envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Il 14-II-1992, S.E.R. Mons. Alvaro del Portillo, Gran Cancelliere dell'Università di Navarra, nella Messa per la dedicazione dell'altare del nuovo oratorio della Clinica Universitaria, ha tenuto la seguente omelia.

También nosotros damos gracias a la Trinidad Santísima con la fuerza del Pueblo de Israel, que demostró un júbilo extraordinario al recuperar el Templo, que había sido profanado. Durante ochos días —así lo relata la Escritura Santa— celebraron la dedicación del altar y ofrecieron con alegría holocaustos y el sacrificio de comunión y de acción de gracias[1]. Es el gozo cristiano que veo yo en vuestros rostros al disponeros ahora a esta solemne Dedicación. También vosotros, y muchos más que no están aquí —Consejo de Dirección, pacientes, amigos, médicos y enfermeras, empleados de la Clínica—, habéis contribuido con vuestro trabajo o con vuestras limosnas, como aquellos israelitas, a que este espléndido Oratorio, tan capaz y tan adecuado a las necesidades pastorales de la labor, sea, finalmente, una realidad. Una realidad, dedicada por entero al servicio de la vida de fe de esta gran comunidad humana, siempre en permanente renovación, que es la Clínica universitaria de Pamplona. Pero esa alegría, me atrevo a subrayar, es más grande, si cabe, para mí. Por muchos motivos bien claros; entre ellos, y no es el menor, porque también yo soy vuestro paciente, queridas enfermeras, queridos médicos, querido personal que aquí trabaja: he experimentado, por tanto, lleno de agradecimiento, la calidad profesional y cristiana de vuestro quehacer.

Pero me doy cuenta de que no puedo seguir adelante sin hablar en voz alta de algo que vosotros y yo tenemos en el corazón. Me refiero a la figura inolvidable del Fundador de esta Universidad, de nuestro Padre, que el próximo 17 de mayo su Santidad Juan Pablo II se dispone a beatificar. ¡El Señor ha llamado como fundador y guía del lugar en el que desarrolláis vuestra tarea a un santo! ¡Qué responsabilidad la vuestra, hijos, y a la vez, qué seguridad! Mons. Escrivá de Balaguer amaba entrañablemente a esta Universidad y a esta Clínica. Las programó y las fundó; después las impulsó en su desarrollo, y, sobre todo, rezó incansablemente, diariamente, por esto que hoy es una realidad. Muchos de vosotros recordáis al vivo cómo os señalaba el camino y el esfuerzo de perfección en vuestra tarea cotidiana, cómo os exigía; y, a la vez, se viene a nuestra mente cómo le llenabais de admiración con vuestra ciencia y vuestro espíritu de servicio. Dejadme que os invite a que no olvidéis, en concreto, como os pedía que respondierais, en el afán de cada día, a este criterio suyo de siempre: no nos interesa como fin la Universidad o la Clínica; nos importan las personas, sus esfuerzos de santidad, sus deseos de actuar en cristiano; en pocas palabras, la vida limpia, leal, de las mujeres y los hombres que hacen y viven la Clínica y la Universidad: ¡eso es lo que importa a Dios, y eso es lo único que debe interesarnos a cada uno de nosotros! Así lo repetía Monseñor Escrivá de Balaguer, y yo os lo recuerdo, mientras invoco su intercesión sobre todos nosotros. Acudid a su auxilio en vuestras necesidades, seguros de que os atenderá, porque os seguía muy de cerca aquí en la tierra y ahora os sigue con más intensidad —con todo el Amor de Dios— desde el cielo.

Ese criterio suyo, que os he recordado, nos invita a adentrarnos en la celebración que hemos comenzado: la celebración eucarística y, dentro de ella, la solemne dedicación de este altar. Volvamos, por tanto, a considerar un poco el rito en el que participamos.

¿Que es el altar? Os lo diré con las palabras mismas del Ritual litúrgico: «El altar cristiano es (...) el ara peculiar en la cual el Sacrificio de la Cruz se perpetúa sacramentalmente para siempre, hasta la venida de Cristo; y es la mesa junto a la cual se reúnen los hijos de la Iglesia para dar gracias a Dios y recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo»[2]. Toda la razón de ser del altar es, pues, la Eucaristía, memorial y comunión: «el altar —sigue el Ritual— es la mesa del sacrificio y del convite, en la que el sacerdote, en representación de Cristo Señor, hace lo mismo que hizo el Señor en persona y encargó a los discípulos que hicieran en conmemoración suya»[3].

¿Qué significa el altar? Significa a Cristo mismo. Los antiguos Padres de la Iglesia, meditando la palabra de Dios, no dudaron en afirmar que Cristo fue, al mismo tiempo, la víctima, el sacerdote y el altar de su propio sacrificio. Aquí está concentrado el misterio eucarístico. Como sacerdote, Cristo se hace presente en la Santa Misa a través del Obispo o del Presbítero que recita in persona Christi la Plegaria Eucarística. Como víctima, Cristo se hará presente, bajo las especies eucarísticas, cuando el sacerdote, en el seno de la Plegaria, consagre el pan y el vino. Aquella presencia es —en lenguaje teológico— una presencia virtual; ésta, una presencia real_sustancial, fruto de la "transustanciación". A Cristo, como altar de su sacrificio, la tradición cristiana lo ha representado en los altares materiales de nuestros templos. Los cristianos siguieron así la tradición de Israel —y la tradición de las religiones, en general—, pero ahora desde la radical novedad del Testamento Nuevo, de la "nueva criatura". El altar ahora no santifica a la ofrenda, sino que es la ofrenda —el Santo Sacrificio que se celebra en el altar— el que santifica al ara de piedra. Este altar que me dispongo a dedicar es eso: un símbolo, un signo del mismo Cristo. Y esto hasta tal punto que los escritores eclesiásticos han hecho tradicional la expresión "el altar es Cristo"[4]. Por eso, el sacerdote, al comenzar y al terminar la Santa Misa, besa devotamente el altar: es el beso, lleno de ternura, a Cristo nuestro Señor, que me amó y se entregó a sí mismo por mí[5]. Ya veis cómo, en la celebración de la Eucaristía, todo es Cristo, o habla de Cristo, o significa a Cristo. No olvidéis esto nunca.

El altar, insisto, es la mesa para el sacrificio y el convite. Es instrumental; por tanto, está al servicio de esa increíble maravilla que es la Sagrada Eucaristía, «ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo», «la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida». Así os lo predicó el Padre en aquella celebración de la Misa en el campus de la Universidad[6].

He traído estas palabras suyas porque nos sitúan en el nivel adecuado para que yo pueda proponeros de nuevo con palabras de nuestro Padre algunas sugerencias sobre lo que hasta ahora hemos considerado.

«Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto»[7]. ¿No os parece profundamente significativo que aquí, en la Clínica universitaria, en el lugar mismo donde está vuestra batalla y vuestro trabajo; donde tocáis, de una manera o de otra, la experiencia cotidiana del dolor, de la vida y de la muerte; no os parece significativo que aquí, repito, en este oratorio y sobre este altar, se renueve cada día, con tanta frecuencia, el Santo Sacrificio de la Cruz? ¿No veis en este preciosísimo don una invitación divina a que la Eucaristía sea, en cada uno de vosotros, la raíz y el centro de vuestras vidas? ¿No es nuestra Liturgia de hoy un llamamiento a que el trabajo, el dolor y la alegría, la vida entera se transformen —radicados en la Eucaristía— en culto y homenaje a nuestro Dios? Pensadlo despacio. Y meditad también que ese Cristo, que se va a hacer presente en el altar durante esta sagrada celebración, permanecerá para vosotros en el Sagrario día y noche, y allí os espera: con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.

Escuchemos de nuevo a Monseñor Escrivá. «De ninguna forma podremos manifestar mejor nuestro máximo interés y amor por el Santo Sacrificio, que guardando esmeradamente hasta la más pequeña de las ceremonias prescritas por la sabiduría de la Iglesia.

»Y, además del Amor, debe urgirnos la "necesidad" de parecernos a Jesucristo, no solamente en lo interior, sino también en lo exterior, moviéndonos —en los amplios espacios del altar cristiano— con aquel ritmo y armonía de la santidad obediente, que se identifica con la voluntad de la Esposa de Cristo, es decir, con la Voluntad del mismo Cristo»[8]. Poned estas consideraciones de Forja en relación con estas otras de Camino: «Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo —mesa y ara—, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.

»—Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?»[9]. Ambos puntos —un criterio litúrgico, el de Forja; una experiencia espiritual del Padre, el de Camino— reflejan un único espíritu, claro y diáfano, que es, sencillamente, el de la Iglesia cuando rinde culto a Dios. Así vivía la Liturgia el Fundador de esta Universidad. Yo sé muy bien que aquí —así lo pido al Señor y su Madre Santísima— celebraréis la Sagrada Liturgia con profundidad y piedad digna, con la participación activa de todos, con todo vuestro sentido de la comunión eclesial, expresando así el cor unum et anima una[10] de los primeros cristianos.

Me detengo un poco en el pasaje evangélico que ha sido proclamado tan solemnemente, y deseo dirigirme de una manera especial a los enfermos, que son la razón de ser de la Clínica Universitaria. Las personas, no las cosas, os recordaba antes; las cosas, al servicio de las personas. Pues aquí, todo, personas y cosas, ha de estar —está— al servicio de las más queridas de las personas, de las que merecen más el cariño de todos: los enfermos, los pacientes de la Clínica. Tenéis todavía bien grabada la escena del Evangelio. Es el quinto misterio gozoso del Rosario: el Niño perdido y hallado en el Templo.

Cuando lo leía para comentarlo en esta celebración, unas palabras de la Santísima Virgen, tantas veces saboreadas, me parecieron cobrar una nueva luz pensando en los enfermos de la Clínica, que también nos siguen por el circuito interno de televisión. La Virgen, al encontrar por fin al Niño, le habló así: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, llenos de dolor, te andábamos buscando[11]. Ante la enfermedad, que coarta y arruina nuestros cuerpos, ¿no se nos escapa a veces —y no sólo al enfermo, sino, quizá con más amargura, a sus seres más cercanos— una queja parecida? También nosotros hemos exclamado: Señor, ¿por qué has hecho esto con nosotros? La enfermedad y el dolor, desde los orígenes de la humanidad, ha provocado siempre en el ser humano la conciencia de los límites de su ser y de su saber, la experiencia de su finitud, en contraste con el ansia irreprimible de vivir, y de vivir para siempre, que todos llevamos dentro. De ahí, esa espontánea queja ante Dios, que es en realidad un acto de fe: la experiencia del dolor tiene una inmensa riqueza humana y lleva a dirigirse a Dios, nuestro Creador y Redentor, que todo lo sabe y todo lo puede.

Queridos enfermos, y queridos parientes de los enfermos, ¿no os da consuelo ver la angustia, el dolor de la Santísima Virgen —y de San José— ante la pérdida de aquel Hijo amadísimo? ¿No os dice algo muy profundo ver que esa criatura santa e inmaculada, que fue la preferida del Altísimo, no entendía por qué el Hijo les había dejado? Lo relata San Lucas, que lo puso en la boca de María: ellos —María y José— no comprendieron la respuesta que el Niño les dio[12]. Y sin embargo, esa respuesta, la de Jesús, es la única respuesta: ¿No sabíais —les dijo el Niño— que yo debo ocuparme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?[13]. Jesús les remite, sencillamente, a la Voluntad de Dios, a la amabilísima Voluntad de Dios, que a El, en aquella peregrinación al Templo, le había exigido alejarse físicamente de sus padres, y más adelante le llevaría a la Cruz. La Virgen Santísima entonces no lo entendió —¡siendo quien era!—; pero su inteligencia, llena de gracia[14], se fue abriendo más y más, junto a su Hijo, al misterio del dolor, hasta terminar abrazada a El, junto a la Cruz, ofreciéndolo al Padre por nosotros. Si todos nosotros ponderamos, amamos, nos abrazamos a la Voluntad de Dios, gustaremos del sabor incomparable de estar con la Trinidad, aun en los momentos más duros.

La dedicación de este altar, para servir a la celebración de la Eucaristía, os tiene que llenar de alegría, como a todos, pues Cristo se hace presente para vosotros; para visitaros, si no podéis bajar al Oratorio, cuarto por cuarto, y darse a vosotros como alimento celestial. O sacrum convivium[15], exclama la Iglesia, ¡Oh sagrado banquete!

Vengo finalmente a la otra lectura bíblica, la de la Carta a los Gálatas. Allí se nos dice algo que nos llena de agradecimiento y de amor. Que al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer...[16]. Es este uno de los más famosos textos mariológicos de la Sagrada Escritura. Esa Mujer es María. Por ella el Verbo eterno entra en la historia humana. Es hombre, es de la raza de Adán, porque tiene una madre concreta, de carne y hueso, de nuestra raza. Jesús es el Hijo de María y María garantiza la humanidad de nuestro Dios: ¿no os parece imponente?

Celebramos esta Santa Misa en honor de la Santísima Virgen. Y se comprende bien si se considera que para la Prelatura del Opus Dei hoy es una fiesta importante: el sexagésimo segundo aniversario de aquel 14 de febrero de 1930, en el que Dios hizo entender al Padre —intra missam, nos explicó después— que también tenía que haber mujeres en el Opus Dei. Y además otro aniversario: comenzamos hoy a gastar el año que nos llevará a la Bodas de Oro de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Las mujeres y los sacerdotes en la Obra. Al Opus Dei pueden venir todos, si Dios les llama a esta tarea divina en la Iglesia: laicos y sacerdotes, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, solteros, casados y viudos, sanos y enfermos. ¡Y enfermos!, hijos míos, que son nuestro tesoro. Quiero hoy y aquí, en la Clínica, subrayarlo. No hay discriminación en la Obra, sólo hay vocación. Todos pueden venir, acabo de manifestar. Y venimos para una única finalidad: santificar la vida ordinaria, la vida real de cada uno —el trabajo profesional o la enfermedad que nos retiene en el lecho—, transformada en ámbito y medio de irradiación apostólica.

Pero vuelvo al texto de la Carta a los Gálatas. Nacido de mujer. María. La mujer. Todos somos nacidos de mujer. No se es hombre sin la mujer. La vida humana y cristiana no puede llevarse a cabo —como tal vida humana y cristiana— sin la mujer. Esta verdad antropológica de siempre, que el Santo Padre Juan Pablo II ha tratado con singular penetración, tiene hoy una vigencia difícil de exagerar. En este aniversario de la llamada de las mujeres al Opus Dei querría yo subrayarlo una vez más. Precisamente la Clínica Universitaria es un ejemplo eminente de lo que quiero decir. ¿Se concibe acaso lo que esta Clínica es, y desea ser, sin las mujeres que trabajan en ella? Desde las que están en lugares escondidos y humildes hasta las que se ocupan en tareas de alto nivel clínico e investigador, pasando por la magnífica legión de enfermeras; todas ellas, la mano de mujer de cada una de ellas, contribuye de manera insustituible a que la Clínica Universitaria sea, con la gracia de Dios, lo que ideó nuestro Fundador. Ninguna institución social puede responder a la dignidad del ser humano sin la presencia en ella, a todos los niveles, del hombre y de la mujer, ambos desde la impronta original que Dios mismo, al crearnos y redimirnos, nos ha dado. Y la mujer, en concreto, poniendo allí donde se encuentre esa manera propia femenina de ser, que transforma en hogar los ámbitos más dispares. Pero, queridas hijas y queridos hijos, esto es muy difícil llevarlo adelante, como Dios quiere, sin considerar, y amar, e invocar, a nuestra Madre Santa María.

Permitidme que, al acabar, me dirija al equipo de Capellanes de la Clínica Universitaria, que han preparado con tanto cariño esta celebración y también es su aniversario. Vuestra tarea es insustituible. Lo explicaba Mons. Escrivá de Balaguer con palabra inequívoca. La misión de la Iglesia se realiza en la colaboración fraternal de sacerdotes y de laicos. La labor de los laicos es una labor capilar, en el día tras día, en el codo con codo del trabajo ordinario, en la solidaridad y en la fraternidad humana, en la amistad y en el servicio generoso. A través de todo ello es Cristo el que pasa. Pero si hay vibración apostólica —es decir, si realizamos la misión como Cristo nos la ha encargado—, aparece enseguida lo que el Padre llamaba el "muro sacramental", y entonces es imprescindible el sacerdote. Es doctrina de veinte siglos. ¿Acaso puede ir alguien adelante en la vida cristiana —que recibió en el Bautismo— sin el sacramento de la Penitencia, que da el perdón de los pecados; o sin la Eucaristía, de la que tanto hemos hablado en esta homilía; o sin la predicación de la palabra de Dios, que va unida a los sacramentos? Evidentemente, no. Es ésta vuestra tarea, queridos Capellanes de la Clínica: debéis dedicaros intensamente a los enfermos y, a la vez, servir con vuestro ministerio a esta variada y creciente comunidad de hombres y mujeres que están o pasan por la Clínica universitaria. Sé que todos os lo agradecen. Y yo, que soy vuestro Padre y Prelado, también.

Vamos ya a dedicar el altar, sintiéndonos todos —os lo he señalado ya— cor unum et anima una[17], un solo corazón y una sola alma, una comunión de hermanos, con todos los cristianos del mundo, en torno al Papa y a los Obispos: especialmente, el Arzobispo de Pamplona. Eso es la Iglesia Católica. Como es lógico, he rezado y rezo, a la vez que os pido oraciones a vosotros, por las autoridades civiles de esta queridísima Navarra, y por todo su pueblo.

Pidamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, a través de Santa María, por la Persona e intenciones del Santo Padre. Se prepara para emprender dentro de pocos días un nuevo viaje apostólico para hacer Iglesia. Os invito a todos a participar en esta aventura, con el bagaje de nuestro trabajo, de nuestra lucha diaria por ser hijos fieles del Señor. Así sea.

[1] I Mach. IV, 55.

[2] Ritual de la dedicación de un altar, n. 4.

[3] Ibid., n. 3.

[4] Cfr. Ibid,. n. 4.

[5] Galat. II, 20.

[6] Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 113.

[7] Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 69.

[8] Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 833.

[9] Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 543.

[10] Act. IV, 32.

[11] Luc. II, 48.

[12] Luc. II, 50.

[13] Luc. II, 49.

[14] Luc. I, 28.

[15] Ant. O sacrum convivium.

[16] Galat. IV, 4.

[17] Act. IV, 32.

Romana, n. 14, Gennaio-Giugno 1992, p. 93-99.

Invia ad un amico