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El Prelado del Opus Dei, invitado por el Cardenal Giacomo Biffi, Arzobispo de Bolonia, presidió en la Catedral de la ciudad una concelebración eucarística en el ámbito del 23º Congreso Eucarístico Nacional, desarrollado del 22 al 28 de septiembre de 1997.

1.Y les dio pan del cielo: el hombre comió pan de los ángeles,[1]: así define el Espíritu Santo, por boca del salmista, el maná, que sin embargo era solamente una figura de la Eucaristía. ¡Cuánto más dificultoso será obtener del lenguaje humano metáforas capaces de dar al menos una idea del milagro de aquel «pan vivo, bajado del Cielo»[2], en el cual Cristo, verdadera, real y sustancialmente presente con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad, vierte en nosotros la riqueza infinita de la vida trinitaria!

En el libro del Eclesiástico, leemos: Los que me comen quedan aún con hambre de mí, los que me beben sienten todavía sed[3]. Y,en la sinagoga de Cafarnaún, Jesucristo exclamó: Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed[4] Los dos textos no se contradicen, se completan. En la Eucaristía encontramos a Cristo y, en Él, el cumplimiento de todos los anhelos del corazón. No hay más que buscar. Pero, de otra parte, el amor no puede detenerse, aspira a una unión cada vez más plena. Quien saborea la intimidad con Jesús siente aumentar el deseo de fundirse en Él. Este «quedan aún con hambre» y este «no tendrá hambre» no se anulan entre sí; la esperanza y la caridad se encuentran y alimentan mutuamente.

A la luz de la dinámica del amor, la Eucaristía se nos presenta como imagen viva, además de como centro y raíz de toda la vida espiritual. El camino del cristiano sobre la tierra es, en efecto, una trayectoria siempre abierta, una ascensión, un crecimiento continuo, que sólo en el Cielo conocerá reposo. Punto de partida para progresar en este amor es la gracia santificante que nos viene concedida en el Bautismo; la Eucaristía nos da las fuerzas. Punto de llegada es la identificación plena con Cristo: vivir en Él, vivir de Él, hasta poder exclamar, con San Pablo: Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí[5].

2.Con esta premisa de Pablo («con Cristo estoy crucificado») desearía plantear esta reflexión sobre uno de los temas de la jornada presente del Congreso Eucarístico: “Urge rehacer el tejido cristiano de la sociedad italiana”. En Jesús crucificado y resucitado encontramos la única luz capaz de orientar con profundidad este programa. Precisamente porque dirige la mirada al mundo y quiere de verdad contribuir a renovarlo, el cristiano sabe que él mismo en primer lugar debe comenzar a recorrer el camino que conduce a la vida nueva. Si desea cristianizar la sociedad —y no puede no quererlo, por la misión en el mundo que le compete en virtud de su misma vocación—, conviene que él en primer lugar llegue a ser un verdadero discípulo de Cristo. San León Magno, al describir el paso de la muerte a la vida, comenta: «Importa conocer para quién se muere y para quién se vive, pues hay una muerte que hace vivir y una vida que hace morir»[6]. La Cruz nos indica la línea divisoria: debemos morir a nosotros mismos, al pecado, y renacer en Cristo, que murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos[7].

Rehacer el tejido cristiano de la sociedad... No se cambian las estructuras sociales si, antes y a la vez, no se cambia el corazón de los hombres. Permitidme citar algunas palabras del Beato Josemaría Escrivá, que me parecen apropiadas en este contexto: «Para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor nuestro, resulta indispensable la santidad personal»[8]. «Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención»[9]. No es un programa maximalista. Sabemos por experiencia, en efecto, que no puede decirse nunca que el renacer en Cristo sea una cosa hecha, un deber cumplido. Sería ingenuo y equivocado pensar que no es preciso actuar continuamente sobre nosotros mismos para corregirnos, para crecer en el amor de Dios: Que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose[10]. El crecimiento en el amor pasa a través de sucesivas conversiones.

De este modo, vivificar el mundo no aparece como un espejismo para fatuos soñadores, sino como una promesa a la cual la fe confiere estabilidad, también en las circunstancias más adversas, incluso allí donde el mensaje evangélico puede parecer en retirada. A condición, sin embargo, de que la dirijamos hacia el camino correcto. Nos lo confirma San Pablo con su invitación a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, y a revestirnos del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad[11].

La verdadera renovación de la sociedad sólo puede ser obra del hombre nuevo, regenerado en Cristo. Este hombre no se marchita, no tiene necesidad de renovar sus puntos de vista, de rejuvenecer ideales y energías, porque es portador de la fuerza perennemente eficaz y alegre, siempre original, de las obras del Espíritu Santo. Del texto paulino surge una alternativa radical —como una polarización — entre el hombre viejo y el nuevo, entre las “pasiones engañadoras” y la “santidad verdadera”. La lógica que brota del misterio de la Encarnación no admite un contraste originario e incurable entre Dios y el mundo, espíritu y materia, valores humanos y valores cristianos. El cristiano ama el mundo apasionadamente[12], porque es una criatura de Dios y porta en sí signos visibles de su presencia salvífica; vive en él como un ciudadano de pleno derecho, no como un apátrida. Pero su amor por el mundo es un amor “redentor”. No justifica aquello que objetivamente es malo, pero tampoco emite juicios de condena de las personas. Si Jesús ha dicho de sí: No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo[13], el cristiano busca con todas sus fuerzas hacer que emerjan, con la ayuda de la gracia, aquellas chispas de bien que en todas partes se ocultan debajo de las cenizas.

El contraste entre muerte y vida, hombre viejo y hombre nuevo, se da en el interior de cada uno de nosotros: en nosotros mismos debemos combatir el achatamiento, la adaptación a una cultura en la que las promesas de libertad y felicidad han revelado su rostro tristemente falaz. El único horizonte dentro del cual podemos contribuir positivamente a regenerar la sociedad es el de la búsqueda —humilde pero decidida— de la santidad, de la identificación con Cristo. La caridad de Dios se abre camino en nuestra miseria. Las fuerzas del hombre son tan precarias que, para todos nosotros, el papel prioritario de la gracia en el camino hacia Dios debería ser ya una evidencia adquirida. Sólo en Cristo el hombre supera toda fractura, recompone la propia dignidad de hijo de Dios, reordena los fundamentos y los fines del vivir social.

3. En la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, el Santo Padre observa que el objetivo prioritario del Jubileo, ya inminente, consiste en el «fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos»[14]. El inmolarse de Cristo en la Eucaristía nos confirma que el testimonio cristiano —«primera e insustituible forma de la misión»[15]— pasa a través de la entrega gozosa, libre e incondicionada, de nosotros mismos, hasta el sacrificio en el cumplimiento de nuestra misión, dentro del designio de la salvación. Amar a Dios significa servirlo, trabajar: trabajar con Cristo en la redención de la humanidad, ser apóstoles. Delante de la Cruz, volvemos a escuchar —en toda su magnífica y divina urgencia— la llamada de Jesús a desempeñar completamente, con Él, el papel que a cada uno compete en la única misión de la Iglesia. Ser Iglesia, servir a la Iglesia, celo por las almas: aquí desemboca ese proceso de identificación progresiva con Cristo, que es la existencia cristiana.

En este redescubrimiento de la naturaleza apostólica de la vocación bautismal, se puede reconocer uno de los factores más eficaces del esfuerzo para edificar la unidad de la Iglesia. La pluralidad de dones y de carismas que enriquecen a la Iglesia es, a la vez, expresión de la inagotabilidad del misterio de Cristo y signo de la acción del Espíritu que, «con su fuerza y con la íntima conexión de los miembros, da unidad al cuerpo y así produce y estimula el amor entre los creyentes»[16]. El asumir generosamente esta responsabilidad, que el Espítitu Santo asigna a cada cristiano en la salvación del mundo, traduce del modo más completo la actuación de la caridad. Bajo la acción del Paráclito, esta virtud se adapta a las situaciones sociales y culturales más heterogéneas, a la personalidad y a las inclinaciones de cada uno; plasma, recoge y eleva al servicio de Dios la infinita variedad de talentos diseminada por el Señor en el cuerpo de la Iglesia para la utilidad común[17]. ¿Cómo no recordar aquél pasaje de la Carta Tertio Millennio Adveniente en el cual el Papa enumera «la gracia de los Apóstoles» destacando entre los dones del Espíritu Santo a la Iglesia[18]?

En este sentido, mirando a través del prisma de la caridad, los carismas manifiestan su significado y su dimensión eclesial: más que como cualidades específicas de personas y organismos vivos, se presentan como instrumentos de redención, conductos siempre nuevos de acción apostólica, a través de los cuales el mensaje evangélico se abre camino en la sociedad de los hombres.

El apostolado fascinante que se abre ante nosotros, en esta fase histórica de la sociedad y de la Iglesia, en la inminencia del gran Jubileo del 2000, parece que debe ser en primer lugar apostolado de los sacramentos. Éste es el objetivo prioritario que debe perseguirse: si queremos de verdad iluminar el mundo con la luz de Cristo, la misericordia divina nos socorre en los sacramentos. Así, anclándose en la acción de Dios, nuestro compromiso en la caridad dará ciertamente frutos.

Quisiera recordar, en concreto, la urgencia de un amplio apostolado de la Confesión: el sacramento de la alegría, de la esperanza, del renacer, del nuevo comienzo. Y el apostolado de la Eucaristía, el encuentro personal más íntimo con Cristo vivo. Es necesario recordar a quienes se han alejado el lazo indisoluble, la recíproca connotación de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La Reconciliación no es indispensable sólo cuando, siendo conscientes de haber pecado gravemente, se desea comulgar[19]. La consideración de la humildad de Jesús en la Hostia Santísima reclama una delicadeza de conciencia cada vez mayor. ¿Cómo consumir el «pan de los ángeles», sin advertir la necesidad de una conversión cada vez más profunda, de un amor más puro, más humano también, y más operativo forjado en el sacrificio?

Volvamos en nuestra meditación a los pies de la Cruz, en donde nuestra miseria y el amor de Cristo nos unen para siempre con María, Madre de la Iglesia, Refugio de los pecadores, Reina de los Apóstoles, Causa nostræ laetitiaæ. Así sea.

[1] Canto de entrada (Sal 78, 24-25).

[2] Antífona de la Comunión (Jn 6, 51).

[3] Sir 24, 21.

[4] Jn 6, 35.

[5] Gal 2, 19-21.

[6] SAN LEÓN MAGNO, Sermo 71, 1.

[7] 2 Cor 5, 15.

[8] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 294.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 183.

[10] Ap 22, 11

[11] Segunda lectura (Ef 4, 22 y 24).

[12] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía Amar al mundo apasionadamente, en “Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer”, nn. 113-123.

[13] Jn 12, 47.

[14] Cfr. n.42.

[15] JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris missio, 7-XII-1990, n.42.

[16] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21-XI-1964, n. 7, citado en Tertio Millennio Adveniente, 10-XI-1994, n. 45.

[17] Cfr. 1 Cor 12, 7.

[18] Cfr. n.45.

[19] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1385. Cfr. 1 Co 11, 28-29.

Romana, n. 25, julio-diciembre 1997, p. 277-280.

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