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El Obispo Prelado del Opus Dei presidió la inauguración del año académico 1997-98 del Pontificio Ateneo de la Santa Cruz. Durante el acto pronunció el discurso que se recoge a continuación. Roma (6-X-1997)

1. En los días anteriores, cuando pensaba en este acto académico, me venía a la cabeza que el Beato Josemaría empezaba a veces sus encuentros pastorales, con grupos de personas más o menos numerosos, citando una frase de la Sagrada Escritura: Dicite iusto quoniam bene[1]. Palabras que él traducía así: «¡Bien! ¡Lo estáis haciendo muy bien!». Era una frase de ánimo y de sincero agradecimiento por el trabajo apostólico realizado y por los frutos que esas mismas personas, inmersas en los problemas y preocupaciones de la actividad diaria, quizá no llegaban a percibir con plenitud.

Ahora me dirijo a todos vosotros —profesores, alumno y personal no docente del Pontificio Ateneo de la Santa Cruz— del mismo modo que lo hacía el Beato Josemaría: «¡Bien! ¡Lo estáis haciendo muy bien!». Y no lo digo pensando sólo en lo que se ha recordado en la Memoria del año académico recién transcurrido. Quiero referirme, en cambio, sobre todo, a las horas de estudio, de enseñanza o de investigación, a las horas de trabajo silencioso y constante en las oficinas, a todas vuestras actividades que, a menudo, escondidas, producen sin embargo muchos frutos, aunque, en muchos casos maduren lentamente y no sean siempre inmediatamente visibles desde el exterior.

2. Hace algún tiempo, uno de vosotros me contó que, hablando de su trabajo de enseñanza y de investigación con un viejo amigo, al que no veía desde hacía años, éste le decía: «¡Qué suerte tienes! También a mí me gustaría poder dedicarme a un trabajo parecido!» Después añadía el motivo de esta valoración: pensaba que se trataba de una actividad apasionante, poco productiva sólo en apariencia, pero de gran eficacia, por el profundo influjo del desarrollo del pensamiento cristiano sobre las personas y sobre la sociedad entera.

Lo que puede y debe transformar realmente nuestra época en una «primavera cristiana»[2] son los valores y los ideales que procuráis conocer más a fondo, enseñar y vivir; en una palabra, la verdad y el amor de Cristo. Por esto, os digo yo también, profesores, estudiantes y cuantos trabajáis en estos edificios: sabed agradecer a Dios la espléndida oportunidad que os ha concedido, llamándoos a ser sal y luz, y tratad de corresponder generosamente, como decía el Beato Josemaría: con santidad, con buen humor y con esfuerzo, porque hay que dar la vida[3]. También mi amadísimo predecesor, Mons. Álvaro del Portillo, repetía: estas Facultades eclesiásticas merecen un generoso sacrificio por parte de todos.

Precisamente este era el deseo manifestado por el Santo Padre para todos nosotros, en una de las actividades del reciente Congreso Eucarístico Nacional celebrado en Bolonia: dar gracias a Dios, sobre todo en la Santa Misa, por los bienes, también naturales, que nos concede, para que nuestra gratitud, unida al valor infinito del Sacrifico de Cristo, llegue a ser eucaristía, una acción de gracias verdaderamente agradable a Dios.

3. En Don y misterio, el libro que Juan Pablo II ha escrito con ocasión de su jubileo sacerdotal, muchos de vosotros —por las circunstancias que estáis viviendo— habréis encontrado particularmente estimulantes las páginas en las que el Santo Padre recuerda los años transcurridos en Roma como estudiante: su llegada a la Ciudad Eterna, deseoso de seguir el consejo recibido del rector del seminario de Cracovia: «aprender Roma misma»; sus experiencias en las aulas universitarias, la amistad con los compañeros de Colegio; el agradecimiento a los profesores...«Vuelvo a menudo a aquellos años con la memoria llena de emoción —son sus palabras—. Al regresar (de Roma) llevaba conmigo no sólo un mayor bagaje de cultura teológica, sino también la consolidación de mi sacerdocio y la profundización de mi visión de la Iglesia ¡Aquel periodo de intenso estudio junto a las Tumbas de los Apóstoles me había dado tanto desde todos los puntos de vista!»[4].

¡Yo os deseo a todos los estudiantes, en el comienzo de este nuevo año académico, una experiencia similar! ¡Que este periodo romano deje en vuestra vida un surco profundo! ¡Que también vosotros sepáis aprender Roma! Que, a través del estudio, el crecimiento en la vida espiritual, el trato con los profesores y los compañeros, lleguéis a un conocimiento y un amor profundo de Cristo y de su Iglesia. Deseo para vosotros que, en estos años, vuestro corazón se haga cada vez más romano —es decir, católico, universal— y que lata al unísono con el Corazón de Cristo y con el de Su Vicario en la tierra.

4. Dicite iusto quoniam bene! El ¡bien! que digo ahora a todos, no es, sin embargo, sólo un reconocimiento de lo que habéis hecho hasta ahora, sino que quiere ser también un estímulo, para que continuéis empeñándoos cada día más, conscientes de la importante dimensión apostólica de vuestro trabajo, al servicio de la Iglesia y de todas las almas. Especialmente, quien entre vosotros comienza este año sus estudios o su trabajo, espero que pueda proseguir largamente en el camino comenzado, mejorando cada vez más la tradición y el espíritu de este Pontificio Ateneo.

Pienso, de modo especial, en este momento, en los estudiantes y los profesores de la Facultad de Comunicación Social Institucional, que comienza ahora el ciclo de Licenciatura, y en aquellos profesores y estudiantes que este año darán vida a la nueva especialización en Historia de la Iglesia, dentro de la Facultad de Teología. A vosotros, que sin duda sentís la responsabilidad de abrir estos nuevos ámbitos dentro del Ateneo, quiero asegurar, de manera todavía más explícita, la ayuda de mi oración, el esfuerzo de todas las autoridades académicas y la colaboración activa de todo el profesorado.

Os invito a cada uno, como ya he tenido oportunidad de decir en la homilía de la Misa, a dejaros guiar por el divino Paráclito. Anunciando que este segundo año de preparación para el Gran Jubileo del 2000 estaba dedicado al Espíritu Santo, el Santo Padre ha escrito: «El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26)»[5]. A su guía y protección, por intercesión de Santa María, «la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza»[6], confío vuestro trabajo de profesores, estudiantes y personal no docente del Pontificio Ateneo de la Santa Cruz para el año académico 1997-98, que declaro ahora inaugurado.

[1] Is 3, 10 (Vulg).

[2] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n.18; Litt. enc. Redemptoris missio, 7-XII-1990, n. 86.

[3] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, AGP, P10 1996, p. 93.

[4] JUAN PABLO II, Don y misterio, Madrid 1996, p. 73.

[5] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Tertio millennio adveniente, n. 44.

[6] Ibid. n. 48.

Romana, n. 25, Julio-Diciembre 1997, p. 288-281.

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