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Con motivo de la inauguración del año académico 1997-98 del Pontificio Ateneo de la Santa Cruz, Mons. Echevarría presidió una solemne concelebración eucarística, durante la cual pronunció la siguiente homilía. Roma (6-X-1997)

1. Al iniciar con esta celebración eucarística un nuevo año académico, revivimos una vez más el acontecimiento proclamado en la primera lectura[1]: provenimos de muchos países, pertenecemos a razas y lenguas diversas, pero nos aúnan idéntica fe y el mismo estudio o trabajo en esta institución universitaria.

El próximo año de la fase preparatoria del Jubileo del año 2000 estará dedicado al Espíritu Santo[2]; se nos invita, por consiguiente, a redescubrir la presencia y la acción del Paráclito en la Iglesia y en cada uno de nosotros[3]; y, en esta perspectiva, a abrirnos a la virtud teologal de la esperanza. Esta Santa Misa del Espíritu Santo, con la que tradicionalmente se inaugura el año académico, adquiere por tanto un significado particular.

El texto de San Pablo dirigido a los Gálatas, que nos habla de la encarnación del Verbo en la plenitud de los tiempos para hacernos el don de la adopción filial en Cristo, indica —como prueba de la verdad de esta adopción— la presencia en nuestros corazones del Espíritu Santo, que grita “Abbá”, Padre[4]. Comentando este texto, Juan Pablo II hace notar que «la encarnación del Hijo de Dios, su concepción y su nacimiento son premisa del envío del Espíritu Santo»[5].

Si el misterio de la encarnación se ha cumplido por obra del Espíritu Santo, es asimismo el Espíritu Santo quien obra en nosotros la identificación con Cristo, meta de toda la vida cristiana. Según las palabras del Papa, efectivamente, el Espíritu Santo es quien «en la gracia, rehace y casi re-crea al hombre a semejanza del Hijo (...). El Espíritu Santo forma desde su misma interioridad el espíritu humano según el divino ejemplo que es Cristo. De este modo, mediante el Espíritu, el Cristo conocido a través de las páginas del Evangelio se convierte en la “vida del alma”; y el hombre, cuando piensa, cuando ama, cuando juzga, cuando hace, no digamos ya cuando siente, se ve conformado con Cristo, se hace “cristiforme”»[6]. Por esta razón, «la Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario “de otro modo que no sea por el Espíritu Santo”»[7].

Sin embargo, se trata de «redescubrir al Espíritu Santo». Efectivamente, aunque su papel es fundamental en la economía de la salvación, desgraciadamente son muchas las personas que ignoran su presencia e incesante actividad en las almas, hasta el punto de que —como recordaba el Beato Josemaría Escrivá— el Espíritu Santo continúa siendo el Gran Desconocido[8]. Nosotros, los cristianos, llamados a vivir la vida en el Espíritu y a a ser auténticos anunciadores suyos, hemos de redescubrir la presencia y la acción del Paráclito, en primer lugar, dentro de nosotros mismos.

A Él nos dirigimos a fin de que, bajo su guía, toda nuestra actividad tenga un solo objetivo: amar a Jesús. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor[9]. Sólo este amor dará pleno significado a nuestras fatigas y a nuestro servicio desinteresado a la Iglesia y a todas las almas.

2. La vida del Espíritu abre de par en par las puertas del alma a la virtud teologal de la esperanza, que se refiere no sólo a nuestra personal existencia cristiana, sino también a los frutos de la actividad evangelizadora.

Ante la exigencia de un amor auténtico y generoso, propio de la verdadera santidad, y, al mismo tiempo, frente a la cotidiana experiencia de nuestras miserias personales, resulta indispensable redescubrir la gozosa virtud de la esperanza. La doctrina paulina nos ofrece la clave para comprender cuál es su fundamento: la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado[10]. Nuestra confianza, en efecto, reside en la certeza de que Dios nos ama con infinita ternura y se muestra siempre dispuesto a ofrecernos medios sobreabundantes para serle fieles y para retornar a él cuantas veces lo necesitemos.

En orden a las dificultades que se presentan en la lucha por la santidad y en el apostolado, es de igual modo esencial dejar plenamente a la esperanza que nos ofrezca «motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad con el fin de hacerla conforme al proyecto de Dios»[11]. Según he tenido ocasión de escribir recientemente a los fieles del Opus Dei, en esta lucha nuestra de paz por la evangelización del mundo, «la efusión del Paráclito es el secreto de nuestra esperanza y de nuestro gozo; y en la fuerza santificadora del mismo Espíritu está la fuente de la eficacia de toda labor apostólica. No es verdad que los tiempos pasados fueran mejores, como algunos suelen decir con cierto fatalismo; el Espíritu Santo difunde su gracia en todo momento del acontecer humano, y cualquier tiempo puede ser bueno si correspondemos libremente a esa gracia. “Vivamos bien [cristianamente], y los tiempos serán buenos. Nosotros somos los tiempos: tal como nosotros somos, así son los tiempos” (San Agustín, Sermón 80, 8)»[12].

La acción del Paráclito requiere de este modo una generosa correspondencia por parte del hombre. En esa obra de evangelización, Dios quiere que seamos instrumentos de apostolado eficaces, con una adecuada preparación doctrinal y cultural, que cada uno tiene la obligación de adquirir según sus propias posibilidades. Bien se nos pueden aplicar a los aquí presentes estas palabras del Beato Josemaría: «Urge difundir la luz de la doctrina de Cristo. Atesora formación, llénate de claridad de ideas, de plenitud del mensaje cristiano, para poder después transmitirlo a los demás.

»— No esperes unas iluminaciones de Dios, que no tiene por qué darte, cuando dispones de medios humanos concretos: el estudio, el trabajo»[13].

3. Éste es el empeño que la Iglesia os pide a todos, estudiantes de este Ateneo, durante el año académico que hoy comienza: un estudio a nivel universitario, al que habréis de dedicar un esfuerzo generoso e intenso, con orden y espíritu de sacrificio. Al mismo tiempo, quiero recordaros que resulta indispensable que pongáis el mismo empeño por crecer en la vida espiritual[14], porque solamente así, con docilidad a la acción del Espíritu Santo, podréis alcanzar la verdadera sabiduría. En efecto, «si el Espíritu Santo no llega a los corazones, en vano resuena la voz de los maestros en los oídos»[15].

Recordando la promesa del Señor: Cuando venga (...) el Espíritu de verdad, os guiará hacia toda la verdad[16], os sugiero que renovéis cada día, de todo corazón, la plegaria del Veni, Creator Spiritus, implorando del Paráclito su “sagrado septenario”, y, de modo especial, los dones de piedad, sabiduría e inteligencia, luces divinas para vuestras mentes, fuego de amor de Dios para vuestros corazones.

Sólo de este modo, «si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo» —nos recuerda Juan Pablo II—, llegará «aquella nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo»[17].

«Emitte Spiritum tuum, Domine, et renovabis faciem terrae»[18]. Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra. Sí, se hace preciso «descubrir el Espíritu como Aquél que construye el Reino de Dios en el curso de la historia»[19].

En esta Basílica, donde se venera la antigua imagen de la Regina Apostolorum, nos dirigimos a María, que, rodeada de los Apóstoles y de los primeros discípulos del Señor, recibió junto con ellos el Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Pidámosle con confianza que se renueve en nosotros —que también deseamos ser apóstoles de Cristo— la efusión del divino Consolador. Amén.

[1] Cfr. Act 2, 1 ss.

[2] Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. apost. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 44.

[3] Cfr. ibid. n. 45.

[4] Cfr. Gal 4, 4-7.

[5] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Tertio millennio adveniente, n. 1.

[6] JUAN PABLO II, Alocución en la audiencia general, 26-VI-1989.

[7] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Tertio millennio adveniente, n. 44.

[8] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 134.

[9] Aleluya al Evangelio.

[10] Rm 5, 5.

[11] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Tertio millennio adveniente, n. 46.

[12] MONS. JAVIER ECHEVARRÍA, Carta 14-II-1997, n. 12.

[13] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 841.

[14] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 341.

[15] SAN GREGORIO MAGNO, In Evangelia homiliæ, 1, 2, 30.

[16] Jn 16, 13.

[17] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Tertio millennio adveniente, n. 18.

[18] Salmo responsorial.

[19] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Tertio millennio adveniente, n. 45.

Romana, n. 25, julio-diciembre 1997, p. 274-276.

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