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En la Misa de inauguración del año académico en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma (9-X-2000)

Emitte Spiritum tuum et creabuntur et renovabis faciem terrae[1]. Las palabras del Salmo dan voz a nuestra oración, al íntimo anhelo de conversión y de salvación que llena de sentido cada jornada de este Año Jubilar. En el umbral de un nuevo milenio, unidos al Vicario de Cristo y a todos nuestros hermanos en la fe, suplicamos al Señor de la historia que renueve este mundo nuestro, que nos conceda a todos una mayor firmeza en la fe y un amor más vivo.

Emitte Spiritum tuum. Es el Paráclito quien nos donará estas gracias. No será la obra de nuestras manos la que transforme el mundo, sino un don de Dios: la solicitud con frecuencia misteriosa, pero siempre fecunda, de su Amor por la humanidad. Sin embargo, también es necesaria nuestra cooperación, nuestro sí a la invitación divina. He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo[2]. Nuestra tarea consiste en vigilar, en estar siempre preparados para abrir la puerta del alma a Cristo que llama, dejándonos guiar por el Espíritu que sopla dentro de nosotros. Sólo si se produce esta respuesta personal de cada uno a la gracia divina, cambiará el mundo. Para que el nuevo milenio posea un profundo carácter cristiano, es necesario el decidido propósito de conversión por parte de cada uno de los cristianos, de cada uno de nosotros.

Ya desde el primer día del Año Santo, hemos estado implorando al Señor que nos done la gracia de la conversión: una conversión real, que se refleje en nuestras acciones cotidianas. La meta a la que aspiramos, y que alcanzaremos si somos humildes, se expresa en las palabras de San Pablo: Ya no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí[3].

Dejando por ahora otros aspectos que caracterizan el proceso de la conversión, quisiera detenerme en su dimensión más específicamente intelectual. En cada transformación salvífica que se produce en la vida del hombre, intervienen de modo más directo la voluntad y la afectividad, pero en su origen encontramos siempre un acto de fe, una percepción más viva del misterio del amor de Dios.

La conversión intelectual es una tarea fatigosa, más ardua que la conversión del corazón. Es una sed de luz divina que compromete a la persona a replantearse las propias ideas, los propios juicios, sus criterios de actuación y de valoración. Es una búsqueda que ha de emprenderse con humildad, pues conlleva muchas pequeñas pero significativas correcciones del propio modo de pensar: difíciles, ya que a nada estamos tan apegados como a las propias ideas.

Emitte Spiritum tuum et creabuntur et renovabis faciem terrae. Debemos pedirlo con frecuencia, ya que sólo con la ayuda del Espíritu de Verdad podrá nuestra inteligencia configurarse plenamente a Cristo, podrán anunciarlo fielmente nuestras palabras y mostrarlo visiblemente a los demás nuestras acciones.

Mentes tuorum visita, imple superna gratia, quae tu creasti pectora. Con las palabras del himno litúrgico, pedimos al Paráclito que ilumine nuestra mente y visite nuestro corazón, pues sólo así lograremos acoger en nosotros la luz de Cristo y sabremos abrir la puerta a la verdad que Él nos revela: la verdad acerca de nosotros mismos, del sentido de la vida, del fin al que debemos tender y de nuestra propia fragilidad. La verdad, sobre todo, acerca del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que procede de ambos.

El Paráclito quiere conducirnos a la plenitud de la Verdad, a la comprensión profunda de todo lo que Jesús ha hecho y dicho. Esa plenitud se alcanza por medio del conocimiento amoroso del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. A esto deben apuntar nuestros esfuerzos, también los intelectuales: debemos consolidar día tras día una auténtica unidad de vida entre la investigación académica y la búsqueda de la santidad. La ciencia debe ponerse al servicio de la caridad. Si esta unidad se debilita y se rompe, la ciencia acabará por servir al orgullo y a la vanidad, como enseñaba San Pablo a los Corintios[4].

He aquí, por tanto, un aspecto muy preciso de la conversión intelectual: orientar la actividad de la mente, cada uno de sus movimientos, al conocimiento de Dios Uno y Trino, de forma que crezca el deseo de vivir en la intimidad divina y se encienda en el alma el amor a las Tres Personas. Usando una expresión que place a Juan Pablo II, podríamos decir que el estudio debe «concentrarse temáticamente en el misterio de Dios Uno y Trino»[5]. El Año Santo posee un carácter decididamente trinitario, pues es toda la Trinidad la que, en Cristo, viene al encuentro del hombre en la historia.

Deseo que a lo largo de estos meses próximos, hagáis personalmente el descubrimiento del que habla el Beato Josemaría en una de sus homilías. «El corazón necesita, entonces —escribe—, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador»[6]. Debemos hacer más profunda nuestra intimidad con las tres Personas divinas, si queremos ayudar a los demás a recorrer el itinerario que conduce a la santidad.

El Santo Padre ha querido dedicar el Año Jubilar de modo muy especial a la adoración de Jesús Sacramentado. Es precisamente esta adoración la que nos ofrece el camino más directo para acercarnos a la Trinidad. Escuchemos de nuevo al Beato Josemaría: «Toda la Trinidad —dice en una homilía del Jueves Santo— está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. La Misa —insisto— es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo»[7].

¡Cuánta vigilancia de espíritu, cuánta fe, esperanza y caridad requiere de nosotros la participación en el Sacrificio Eucarístico, para no dejarnos confundir por las apariencias meramente exteriores y llegar, en cambio, a percibir cada vez el misterio grande y tremendo que se cumple delante de nuestros ojos! «Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas (...). Comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad». Os encarezco que, de verdad, busquéis participar diariamente en la Santa Misa —o celebrarla— con estas disposiciones.

La Iglesia nos recuerda que, para participar en la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no hay mejor vía que la que la Trinidad misma ha elegido para venir a nosotros: María, Hija predilecta del Padre, Madre del Verbo Encarnado, Esposa y Templo del Paráclito. Por medio de Ella, Mujer del silencio y de la escucha —como la llama el Santo Padre en la Bula Incarnationis mysterium (n. 14)—, modelo de fe y de peregrinación en la fe, llegaremos más fácilmente al Dios Uno y Trino, ya que la Virgen Santa no cesa de ayudar a sus hijos en este camino hacia la Trinidad en que consiste nuestra vida.

[1] Sal 103, 30.

[2] Ap 3, 20.

[3] Gál 2, 20.

[4] Cfr. 1 Cor 8, 2-3.

[5] Juan Pablo II, Discurso a los teólogos, Altöttintg, 18-XI-80.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 306.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 86.

Romana, n. 31, julio-diciembre 2000, p. 236-239.

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