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El Obispo Prelado del Opus Dei fue invitado a presidir una concelebración Eucarística en la parroquia romana de Santa Silvia, con ocasión de la bendición del nuevo sagrario, el 9 de septiembre de 1997. Pronunció la siguiente homilía. Roma (9-XI-1997)

1. Queridos hermanos y hermanas.

Con mucho gusto he aceptado la invitación de los sacerdotes de vuestra parroquia para presidir esta concelebración eucarística. Os saludo con afecto. Dirijo un saludo particular a Mons. Marcello Costalunga, mi querido hermano en el Episcopado, que nos honra con su presencia.

Nos reunimos en torno al altar para la bendición de un nuevo tabernáculo con el que, impulsados por la solicitud del párroco, habéis querido embellecer la celebración del culto divino en vuestra parroquia. La celebración dominical os consiente rendir homenaje a la santa titular de este templo, Santa Silvia, que el calendario romano recordaba el pasado 3 de noviembre; de este modo, la fecha coincide además con la conmemoración de la solemne dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, mater et caput omnium ecclesiarum urbis et orbis, cabeza y madre de todas las iglesias de Roma y del mundo.

El Evangelio de la Misa nos sugiere unas consideraciones que nos pueden ayudar a prepararnos para el rito de bendición del sagrario. Hemos visto cómo Jesús, al encontrar el templo de Jerusalén lleno de mercaderes —vendedores de animales para los sacrificios y cambistas del dinero, que distribuían las monedas para las ofertas—, hizo un látigo de cordeles y los echó violentamente de allí, porque no podía soportar que la casa del Padre celestial, que es lugar de oración, fuese transformada en un mercado[1].

El celo de tu casa me devora[2], explica el evangelista. Esta resolución, que puede incluso desconcertar a quien está acostumbrado a admirar la mansedumbre con que Jesucristo acoge a los pecadores; esta energía con que defiende la adoración de Dios frente a cualquier profanación, es un signo del valor altamente espiritual que tienen las expresiones del culto, también las exteriores. ¡Cuánto más valorará el respeto, el decoro, con que los cristianos hemos de adornar nuestras iglesias, donde Cristo se encuentra realmente presente en el Tabernáculo!

2. Dentro de pocos minutos, en la Consagración, se realizará de nuevo el milagro de la renovación sacramental del sacrificio de Cristo; y su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad se harán presentes sobre el altar. Lo podremos recibir dentro de nosotros. Algunas Formas consagradas serán reservadas luego en el nuevo sagrario, que, desde ese momento, será el centro de la vida personal, el punto de convergencia en el que vuestra vida espiritual encontrará su alimento.

En esta iglesia, el Tabernáculo será como el pozo donde podréis encontrar la única agua capaz de colmar vuestra necesidad de paz, de fuerza interior: el agua que salta hasta la vida eterna[3], la intimidad con Cristo, que aquí comparte con nosotros alegrías y dolores, escucha nuestras plegarias, nos consuela y nos llama. ¿Qué haríamos si un gran personaje de la tierra nos ofreciera su amistad y estuviera siempre dispuesto a recibirnos? Pues bien, Jesucristo, el Hijo de Dios que se ha hecho Hombre, nos espera constantemente en el Santísimo Sacramento. Como escribió el Beato Josemaría: «Cuando te acercas al Sagrario piensa que ¡Él!... te espera desde hace veinte siglos»[4].

Hoy es un día muy adecuado para que cada uno se pregunte, el fondo de su corazón: ¿cómo trato al Señor en la Eucaristía? ¿Lo recibo con frecuencia y del modo debido, en la Comunión? ¿Me preparo antes adecuadamente, acercándome al sacramento de la Penitencia? ¿Acudo a visitarle en el Sagrario? ¿Le saludo, al menos con el corazón, cuando paso delante de una iglesia? Os sugiero un pequeño pero fecundísimo propósito práctico, que ciertamente agrada mucho al Señor: venir a visitarle en el Sagrario todos los días, aunque sólo sea por algunos minutos, para adorarlo, darle gracias, pedirle perdón e invocar su ayuda.

Vosotros, jóvenes, acudid a saludarlo antes de ir a la escuela, o a la vuelta. Escuchad lo que dice el Papa: Jesús «viene a nosotros en la santa Comunión y se queda presente en el Sagrario de nuestras iglesias, porque Él es nuestro amigo, amigo de todos, y desea ser especialmente amigo y fortaleza en el camino de vuestra vida de muchachos y jóvenes que tenéis tanta necesidad de confianza y amistad»[5].

3. El recuerdo de Santa Silvia, madre de uno de los más importantes Pontífices de la historia de la Iglesia, San Gregorio Magno, nos invita a considerar las grandes posibilidades formativas que tienen los padres. Si tenéis hijos aún pequeños, sabed educarlos en la fe: habladles del milagro de la presencia real de Jesús en el Sagrario; explicadles el significado de la lamparilla encendida delante del tabernáculo: decidles, con palabras sencillas, que ahí está Jesús, y que espera que le saludemos, y que desea escuchar nuestras confidencias. Los niños comprenden estas cosas, porque, en sus almas, la necesidad de Dios no está oscurecida por el pecado. La fe se apaga sólo en los adultos que han perdido la humildad.

Os contaré un sucedido real. Entre los hijos de una familia cristiana, había un niño subnormal a quien sus padres y hermanos cuidaban con todo cariño. La mamá le fue preparando para la Primera Comunión y, cuando juzgó que ya estaba suficientemente dispuesto, lo llevó al párroco, que quiso comprobar si el niño tenía un conocimiento suficiente de las verdades de fe indispensables. Condujo al niño a la iglesia y, delante del altar, le preguntó: “¿Quién es el que está en esa cruz?”. El niño contestó: “Es Dios”. Después, señalando al sagrario, preguntó el sacerdote: “¿Y quién está ahí dentro?”. “Dios”, respondió el niño. “Entonces, preguntó el párroco, ¿hay dos dioses?”. “No, respondió el niño; porque allí (señalaba la cruz) parece que está, pero ya no está; mientras que aquí (y señalaba el sagrario), parece que no está, pero está”.

Pero tornemos al Evangelio de la Misa de hoy, a la adoración que debemos a Dios. Juan Pablo II, en su primera encíclica, escribió: «Él se entrega a nosotros con confianza ilimitada, como si no tomase en consideración nuestra debilidad humana, nuestra indignidad, los hábitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de ultraje»[6]. ¡Qué bueno es nuestro Dios! En respuesta, nosotros hemos de comprometernos a tratarle con reverencia en el Santísimo Sacramento, donde ha querido quedarse «para remediar la flaqueza de las criaturas»[7].

Hemos ya hablado de la pureza interior con que hemos de recibirlo, acercándonos con frecuencia a la Confesión; pero también hemos de demostrarle nuestro respeto mediante las actitudes exteriores: el recogimiento con que se ha de estar en la iglesia, las genuflexiones bien hechas cada vez que pasamos delante del Sagrario, los actos de amor que sabremos dirigirle: ¡Jesús, creo que estás aquí, te amo, dejo aquí mi corazón a velar junto a ti!

Termino con una última recomendación. Cuando acudáis a arrodillaros ante el Sagrario, pedid por vosotros mismos y por vuestras personas queridas; pero no os olvidéis de rezar por todos nuestros hermanos en la fe: por todos los que padecen necesidades espirituales y materiales (¿cómo no pensar en estos momentos en quienes siguen sufriendo las consecuencias del terremoto?) y especialmente, por los más cercanos, comenzando por los demás miembros de vuestra parroquia, por el párroco y los sacerdotes que con tanta dedicación y cariño procuran atenderos. Rezad por la Iglesia entera, por la diócesis de Roma, empeñada en la gran misión ciudadana; rezad por el Santo Padre Juan Pablo II, por el Cardenal Ruini, por los sacerdotes, por todos los romanos. No os olvidéis de insistir para que Jesucristo, presente en el Tabernáculo, atraiga a Sí muchas y santas vocaciones sacerdotales.

Acudiendo a la intercesión de Santa Silvia, pidamos a San José y a la Santísima Virgen que nos enseñen a tratar a Jesús en este nuevo Tabernáculo con la misma delicadeza que ellos prodigaron a Jesús Niño en la casa de Nazaret. Así sea.

[1] Cfr. Jn 2, 15-16.

[2] Ibid. 17.

[3] Jn 4, 14.

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 537.

[5] JUAN PABLO II, Alocución, 8-XI-1978.

[6] JUAN PABLO II, Litt. enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 20.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 832.

Romana, n. 25, julio-diciembre 1997, p. 281-285.

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