nosotros? A vosotros, padres, hermanos, parientes y amigos de los nuevos sacerdotes, se dirige mi felicitación y mi augurio más afectuoso. La misión sacerdotal es condición de vida para Iglesia y para el mundo. Es, por eso, un grato deber rezar por los ministros de Dios. En primer lugar, por el Santo Padre y sus colaboradores, especialmente el Cardenal Vicario de Roma; por todos los Obispos, por los sacerdotes y religiosos, por el Pueblo santo de Dios. Confío en que, al hacer esta plegaria, os acordéis también de mí y de mis intenciones.

Para terminar, supliquemos a la Santísima Trinidad que se digne suscitar en la Iglesia muchas vocaciones, especialmente muchas vocaciones al sacerdocio. Lo pedimos haciendo nuestra la plegaria que el Papa formuló en sus bodas de oro sacerdotales:

«Tú, Señor del tiempo y de la historia, nos has puesto en el umbral del tercer milenio cristiano, para ser testigos de la salvación, realizada por Ti en favor de toda la humanidad. Nosotros, Iglesia que proclama tu gloria, te imploramos que nunca falten sacerdotes santos al servicio del Evangelio; que resuene en cada catedral y en cada rincón del mundo el himno “Veni, Creator Spiritus”. ¡Ven, Espíritu Creador! Ven a suscitar nuevas generaciones de jóvenes, dispuestos a trabajar en la viña del Señor, para difundir el Reino de Dios hasta los confines de la tierra.

»Y Tú, María, Madre de Cristo, que nos has acogido junto a la Cruz como hijos predilectos con el Apóstol Juan, sigue velando por nuestra vocación»[12]. Así sea.

[1] Aleluya (Sal 115 [116], 12-13).

[2] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, en el año jubilar de su ordenación sacerdotal, 17-III-1996, n. 1.

[3] Primera lectura (Is 61, 1).

[4] Cfr. Lc 4, 16-19.

[5] 1 Cfr. Pe 2, 5.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 137.

[7] Segunda lectura (Rm 12, 4-6).

[8] Cfr. Jn 15, 15.

[9] Cfr. Jn 10, 11.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[11] St 1, 17.

[12] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, en el año jubilar de su ordenación sacerdotal, 17-III-1996, n. 9.

Romana, n. 31, julio-diciembre 2000, p. 233-236.

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