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Discurso pronunciado en el Simposio en memoria del Card. Höffner, organizado por el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz. Roma (30-X-1997)

Eminencias Reverendísimas,

Excelentísimos Señores,

Señoras y Señores.

Son bien conocidas las palabras de Santo Tomás de Aquino sobre la virtud de la amistad: «No todo amor tiene razón de amistad, sino el amor que entraña benevolencia, es decir, cuando de tal manera amamos a alguien que queremos el bien para él»[1]. El bien que compartían el Cardenal Joseph Höffner y el Beato Josemaría Escrivá, y que hizo posible el establecimiento de una sólida amistad entre ellos, era el amor apasionado a Cristo y a su Cuerpo Místico y, por tanto, el amor y defensa de la fe católica recibida y transmitida en la Iglesia, sin solución de continuidad, desde los tiempos apostólicos, bajo la guía del Magisterio eclesiástico.

Con gran alegría tomo la palabra en este acto conmemorativo del que fue Arzobispo de Colonia, promovido por el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz con ocasión del 10º aniversario de su fallecimiento. Me mueven, en primer lugar, sentimientos de reconocimiento hacia la persona de quien fue dignísimo Cardenal de la Iglesia Romana, eminente profesor y estudioso de Teología y de Ciencias sociales y, sobre todo, pastor de almas.

Además, como Prelado de esta porción del Pueblo de Dios que es el Opus Dei, siento un deber de particular gratitud hacia el Cardenal Höffner porque siempre bendijo y apoyó —con verdadero espíritu católico— la labor apostólica de los fieles de la Prelatura en su diócesis. Siguió en esto las huellas de su antecesor, el inolvidable Cardenal Frings, que concedió la venia para la erección de los primeros Centros del Opus Dei en Colonia, ya en los lejanos años 50.

Estos sentimientos estaban siempre vivos en mi predecesor al frente del Opus Dei, S.E. Mons. Álvaro del Portillo, que —como el Beato Josemaría Escrivá— era un hombre profundamente agradecido. Recuerdo su dolor al conocer la noticia del fallecimiento del Cardenal Höffner, con quien le unían vínculos de amistad y afecto recíprocos, y su decisión inmediata de participar en los solemnes funerales que se celebraron en la catedral de Colonia, el 24 de octubre de 1987, aunque en aquellos días se hallaba empeñado en los trabajos de la VII Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos, como miembro de nombramiento pontificio.

El tema que me ha sido sugerido para este simposio es bien significativo: mostrar cómo la amistad que unió al Cardenal Joseph Höffner y al Beato Josemaría Escrivá se tradujo en frutos de servicio a la Iglesia. Yo añadiría más; diría que esa amistad se forjó como consecuencia del gran amor que los dos profesaban a la Esposa de Cristo. En efecto, la auténtica amistad, de la que los Libros Sagrados tejen tantas alabanzas[2], sólo se desarrolla entre quienes comparten los mismos bienes. «Entre los hombres —explica San León Magno— se da una fuerte amistad cuando les ha unido la semejanza de costumbres»[3].

Concretas circunstancias históricas propiciaron que —desde el primer encuentro entre el Arzobispo de Colonia y el Fundador del Opus Dei, en 1971—, se estableciera una mutua corriente de simpatía y estima, que se transformó inmediatamente en sincera amistad. Eran los años inmediatamente sucesivos a la conclusión del Concilio Vaticano II: tiempos de grandes esperanzas en la renovación de la vida eclesial, de la que tantos frutos se aguardaban, pero que tenía su contrapartida en el peligro de que la oleada secularista —ya activa por entonces en la sociedad civil— afectara a la Iglesia, si esas reformas no eran llevadas a cabo con rectitud y prudencia sobrenaturales, en filial unión con el Romano Pontífice. Los vientos renovadores, suscitados por el Espíritu Santo, corrían el peligro de transformarse en una tempestad, capaz de entorpecer la gran obra emprendida por el Papa Pablo VI, en continuidad viva con la Tradición de la Iglesia, para la aplicación del Concilio Vaticano II.

En aquellos años, era fácil dejarse llevar por un sentimiento de euforia que, sobre las alas de una fuerte campaña de opinión pública, clamaba por una ruptura radical con el pasado. El Romano Pontífice denunció tal peligro en muchas intervenciones públicas, pero no fue siempre escuchado. Sólo las mentes clarividentes, alertadas por su amor a la Iglesia, supieron discernir los síntomas de la crisis que se abatía sobre la Iglesia —con especial fuerza en los años 70— y hacerle frente. Entre esas figuras se encontraban el Cardenal Joseph Höffner y el Beato Josemaría Escrivá; y esta sintonía de espíritus propició la amistad entre los dos.

El mencionado encuentro entre el Cardenal Arzobispo de Colonia y el Fundador del Opus Dei tuvo lugar en octubre de 1971. Se celebraba en Roma la III Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos, en cuya agenda figuraban dos temas: “El sacerdocio ministerial” y “La justicia en el mundo”. Temas candentes, ampliamente discutidos en aquellos momentos, cuando fuertes presiones secularistas trataban de distorsionar la imagen del sacerdote y de su misión en el mundo. Especialmente se ponían en tela de juicio el carácter sobrenatural del sacerdocio y el celibato sacerdotal. No eran muchos los que se daban cuenta cabal del peligro que entrañaba una cesión en puntos tan cruciales para la vida y el ministerio de los presbíteros.

En esas circunstancias, la común fidelidad a la doctrina católica, la estrecha unión a la Sede de Pedro, la clara percepción de que en la doctrina de la Iglesia se hallaban las soluciones más dignas y humanas a los problemas sociales, sin concesiones a ideologías materialistas, constituyeron seguros puntos de contacto entre el Cardenal Höffner y el Beato Josemaría. Se cumplió lo que expresa admirablemente San Juan Crisóstomo: «El amor que tiene por motivo a Cristo es firme, inquebrantable e indestructible. Nada, ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte, ni cosa semejante, será capaz de arrancarlo del alma»[4].

En 1971, aprovechando su estancia en Roma, el Cardenal Höffner había sido invitado a dar una conferencia en el Aula Magna de la Residenza Universitaria Internazionale, tarea apostólica promovida por algunos fieles del Opus Dei, en el curso de unas jornadas organizadas por el Centro Romano di Incontri Sacerdotali (CRIS) bajo el título de “La crisis de la sociedad permisiva”. Participaron en esas jornadas como ponentes, además del Arzobispo de Colonia, el Profesor Jerôme Lejeune, catedrático de Genética fundamental en la Universidad de París, y el Profesor Augusto del Noce, catedrático de Historia de las Doctrinas Políticas en la Universidad de Roma. El Cardenal Höffner disertó sobre “El sacerdote en la sociedad permisiva”. Uno de esos días, Mons. Escrivá lo invitó a almorzar en la sede central del Opus Dei, donde mantuvieron un largo coloquio en el que comprobaron la coincidencia de sus respectivos puntos de vista, en torno a los grandes temas de la realidad eclesial.

Permitidme que añada un recuerdo personal de aquel primer encuentro. Al terminar el almuerzo, el Beato Josemaría fue con su ilustre huésped a hacer una visita al Santísimo en el oratorio del Consejo General del Opus Dei. Al finalizar esos instantes de adoración eucarística, tras mostrarle las vidrieras que representan diversas escenas del Nuevo Testamento y algunos bajorrelieves con ángeles, le invitó a fijar su atención en la inscripción grabada sobre el dintel de unas puertas; una frase tomada de los Hechos de los Apóstoles: omnes perseverantes unanimiter in oratione (cfr. Act 1, 14), y le dijo: «Señor Cardenal, éste es el secreto y la fuerza del Opus Dei: la oración de todos». El Cardenal Höffner asintió, convencido.

Años después, el Cardenal de Colonia recordaba claramente ese primer encuentro; lo rememora en la carta que envió al Vicario Regional del Opus Dei en Alemania, con ocasión del fallecimiento del Fundador. «He conocido personalmente al que ahora se ha ido junto al Señor —escribía en fecha 3 de julio de 1975—, y desde el primer momento admiré su forma de ser cariñosa, natural, humanamente cercana y alegre, fundamentada profundamente en el amor a Cristo. En las conversaciones con él, tenía la seguridad de encontrarme ante un hombre que vive de la fe y que ama de corazón a Cristo y a su Iglesia. Nuestra conversación sólo tuvo un tema: Cristo y su tarea de difundir la Buena Nueva y de aunar cada vez más las almas en la Iglesia de Cristo. Precisamente en los últimos años, en los que se extendía la inseguridad religiosa, su Fundador ha dado firmeza en la fe a innumerables personas. Su amor filial a la Iglesia y al Santo Padre se transmitía a otras personas».

Viene también a mi memoria la primera vez que, después del tránsito de Monseñor Escrivá al Cielo, el Cardenal Höffner volvió al lugar de aquella conversación. Nos comentó que había dado muchas gracias al Señor, recordando su amistad con el Fundador del Opus Dei, y que experimentaba especialmente un gran dolor. Habían quedado de acuerdo en que, siempre que coincidieran, continuarían hablando de las inquietudes y de los modos de buscar otras soluciones a los problemas de la vida de la Iglesia. Añadía que le constaba que Monseñor Escrivá deseaba hablarle de tantos temas que llevaba en el alma, y nos precisó que siempre sintió el deseo de reanudar esas conversaciones con el Fundador, porque su trato y su doctrina causaban un gran beneficio a su alma de Pastor. Ahora le pedía —concluía el Cardenal Höffner— que, con su amistad, le siguiera ayudando desde el Cielo.

Por su parte, también el Beato Josemaría descubrió en el Cardenal de Colonia un alma reciamente cristiana, firmemente enamorada de Cristo y de la Iglesia. Puedo afirmar, porque se lo oí decir en más de una ocasión, que el trato y la amistad con el Cardenal Höffner, su unión con el Romano Pontífice y su fortaleza en la fe, habían supuesto para él una inyección de optimismo sobrenatural, en medio de aquellas tormentas en la vida eclesial de los años 70. A este propósito, me place leer unos párrafos de la carta que el Beato Josemaría, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, dirigió el 4 de marzo de 1974 al Cardenal Höffner en cuanto Presidente de la Conferencia Episcopal alemana, para comunicarle que se disponía a conferir el doctorado honoris causa a Mons. Hengsbach, entonces Obispo de Essen y posteriormente creado Cardenal.

Tras destacar «los múltiples méritos personales de Mons. Hengsbach en la promoción y defensa de los derechos y valores de la vida de la Iglesia», el Gran Canciller de la Universidad de Navarra elencaba un motivo de fondo en la concesión de ese honor: «honrar, en sus Pastores, al Catolicismo alemán por la ayuda amplia y generosa que, bajo formas diversas, presta a la Iglesia universal en muchas partes del mundo». Y añadía: «Sepa Usted, Eminencia Reverendísima, que en medio de esta dolorosa noche de prueba que la Iglesia está atravesando, es para mí muy confortante ver Pastores de almas, como Vuestra Eminencia y Mons. Hengsbach, empeñados con tanta firmeza y valentía en sostener la fe y la moral de los fieles católicos, y para impulsarlos a abrazar con amor sus responsabilidades de cristianos en medio del mundo. También por esto recuerdo a Vuestra Eminencia todos los días con mucho afecto en la Santa Misa y en mis oraciones al Señor».

Serían suficientes estos textos para ilustrar, como afirmaba al principio, que la amistad que unió a estos dos grandes hombres se edificó desde el primer momento sobre el fundamento común del amor a Cristo y a la Iglesia, y que siempre estuvo orientada al servicio incondicionado de la Esposa de Cristo, alcanzando de este modo la estabilidad y firmeza propia de quienes están unidos in radice caritatis, por la raíz de una misma caridad sobrenatural. Porque, en palabras de San Agustín, «no hay amistad verdadera sino entre aquéllos a quienes Tú, Señor, aglutinas entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo»[5].

De la compenetración y estima entre los verdaderos “viri ecclesiastici” se origina un enriquecimiento personal mutuo, que necesariamente repercute en el bien de la Iglesia y de las almas. Mons. Escrivá apreciaba, como hemos visto, la fidelidad en la doctrina y la unión con el Papa que caracterizaba al Arzobispo de Colonia, y el ejemplo de este insigne Pastor de almas —como el de tantos otros prelados que tuvo ocasión de conocer y estimar— le ayudó indudablemente a mantenerse a su vez firme en la fe y completamente dedicado al bonum animarum del pusillus grex que el Señor le había confiado.

Por su parte, el Cardenal Höffner se benefició de algunos puntos esenciales del espíritu del Opus Dei, transmitidos por el Fundador con su conversación y sus escritos. Le impresionó especialmente la profundidad y eficacia con que el Beato Josemaría enseñaba que la gracia divina no destruye lo humano, sino que lo refuerza y vigoriza. Así lo reconoció públicamente el Cardenal de Colonia, durante la homilía que pronunció el 19 de septiembre de 1984 en la ceremonia de dedicación del altar de la Residencia universitaria Maarhof, promovida en su diócesis por fieles de la Prelatura del Opus Dei.

En la misma ocasión, subrayaba el optimismo del Beato Josemaría ante todo lo que ha salido de las manos de Dios y, en concreto, el respeto con que hablaba del cuerpo humano, que lleva en sí —junto con el alma— la imagen de Dios. Al mismo tiempo, el Cardenal Höffner señalaba la necesidad de mantener sujeto el cuerpo mediante una prudente mortificación. Esto lo afirmaba públicamente en momentos en que, en su país, había personas que se escandalizaban farisaicamente de los cristianos que —siguiendo una tradición multisecular de la Iglesia— se esforzaban por secundar el consejo de San Pablo en esta materia[6]. «Hoy en día —afirmaba el Cardenal Höffner—, cuando vemos a tantos hombres y mujeres que destruyen y profanan su cuerpo entregándose a la bebida y a las drogas, me parece esta doctrina más importante que nunca»[7].

Otro punto de singular coincidencia se refiere a la colaboración de sacerdotes y laicos en la única misión de la Iglesia. Cuando en algunos lugares se elevaban voces que, de una parte, reclamaban para los laicos funciones que competen al ministro ordenado, y, de otra, impulsaban al sacerdote a dejar de lado el ministerio sacramental para dedicarse a tareas seculares, tanto el Fundador del Opus Dei como el Arzobispo de Colonia expusieron con claridad la doctrina de la Iglesia. «Los creyentes —decía el Cardenal Höffner— no desean un sacerdote “moderno” que se ocupe de sus intereses y se mezcle constantemente en la conducta y orientación de sus vidas,un sacerdote que se adapte incesantemente al mundo, sino un siervo de Cristo, un “testigo y dispensador de una vida distinta de la terrena” (Presb. ord. 3). El servicio sacerdotal —proseguía— no puede considerarse como una actividad puramente humanitaria y social, como si la Iglesia fuese un especie de Cruz Roja cristiana. A la misión del sacerdote o del ministerio sacerdotal no pertenece actuar directamente sobre las estructuras sociales, ni modificar las estructuras y relaciones de este mundo»[8].

Por su parte, en ese mismo año, el Beato Josemaría escribía a un grupo de fieles del Opus Dei que recibirían la ordenación sacerdotal: «Vais a llegar al presbiterado después de haber trabajado y vivido como seglares cada uno en su nación de origen (...). Ahora habréis de ser sacerdotes, totalmente sacerdotes, y dedicaros con todas vuestras fuerzas a vuestro ministerio». Y añadía: «Los sacerdotes sólo debemos hablar de Dios. No hablaremos de política, ni de sociología, ni de asuntos que sean ajenos a la tarea sacerdotal. Y haremos así amar a la Santa Iglesia y al Romano Pontífice»[9].

En la conferencia en Roma a que antes me refería, el Cardenal Höffner consideraba que, en otros momentos de la historia de la Iglesia (se refería explícitamente a la crisis del siglo XVI, sobre todo en Europa central), fue posible superar aquellos duros momentos gracias también a núcleos de fieles en los que «laicos y sacerdotes trabajaban juntos, apoyándose, animándose, reforzándose unos a otros», de modo que «rezaban juntos y trabajaban con sentido misionero en su propio ambiente» Se auguraba que los mismo sucediese en los momentos actuales: «la formación de células de personas con los mismos objetivos, que quieran dar nueva vida a la Iglesia y no lacerarla con críticas destructivas»[10].

Es bien conocido como el Fundador del Opus Dei, inspirado por Dios, dedicó toda su vida a promover entre los cristianos corrientes de todos los estratos sociales la conciencia de la llamada a la santidad en el trabajo profesional y en las circunstancias ordinarias de la vida. Gracias a Dios, esos anhelos suyos son desde hace muchos años una fecunda realidad al servicio de la Iglesia. La Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, en efecto, fomenta en los sacerdotes y en los laicos la urgencia de responder con plenitud a las exigencias de la vocación bautismal y les ofrece la formación doctrinal, ascética y apostólica necesaria para que, cooperando orgánicamente entre sí y en comunión con el Papa y el Colegio Episcopal, sean fermento de vida cristiana en todos los ámbitos de la sociedad.

El Cardenal Joseph Höffner supo apreciar este espíritu, y por ello bendecía a Dios, de Quien descienden todas las gracias[11]. «La Obra —decía con alegría en la carta que escribió en 1975, tras el tránsito al Cielo de Monseñor Escrivá— se ha extendido por todo el mundo (...). Durante mi visita al Japón hace algunos años pude ver un poco del apostolado universal del Opus Dei. En su Fundador ardía aquel fuego, que el Señor ha traído a la tierra para que arda (cfr. Luc 12, 49). Monseñor Escrivá se daba cuenta dónde comenzaba algo nuevo y actuaba el Espíritu de Dios. El Señor le premiará todo lo que ha hecho por la Iglesia desde el año 1928».

Este mismo augurio expreso yo, al conmemorar el 10º aniversario del fallecimiento del Cardenal Joseph Höffner. Que el Señor premie con abundancia todo el bien que llevó a cabo por la Iglesia y por las almas, en su fecunda y dilatada existencia.

[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th. II-II, q. 23, a. 1.

[2] Cfr. Sir cap. 6.

[3] SAN LEÓN MAGNO, Homilia 12, 1.

[4] SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matthæum homiliæ, 60, 3.

[5] SAN AGUSTÍN, Confessiones 4, 4, 7.

[6] «Castigo corpus meum et in servitutem redigo, ne forte, cum aliis prædicaverim, ipse reprobus efficiar» (1 Cor 9, 27). «Semper mortificationem Iesu in corpore circumferentes, ut et vita Iesu in corpore nostro manifestetur» (2 Cor 4, 10).

[7] Estos mismos conceptos los desarrollaría extensamente el Cardenal Höffner en una entrevista concedida a la agencia periodística alemana KNA, el 23 de agosto de 1984.

[8] CARD. J. HÖFFNER, Il sacerdote nella società permissiva, conferencia en el simposio organizado por el CRIS, Roma, 24-X-1971, en “Documenti CRIS”, n. 3, noviembre de 1971.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta a los nuevos sacerdotes, 10-VII-1971.

[10] CARD. JOSEPH HÖFFNER, cit.

[11] Cfr. Sant 1, 17.

Romana, n. 25, julio-diciembre 1997, p. 291-297.

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