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El 21 de septiembre, el Obispo Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría confirió el orden sacerdotal a veintisiete diáconos de la Prelatura en la Basílica de San Eugenio, en Roma. Pronunció la siguiente homilía. Roma (21-IX-1997)

1. Se alegre la creación junto con los ángeles. Que te alabe y te glorifique, oh Dios altísimo[1]. Los hombres y los ángeles prorrumpen en un himno de alabanza a Dios, ante el misterio que se realiza sobre el altar. Cada vez que renovamos el ofrecimiento del sacrificio de Cristo se actualiza la fuerza vivificante de la Redención, que no conoce límites. Da la impresión de dilatarse aún más en una celebración como la de hoy, cuando, mediante el Sacramento del Orden, la Iglesia confiere a otros hijos suyos la potestad de ejercer, in persona Christi, los actos propios del sagrado ministerio.

Gracias a Dios, es ésta la tercera ordenación presbiteral de diáconos de la Prelatura del Opus Dei a lo largo de este año. También hoy, como en las precedentes ocasiones, en vez de trazar una descripción sistemática del sacerdocio, me detendré sólo en algunos aspectos, que sean útiles para captar al menos un destello de la inmensa riqueza encerrada en el tesoro de nuestra fe. Para este fin, deseo partir precisamente del canto de entrada: se alegre la creación junto con los ángeles. Que te alabe y te glorifique, oh Dios altísimo.

En el himno que constituye como el prólogo de la epístola a los Efesios, San Pablo exalta el designio del Amor divino en relación al mundo y explica cómo ese designio, teniendo por vértice la redención del hombre caído, afecta a toda la creación: recapitular en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra[2]. El plan de la salvación, que brota del eterno presente de la presciencia divina, comienza a actuar desde el primer instante de la creación, y asume a Cristo como centro: por medio del Verbo, en efecto, han sido creadas todas las cosas; en Él subsisten; a Cristo se orienta todo el universo como a su propio fin[3]. Y cuando llega la plenitud de los tiempos, con la Encarnación del Verbo, ese designio arriba a su fase culminante. En Cristo, Dios asume la naturaleza humana, se sumerge en la creación: en un cuerpo tomado del seno de una mujer[4] habita toda la plenitud de la divinidad[5].

Viviendo entre nosotros, trabajando con el sudor de su frente, Jesucristo eleva al Padre y diviniza todas las cosas creadas. Con pleno rigor teológico, el Beato Josemaría habla de un «materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu»[6]. Y explica del siguiente modo una de las consecuencias más importantes para la vida espiritual del cristiano: «No se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte»[7].

Finalmente, muriendo en el Calvario, el Señor lleva a cumplimiento el proyecto divino, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz, tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales[8]. En las palabras de San Pablo, la Redención se nos revela como una verdadera y propia nueva creación, en la que todo es reconciliado con Dios, restituido a Él, en Cristo, a quien corresponde ser «el primero en todo»[9].

Se trata del misterio del Reino de Dios, que se desarrolla en la tierra a través de la Iglesia. Sólo al final de los tiempos podremos contemplar su plena realización[10]: cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas[11]. Mientras tanto, la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios (...) con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios[12]. Pero ya desde ahora la Iglesia edifica el Reino de Cristo en el mundo. En esta edificación, el factor decisivo es la Eucaristía, como afirma el Santo Padre Juan Pablo II: «En este Sacrificio, por una parte, está presente del modo más profundo el Misterio trinitario, y por otra está como “recapitulado” todo el universo creado»[13]. En el sacrificio de Cristo, cabeza del Cuerpo que es la Iglesia, todas las criaturas bendicen —con el hombre— al Señor, como recita el Cántico de los tres jóvenes, que constituye una de las más antiguas plegarias para la acción de gracias después de la Misa: Benedicite omnia opera Domini Domino...[14]. Subrayando esta dimensión cósmica de la Redención, el Papa añade que, en la Santa Misa, la Iglesia ofrece «sobre el altar de la tierra entera el trabajo y el sufrimiento del mundo». Y concluye: «En la Eucaristía, Cristo devuelve al Padre todo lo que de Él proviene. Se realiza así un profundo misterio de justicia de la criatura hacia el Creador. Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo que de Él ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda»[15].

2. La Santa Misa encierra, pues, una llamada explícita de Dios a los cristianos, para que se empeñen en la satisfacción de esta deuda mediante su trabajo en el mundo; es una llamada a plasmar toda la realidad creada, continuando la obra de la creación e informando con el espíritu de Cristo —en armoniosa unidad de vida— todas las ocupaciones terrenas, y encaminando sus actividades a manifestar la gloria de Dios. Proclama el Concilio Vaticano II: «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por eso, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico»[16].

El mismo Concilio, ilustrando este aspecto de la misión de la Iglesia, que obra visiblemente para el crecimiento del Reino de Cristo en el mundo, comenta que ese crecimiento está «profetizado en las palabras de Cristo acerca de su muerte en la Cruz: “Y Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32 gr.). La obra de nuestra Redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por medio del cual “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1 Cor 5, 7)»[17].

Este pasaje trae a nuestra memoria un momento muy significativo de la vida del Beato Josemaría. Era el 7 de agosto de 1931. De cuando en cuando, el Señor irrumpía en su alma y la iluminaba, con luces nuevas, para que adquiriera una comprensión más profunda del contenido teológico y del alcance eclesial de la misión del Opus Dei, fundado por inspiración divina el 2 de octubre de 1928.

Aquel día de 1931 —fiesta, en Madrid, de la Transfiguración del Señor—, mientras celebraba la Santa Misa con un recogimiento muy intenso, vibrante con el deseo de entregarse completamente a la realización de la Voluntad divina, el Beato Josemaría escuchó dentro de sí el pasaje evangélico que hemos leído hace un momento en el texto conciliar. Pero sigamos su propia narración: «Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme —acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso—, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: “et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum” (Jn 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo». Esta locución imprevista era la premisa de una gracia, estrechamente unida a su misión fundacional. He aquí su descripción: «Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas»[18]. Era una nueva confirmación de la raíz evangélica del espíritu del Opus Dei y de su misión en la Iglesia: difundir la conciencia de la vocación universal a la santidad y la comprensión del trabajo profesional como ámbito y medio de santificación[19].

3. ¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Queridísimos candidatos al sacerdocio: reflexionad sobre la grandeza de vuestra tarea. Considerad el lazo que, a la luz de la eficacia redentora de la Santa Misa, une el ministerio sacerdotal a la instauración del Reino de Dios en la tierra, mediante el trabajo recto de los cristianos en la sociedad. Hay una relación inseparable entre fe y obras, oración y trabajo, liturgia y vida, función del sacerdote y papel de los laicos, sacerdocio ministerial y sacerdocio común, en la única misión de la Iglesia. Cada vez que os acerquéis al altar para celebrar la Eucaristía, ofreceréis al Padre, con el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo, el trabajo, la fatiga, las dificultades y sufrimientos de todos los hombres. Contribuiréis de modo escondido —¡pero con qué eficacia!— a la santificación del mundo entero. Pedid, pues, al Señor un corazón sacerdotal capaz —como el del Beato Josemaría— de abrazar a todas las criaturas.

A este propósito, os leo un texto suyo, muy elocuente: «Celebro la Misa con todo el pueblo de Dios. Diré más: estoy también con los que aún no se han acercado al Señor, los que están más lejanos y todavía no son de su grey; a ésos también los tengo en el corazón. Y me siento rodeado por todas las aves que vuelan y cruzan el azul del cielo, algunas hastas mirar de hito en hito al sol (...). Y rodeado por todos los animales que están sobre la tierra: los racionales, como somos los hombres, aunque a veces perdemos la razón, y los irracionales, los que corretean por la superficie terrestre, o los que habitan en las entrañas escondidas del mundo. ¡Yo me siento así, renovando el Santo Sacrificio de la Cruz!»[20].

En esos momentos, acordaos de modo especial de todos los fieles de la Prelatura, comprometidos en las más diversas actividades humanas —por su vocación cristiana— a buscar la santidad justamente en el trabajo profesional, y de tantas otras personas que colaboran en nuestros apostolados. Éste es vuestro primer servicio a la Iglesia. En esta perspectiva, me gusta recordaros el ejemplo heroico del Beato Josemaría en el ejercicio del ministerio de la Penitencia: este sacramento, en efecto, resulta indispensable en la economía de la santidad; de modo particular, para administrar y recibir dignamente la Eucaristía.

4. Permitid que os traiga a la memoria otro momento de la biografía de nuestro santo Fundador, íntimamente relacionado —a mi parecer— con el que hace un momento he recordado. Se trata de una prueba más del grado de identificación con el misterio eucarístico, que llegó a alcanzar el Beato Josemaría. El 24 de octubre de 1966, nos confiaba: «A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino»[21].

Pocas semanas después, añadía: «A Cristo también le costó esfuerzo (...). Su Humanidad Santísima se resistía a abrir los brazos en la Cruz, con gesto de Sacerdote eterno. A mí nunca me ha costado tanto la celebración del Santo Sacrificio como ayer, cuando sentí que también la Misa es Opus Dei. Me dio mucha alegría, pero me quedé hecho migas»[22].

No se trata sólo de un texto sugestivo. A todos nosotros, a vosotros, queridos candidatos al sacerdocio, nos descubre un horizonte amplísimo de empeño espiritual: la celebración de la Santa Misa requiere que el sacerdote, a ejemplo de Cristo, gaste todas sus energías en un efectivo holocausto por las almas. Y, con el ejemplo, el empeño por guiarlas a poner en práctica la súplica que elevamos hoy a Dios en la III Plegaria eucarística: «Que Él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos»[23]. Toda la vida de los cristianos —sacerdotes y laicos—, todo su trabajo, se convierte así, de algún modo, en una Misa: ofrecimiento de sí mismos a Dios, en Cristo, para la salvación del mundo.

Queridísimos, en verdad es grande la misión para la que hoy la Iglesia os llama y os capacita. Permaneced unidos al Papa y a los Obispos; de modo especial, deseo invitaros a rezar a Dios por el Cardenal Vicario de Roma y por sus Obispos auxiliares. Implorad al Señor de la mies que envíe muchos trabajadores a su campo: el mundo tiene necesidad de sacerdotes santos. Prodigaos en el ministerio a favor de todas las almas, comenzando por las de los fieles de la Prelatura. Sed siempre instrumentos de unidad en el Opus Dei, para servir con eficacia a la Iglesia, como habéis aprendido del Beato Josemaría y de su primer sucesor, Mons. Álvaro del Portillo.

Pido de corazón a todos los presentes la limosna de su oración por estas intenciones. En primer lugar, la de los padres, parientes y amigos de los candidatos al sacerdocio. Su ordenación es un don divino también para cada uno de vosotros, una invitación que el Señor os dirige personalmente a profundizar cada vez más en el misterio de la Iglesia y a trabajar por el Reino de Cristo: vuestro hijo, vuestro hermano, rezará cada día por cada uno de vosotros.

Que María Santísima, Madre de la Iglesia, haga arder en nuestros corazones un amor inextiguible a su Hijo; que nos ayude a transformar toda nuestra vida y nuestro trabajo diario en ofrenda a Dios Padre, en unión con el Sacrificio de Cristo, en el gozo del Espíritu Santo. Así sea.

[1] Canto de entrada.

[2] Ef 1, 10.

[3] Cfr. Col 1, 16-18.

[4] Cfr. Gal 4, 4.

[5] Col 2, 9.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 115.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n.112.

[8] Col 1, 20.

[9] Col 1, 18.

[10] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21-XI-1964, n. 48.

[11] 1 Cor 15, 28.

[12] Rm 8, 19-21.

[13] JUAN PABLO II, Don y misterio, p. 90.

[14] Dan 3, 57.

[15] JUAN PABLO II, Don y misterio, p. 91.

[16] CONCILIO VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 18-XI-1965, n. 5.

[17] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 3.

[18] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, 7-VIII-1931, en Apuntes íntimos, n. 217.

[19] La Neovulgata introduce en el texto de San Juan una variante respecto a la versión de la antigua Vulgata: no dice “atraeré todo (omnia) a mí”, sino “atraeré todos (omnes) a mí”. Entre las dos dicciones no hay contradicción: a través de la elevación de los hombres a Dios, todas sus obras, la creación entera, viene elevada a Dios, recapitulada en Cristo.

[20] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en un reunión familiar, 22-V-1970 (AGP, P01 X-1970, p. 25).

[21] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, 24-X-1966 (AGP, P01 1990, p. 69).

[22] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, 9-XI-1966 (AGP, P01 1990, p. 69).

[23] Ordinario de la Misa, Plegaria eucarística III.

Romana, n. 25, julio-diciembre 1997, p. 269-274.

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