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En la Misa de inauguración del año académico en la Libera Università Campus Bio-Medico, Roma (26-X-2000)

Hermanas y hermanos queridísimos:

1. Aún está reciente el Jubileo de las Universidades en el que el Romano Pontífice, en el nombre de Cristo Redentor del hombre, nos ha exhortado a dar testimonio de la fe en el mundo académico «con energía de pensamiento y coherencia de vida». La fe es obra del Espíritu Santo y de su gracia. En esta Santa Misa, con la que comenzamos un nuevo año de actividad de la Libera Università Campus Bio-Medico, me uno a todos vosotros para invocar sobre nosotros el don de una fe más fuerte y más profundamente enraizada en la inteligencia y en el corazón, una fe que nos permita actuar — en cada circunstancia — guiados por la visión sobrenatural de los hijos de Dios.

La primera lectura (cfr. Hch 2, 1-11) nos ha vuelto a proponer el momento extraordinario en el que el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo junto con María, la Madre de Jesús. Sus incertidumbres y sus miedos desaparecieron en cuanto el fuego del amor de Dios iluminó sus inteligencias e imprimió un nuevo impulso a sus voluntades. Comenzaba así la gran epopeya de la evangelización, que perdurará hasta el fin de los tiempos.

En la Biblia, el fuego simboliza a menudo el amor de Dios: Yahveh tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso[1]. El amor ardiente de Dios por los hombres alcanza su expresión más elevada con la Encarnación del Hijo eterno del Padre en el seno virginal de María de Nazaret. Jesús describió así su propia misión, con palabras que continúan interpelándonos: fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?[2].

El anhelo incontenible de transmitir este fuego divino mueve todos los pasos de Cristo sobre la tierra y le empuja a dar su vida por amor de los hombres. Los discípulos de Emaús, después de haberlo tenido como compañero de camino, se preguntan el uno al otro: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?[3].

He aludido al hecho de que en el Cenáculo de Jerusalén, hace veinte siglos, comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Hoy nos toca a nosotros continuarla, como cristianos unidos al Papa y a los Obispos. ¿Qué implica para nosotros la súplica de que el Espíritu Santo inflame nuestro corazón dentro del pecho? ¿Qué significa esta afirmación para nosotros, discípulos de Cristo en el umbral de un nuevo milenio? ¿Qué características asume este testimonio para quienes forman parte del mundo universitario? Son preguntas que os invito a haceros en la presencia de Dios, dispuestos a acoger coherentemente la respuesta que el Señor quiera sugeriros.

2. Permitidme que desarrolle estas consideraciones en torno a una consecuencia de la caridad y la justicia —entre muchas que se podrían elegir—, de la que nuestro tiempo parece tener especial necesidad: la concordia. A propósito de esto, querría también pedir a cada uno que intensifique la oración y el ofrecimiento del trabajo diario por la paz en el mundo y, de manera particular, en el país de Jesús, la Tierra Santa.

La Universidad nace con la vocación de ser un lugar de encuentro, un sitio donde se comparte y transmite el saber, en colaboración desinteresada: es escuela de convivencia y de respeto a los demás. Esto se traduce en mil aspectos prácticos: desde el trabajo en equipo al intercambio de datos y de información, a la ayuda recíproca entre todos los miembros de la comunidad académica y con otras instituciones. La Universidad se convierte así en un fermento de paz y de progreso en la sociedad.

Para el Beato Josemaría Escrivá, la cruz, además de haber sido el instrumento para la salvación de los hombres, representaba también el signo «más», símbolo de unión. Los hombres tienden a veces a fomentar el signo de la división, a crear barreras, a dividirse en bandos. En ocasiones buscan neciamente justificar la discordia, la falta de caridad, el rechazo del espíritu de servicio, reivindicando una presunta justicia. Es verdad que justicia significa dar a cada uno lo suyo; pero —como enseñaba el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer— esto no basta. Es necesario dar, a cada uno de nuestros semejantes, más de cuanto es impuesto por la estricta justicia (sin lesionar, naturalmente, los derechos de los otros), «porque cada alma es una obra maestra de Dios»[4]. Pidamos al Paráclito que nos enseñe el camino de la verdadera caridad: el amor que se limita a los sentimientos es inmaduro; el amor sincero se expresa con hechos; «la mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia»[5]. Esta caridad habitualmente pasa inadvertida, pero es siempre extraordinariamente fecunda en el cielo y en la tierra.

Un antiguo autor pagano escribió: «Concordia, parvae res crescunt; discordia maximae dilabuntur»[6]; cuando hay concordia, las cosas pequeñas crecen; pero cuando reina la discordia incluso las realidades más grandes van a la ruina. Nuestra Universidad, como todas las realidades humanas, ha nacido pequeña y crece gradualmente. Se puede decir que estáis viviendo una aventura formidable. Para vosotros, estos son años fundamentales, comparables a aquellos de la infancia y de la primera juventud de una persona humana: los años en los que se forja el carácter y se plasman aquellas características permanentes que definen la identidad más profunda del individuo. Estáis colaborando en una empresa entusiasmante. Es particularmente importante que sepáis vivir esta «concordia», esta unidad sabiamente deseada por el filósofo antiguo: unidad entre los componentes del contexto universitario, unos con otros y con las Autoridades que gobiernan los diversos sectores, llamadas a desarrollar su cometido al servicio del bien de toda la comunidad académica, es decir, como se lee en vuestra Carta de Finalidades, «sabiendo poner el propio prestigio profesional al servicio del bien común» (Art. 4).

3. Para que arda en nosotros el fuego de la divina caridad, tenemos necesidad de la oración. Jesús se hace presente en la Palabra y en el Pan, en las páginas de las Sagradas Escritura y, sobre todo, en la Eucaristía. Cuando nos acercamos con las debidas disposiciones a esta fuente de la vida sobrenatural, Él nos hace comprender el significado de cada acontecimiento, pequeño o grande, privado o público, a la luz de la fe. Por eso, tenemos absoluta necesidad de dedicar un poco de tiempo cada día a la oración personal, metiéndose de verdad en las escenas narradas en el Evangelio.

La oración personal es un diálogo con Jesús. Él, con sus preguntas nos introduce —como ha dicho Juan Pablo II durante los encuentros inolvidables de la reciente Jornada Mundial de la Juventud— «en el laboratorio de la fe». Dios nos comunica su Voluntad y nos invita a ofrecer una respuesta que dé sentido y valor cristiano a nuestra vida. La oración nos hace capaces de transformar toda la jornada en un prolongado encuentro con Cristo: las aulas, los laboratorios, los despachos universitarios se convierten en un lugar en donde la fe madura y se transmite a los otros.

No ignoramos que encontraremos obstáculos en el camino que hay que recorrer para llevar a cabo este programa de vida cristiana. Pero, con la gracia que proviene de la oración y de la Eucaristía, todo es posible. Cuando os encontréis, sin esperarlo, con este tipo de dificultades, os invito a rezar con el Beato Josemaría: «¡Oh Jesús..., fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste»[7].

El fuego del Amor infinito de Dios es el Espíritu Santo, que es también Espíritu de verdad, como hemos escuchado en el Evangelio (Jn 15, 26). Él tiene muchas cosas que decirnos, porque quiere guiarnos a la verdad entera (Jn 16, 12.13). Es necesario abrirse a la escucha de la Sabiduría divina, que siempre se deja conocer por quienes aman. El saber humano, cuando está vivificado por la fe, lejos de desertar de los ámbitos del vivir cotidiano, infunde en ellos una energía y una nueva esperanza. Incluso en las investigaciones científicas que parecen encontrarse lejos de la fe —pero que no lo están—, palpita una sed de verdad que va más allá de lo particular y contingente.

Confiemos a la Virgen Santa, por intercesión del Beato Josemaría, el camino de la Iglesia que está en Roma y la actividad de nuestra comunidad académica en estos últimos meses del Gran Jubileo. Pidamos a nuestra Madre que nos ayude a escribir, todos juntos, una nueva página de la historia, en la que brillen los reflejos de la luz evangélica y de un amor sincero por la vida de cada persona humana. Amén.

[1] Dt 4, 24.

[2] Lc 12, 49.

[3] Lc 24, 32.

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 83.

[5] Ibid.

[6] LUCIO ANNEO SENECA, Cartas a Lucilio, Carta 94, 46.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja n. 31.

Romana, n. 31, julio-diciembre 2000, p. 239-242.

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