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En el tercer milenio

Tras la extraordinaria experiencia del Jubileo, el comienzo del tercer milenio de la era cristiana abre un nuevo capítulo de la acción de la gracia en la Historia. Los desafíos son muchos y complejos. No hay caminos hechos, no hay fórmulas mágicas[1] para la misión de los cristianos en el nuevo milenio. Pero hay una promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»[2].

El panorama es difícil, pero también entusiasmante. Sería ingenuo ignorar los obstáculos que se oponen al anuncio de Cristo en el mundo actual, en el que, como ha señalado el Papa, son precisamente algunos países de antigua evangelización los que presentan síntomas dramáticos del «enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo»[3]. A la vez, sin embargo, el hombre de fe no deja de advertir poderosas razones para el optimismo.

El pasado 21 de diciembre, al hacer ante la Curia Romana un balance del Año Jubilar, el Papa quiso dedicar una particular atención al Jubileo de los jóvenes, «y no sólo por las dimensiones que lo caracterizaron, sino sobre todo por el compromiso que supieron demostrar»[4]. No es sólo el número lo que cuenta, sino el espíritu, la sinceridad del testimonio personal, la búsqueda de Cristo. Y es evidente que Juan Pablo II ha visto en esos jóvenes de hoy, es decir, en quienes van a ser los primeros actores en la escena del tercer milenio, «una juventud que expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo»[5]. Por eso les ha dicho en la Jornada Mundial de la Juventud, con palabras tan sugestivas como comprometedoras: «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna»[6].

Ha escrito también Juan Pablo II, al término del Año Jubilar, que «el símbolo de la Puerta Santa se cierra a nuestras espaldas, pero para dejar abierta más que nunca la puerta viva que es Cristo»[7]. Si los cristianos somos optimistas ante el porvenir es porque confiamos, sobre todo, en el Dios y Señor de la Historia, único garante del futuro. Sólo en Cristo, «contemplado en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino»[8], se encuentra la clave de lectura de este nuevo milenio en el que la humanidad acaba de adentrarse.

El Jubileo, vivido por los cristianos «no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro»[9], se cierra en el mismo momento en que el milenio se abre. El Jubileo, momento de gracia y de conversión, ha sido el esperanzador prólogo del nuevo milenio. Lo que ahora pide el Papa es que todo ese despliegue de fervor no se pierda, «que los frutos de este Año no se disipen, y que las semillas de gracia se desarrollen hasta alcanzar plenamente la santidad, a la que todos estamos llamados»[10]. Y, por eso, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte ha invitado a los Obispos y a todos los fieles a escuchar, en estrecha comunión, las palabras de Jesús: Duc in altum!, ¡mar a dentro![11], y a poner sin retrasos y con plena confianza en Dios los medios convenientes para obtener los frutos que Él desea. El programa que el Romano Pontífice ha propuesto a la Iglesia al dar la bienvenida al nuevo milenio no es otro, en definitiva, que el programa sencillo y exigente de la santidad; en particular, la santificación de la vida ordinaria[12] a la que los fieles laicos están llamados por su incorporación a Cristo en el Bautismo.

Desde el kilómetro cero del tercer milenio, la mirada se dirige a María y, por medio de Ella[13], a Jesús. «Oh Madre, que conoces los sufrimientos y las esperanzas de la Iglesia y del mundo, ayuda a tus hijos en las pruebas cotidianas que la vida reserva a cada uno y haz que, por el esfuerzo de todos, las tinieblas no prevalezcan sobre la luz. A ti, aurora de la salvación, confiamos nuestro camino en el nuevo Milenio, para que bajo tu guía todos los hombres descubran a Cristo, luz del mundo y único Salvador, que reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[14].

[1] Cfr. JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, n. 29.

[2] Mt 28,20.

[3] JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, n. 46.

[4] JUAN PABLO II, Discurso a los Cardenales, la Familia Pontificia, la Curia y la Prelatura Romana, 21-XII-2000 (L’Osservatore Romano, 22-XII-2000, p. 4).

[5] JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, n. 9.

[6] JUAN PABLO II, Vigilia de oración en la Jornada Mundial de la Juventud, 19-VIII-2000.

[7] JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, n. 59.

[8] Ibid, n. 15.

[9] Ibid, n. 3.

[10] JUAN PABLO II, Acto de Consagración a María en el Jubileo de los Obispos, 8-X-2000.

[11] Cfr. JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, nn. 1, 15, 38 y 58.

[12] Cfr. Ibid, n. 31.

[13] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 495.

[14] JUAN PABLO II, Acto de Consagración a María en el Jubileo de los Obispos, 8-X-2000.

Romana, n. 31, Julio-Diciembre 2000, p. 136-137.

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