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Ser y hacerse hermanos en la convivencia sociopolítica

Maria Aparecida Ferrari

Profesora Asociada de Ética Aplicada en la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

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La santidad en la vida ordinaria afecta a todas las acciones del cristiano: «Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo −y no solo el templo− es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando −con plena libertad− sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida»[1].

Con estas palabras de san Josemaría abrimos nuestra reflexión sobre lo que significa ser hermanos en la convivencia socio-política, a la luz de las enseñanzas de la encíclica Fratelli Tutti[2]. En la primera parte de este estudio examinaremos el bien común político desde una perspectiva relacional, con idea de mostrar que todos los ciudadanos están llamados a realizarlo, cada uno según su lugar en la sociedad. Los siguientes apartados, siguiendo el hilo del documento papal, pondrán de relieve en qué sentido es pertinente identificar la fraternidad, en el ámbito social y cívico, como uno de los principios éticos básicos de los que se deriva el bien común político.

No es habitual presentar la fraternidad como uno de los principios estructurantes de la convivencia política. Tanto la doctrina social de la Iglesia como el pensamiento filosófico-político destacan más bien, como configuradores del bien común, otros principios: la dignidad inalienable de la persona, la justicia, la solidaridad, la subsidiariedad, la libertad de asociación, etc. La fraternidad aparece sobre todo en otros ámbitos, como el familiar, el religioso y el de las relaciones de amistad. De hecho, una de las novedades de enfoque más importantes de la encíclica Fratelli Tutti es el vínculo que postula entre la fraternidad y el bien común político.

No son, en efecto, dimensiones independientes entre sí, ya que «para hacer posible el desarrollo de una comunidad mundial, capaz de realizar la fraternidad a partir de pueblos y naciones que vivan la amistad social, hace falta la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común» (FT 154).

1. Naturaleza relacional del bien común político

El concepto “relacional” aplicado al bien común político pone de relieve algo nuevo con respecto a los supuestos más extendidos en la filosofía y las ciencias sociales. Mientras que en estas el bien común suele concebirse en términos de “propiedad” de los ciudadanos o del Estado, la comprensión relacional lo identifica esencialmente como aquella forma de convivencia que permite a los sujetos sociales procurarse sus propios fines con autonomía y responsabilidad. Desde este punto de vista, el bien común político consiste en «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección», y comprende «derechos y obligaciones que miran a todo el género humano»[3].

Partiendo de esta concepción, el fin común, la vida buena en la convivencia política, se compone primordialmente de relaciones humanas de calidad, de tal modo que realizar el bien común es generar, preservar y fortalecer las relaciones que permiten a los individuos y a los grupos caminar libremente hacia ese bien de todos que también enriquece el propio bien particular. En efecto, los bienes necesarios para la plenitud de los sujetos sociales derivan de las relaciones humanas, de modo que el bien propio y el bien común se generan y se poseen juntamente, son relacionales.

En el pensamiento moderno se ha desarrollado una comprensión diferente del bien común político, entendido como un bien colectivo, material, útil, que el Estado debe poner a disposición de todos los individuos. Desde este punto de vista, lo “común” correspondería esencialmente a la suma de bienes individuales o al conjunto de elementos físicos, ventajas, técnicas o leyes que facilitan el progreso material.

En la perspectiva de la doctrina social cristiana, en cambio, el bien común político no puede quedar reducido al ámbito de los bienes útiles, porque es ante todo un bien humano, es decir, una respuesta a las exigencias fundamentales de la dignidad de la persona, que son el fundamento resolutivo, pero también el horizonte o finalidad última de la convivencia. Por tanto, el bien común político va más allá de lo estrictamente político, es decir, de la acción de gobernar la ciudad, lo que implica, por un lado, que ninguna realidad asociativa, ni siquiera la sociedad política como tal, puede alcanzar por sí sola la totalidad de los bienes humanos, y por otro, que tampoco ninguna puede ser autónoma respecto a las demás en relación con el bien del hombre como tal.

Asimismo, si el bien común es ante todo el vínculo social del que dependen tanto los fines materiales como los racionales o espirituales, habrá que concluir que el ciudadano no encuentra su realización en sí mismo, sino en la interacción “con” los demás y “para” los demás[4].

La concepción cristiana del bien común sostiene, en efecto, que las personas, individualmente y en asociación, así como la propia sociedad política, están llamadas a poner en práctica esa «fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite» (FT 1).

No podría ser de otra manera, ya que no es de las fábricas, ni tampoco de la imposición de leyes, de donde provienen ciertos bienes esenciales de la convivencia como la paz, la justicia, el amor al prójimo, la gratuidad, el perdón, la protección del medio ambiente, el amor al bien ajeno, el ejercicio de la libertad orientado al bien colectivo, la gratitud, la laboriosidad, etc. Estos son bienes comunes y eminentemente políticos, ya que son personales y relacionales, y con respecto a ellos el papel de la autoridad política consiste en apoyarlos y, en la medida de lo posible, en promover el tejido de relaciones en el que surgen y crecen. ¿Cómo? Garantizando y promoviendo la libertad de los individuos y de los grupos. Ahí está el precioso servicio específico que el Estado está llamado a prestar a la dignidad de cada persona y a la vida social políticamente organizada. Fratelli Tutti lo pone agudamente de relieve, citando a Ricoeur: «no hay de hecho vida privada si no es protegida por un orden público, un hogar cálido no tiene intimidad si no es bajo la tutela de la legalidad, de un estado de tranquilidad fundado en la ley y en la fuerza y con la condición de un mínimo de bienestar asegurado por la división del trabajo, los intercambios comerciales, la justicia social y la ciudadanía política» (FT 164)[5].

Así pues, está claro que, en la perspectiva de la encíclica, los agentes del bien común político no son solo los organismos estatales o la sociedad civil. El bien común político es tarea conjunta de las instituciones políticas y los actores sociales, es decir, los ciudadanos y las sociedades intermedias.

Sin embargo, en la cultura contemporánea es recurrente una visión del bien común político y de la función de los gobernantes y de los gobernados muy distinta, que dificulta la puesta en práctica y el mantenimiento de la fraternidad en el ámbito sociopolítico. Se tiende a relegar el bien común al ámbito de las funciones del Estado, encargado de establecer la justicia mediante leyes que garanticen claramente la realización de los intereses públicos y de reprimir los comportamientos antisociales con sanciones penales y administrativas. Esta actitud lleva a pasar por alto la constatación de que las leyes civiles no son suficientes para garantizar la justicia en las relaciones sociales y políticas, y de que la búsqueda del bien común a través del progresivo endurecimiento de los controles legales genera pasividad en la sociedad civil, ya que anima a los ciudadanos a creer que lo que va mal proviene de algún defecto o carencia en las leyes. Además, desvía la atención de los ciudadanos de la cuestión más importante, a saber, su propio deber de comprometerse por el bien común ya sea individualmente o en unión con otros. En definitiva, en vez de estimular en los sujetos sociales la solidaridad, la cooperación fraterna y el espíritu de iniciativa, fomenta la mentalidad del mínimo esfuerzo, la despreocupación, la indiferencia y el descarte, de modo que acaba por imponerse la actitud socialmente pasiva: “Me ocupo de mis asuntos, obedezco las leyes, pago mis impuestos, no hago daño a nadie; todo lo demás, es decir, las necesidades de los demás, es asunto de los gobernantes”.

Desde esta perspectiva, la convivencia sociopolítica se identifica con la doble vertiente de “los ciudadanos ocupados en los bienes privados” y “el Estado ocupado en los bienes públicos”, una combinación que en muchos lugares ha llevado al Estado a apropiarse de actividades que son competencia de los ciudadanos, como el comienzo y el final de la vida, la educación y la escuela, la sanidad y la lucha contra la pobreza. Se ha formado así el Estado del bienestar, denunciado en la encíclica Centesimus annus. La gran expansión de la esfera de intervención del Estado, señalaba san Juan Pablo II, «ha llegado a constituir en cierto modo un Estado de índole nueva: el “Estado del bienestar”». En el esfuerzo por combatir formas de pobreza y privación indignas de la persona humana, prosigue el documento, «no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado como “Estado asistencial”. Deficiencias y abusos del mismo derivan de una inadecuada comprensión de los deberes propios del Estado. En este ámbito también debe ser respetado el principio de subsidiariedad»[6].

En oposición a este proceso y en línea con Fratelli Tutti, hay que observar que, por el contrario, el bien común al que se ordena la vida en sociedad es en sí mismo manifestación y ejercicio de la fraternidad, promoción del bien ajeno que configura el bien personal: un horizonte de hermandad en el que en el acto de facilitar el bien del otro se logra el bien propio.

El rostro cívico-político de la fraternidad resplandece, por tanto, en las acciones individuales y sociales que generan el bien común, es decir, que promueven las condiciones vitales y relacionales que permiten a todos realizar sus fines con libertad y responsabilidad. En esta perspectiva, todo se convierte en una oportunidad para ser hermano o hermana.

2. La fraternidad social, rostro de la ciudadanía política

Si el bien común político se genera a partir de la acción conjunta del Estado y la sociedad civil, es obligado reconocer que una parte esencial de ese bien común político es la idoneidad −competencia y propensión− de los ciudadanos para realizar el bien personal y social. En ausencia de ese patrimonio ético, se hace difícil resistir, decir “no”, por ejemplo, a beneficios injustos en situaciones en las que resulta factible obtenerlos, sobre todo cuando, como se dice con mayor o menor verdad, “todo el mundo lo hace”, o cuando la conducta injusta pasa desapercibida para los sistemas legales de control. En otras palabras, ser agente generador del bien común exige del ciudadano algo más que la estricta obediencia al ordenamiento jurídico establecido: implica un ejercicio de la libertad que excede los límites legales, pues requiere laboriosidad, honestidad, solidaridad, prudencia, subsidiariedad, confianza, templanza, etc.

En el ejercicio de la ciudadanía así entendida, la fraternidad social toma forma, de modo que cuando un ciudadano se relaciona con los demás con sentido del respeto y de la reciprocidad, desempeña competentemente su profesión o sus deberes, se ocupa de los intereses comunes..., está mostrando el rostro de la fraternidad en la esfera sociopolítica, y al hacerlo configura el bien común político en su significado más auténtico. Fratelli Tutti lo ilustra claramente retomando la parábola del buen samaritano.

Dirigiéndose a los hombres de buena voluntad −a todos y cada uno de los hombres−, la encíclica llama a dejarse interpelar por esa parábola más allá de la diversidad de convicciones religiosas (FT 56). Señala que el relato evangélico les invita a resucitar la «vocación de ciudadanos del propio país y del mundo entero, constructores de un nuevo vínculo social», y señala que es «un llamado siempre nuevo, aunque está escrito como ley fundamental de nuestro ser: que la sociedad se encamine a la prosecución del bien común y, a partir de esta finalidad, reconstruya una y otra vez su orden político y social, su tejido de relaciones, su proyecto humano» (FT 66).

Cada individuo humano encarna de alguna manera, a lo largo de su vida, ya uno o ya otro de los personajes de la parábola, pero a los efectos de esta reflexión vale la pena centrarse en el que aparentemente es menos central, el posadero. Este personaje, que en la exégesis habitual pasa muchas veces desapercibido, demuestra aún mejor que los otros que toda persona, con su vida sencilla y ordinaria, puede vivir la fraternidad social de forma estable y de acuerdo con sus peculiaridades en el ámbito de la ciudadanía política.

De hecho, como observa la encíclica, «aun el buen samaritano necesitó de la existencia de una posada que le permitiera resolver lo que él solo en ese momento no estaba en condiciones de asegurar» (FT 165). Así, en la sociedad política todos –también el mismo Estado− necesitan que los ciudadanos y las sociedades intermedias cumplan a diario su tarea en los distintos ámbitos de la convivencia y de la labor profesional. Es necesario que todos, en sus relaciones, sean continuamente posaderos, y por tanto hermanos, no solo en la acogida y el cuidado del otro en la familia y en las diversas comunidades fundadas sobre la base de la amistad y la confianza, sino también en los demás ámbitos de relación.

En este sentido, las acciones propiamente cívicas y políticas son también ejercicio de fraternidad, pues se dirigen a las personas, del mismo modo que todo gesto fraterno de amor, de cuidado mutuo, es también una acción cívica y política, pues construye verdaderamente una sociedad mejor[7] (FT 181). Sin duda, en la sociedad política las relaciones suelen ser amplias y anónimas, pero esto no excluye su dimensión fraternal. Quien, por ejemplo, limpia una plaza −ya sea como empleado municipal o como usuario de ese espacio− al hacerlo respeta y cuida a todos los demás ciudadanos, aunque no conozca sus rostros y no tenga una concreta relación directa con ellos; ejerce la amistad cívica, el amor social o la fraternidad social, es decir, esa relación de benevolencia (querer el bien del otro) basada en la coparticipación y la responsabilidad común por el bien público. Ejerce así una fraternidad que puede evolucionar hacia una virtud social, una disposición firme y habitual a actuar siempre en el respeto-promoción del bien de los demás; una virtud que, a su vez, puede generar innumerables formas de solidaridad. A medida que se extienda más en el entorno social, esa conducta solidaria también ayudará a construir la cultura de todo el pueblo.

El ejercicio de la fraternidad social se traduce, por tanto, en la personificación del posadero en la vida cotidiana en los distintos ámbitos de relación: respetar las normas de tráfico al conducir, pagar los impuestos, realizar el trabajo de modo responsable y eficaz, no admitir prácticas ilícitas (“sobornos”, corrupción, etc.) en beneficio propio o ajeno, apreciar las normas de urbanidad, comportarse honestamente en toda situación, utilizar la inteligencia creativa para atender las necesidades propias y ajenas.

3. Fecundidad para toda la sociedad

Si todos pueden o deben ser posaderos en las relaciones sociales, parece pertinente replantear, además del enfoque sobre los personajes, la pregunta de la que nació la parábola del samaritano, sustituyendo “¿quién es mi hermano?” por “¿quién es mi hermano en la convivencia sociopolítica?”. Por supuesto, se puede responder: “el que tiene hambre, sed, no está vestido, está en la cárcel o está enfermo”. Pero, siendo cierta, esta respuesta es también incompleta, ya que el otro no es mi hermano solo porque está necesitado o solo cuando está desamparado. La fraternidad social consiste en la disponibilidad de cada uno hacia el otro en cualquier situación; designa la capacidad de cultivar siempre la sensibilidad hacia su bien y sus necesidades y de transformarla en un apoyo eficaz[8]. Se trata, por tanto, de percibir en el otro −y no propiamente en su necesidad− que es un hermano, es decir, alguien constantemente merecedor de algo que presupone en todos la disposición de dar y de darse en libertad.

En este amplio ejercicio de hermandad, la mayoría de los ciudadanos personifican a los posaderos permaneciendo en el anonimato. Desempeñan sus tareas cotidianas −como posaderos de profesión− sin hacer ruido, y de esta manera realizan el bien común político. En esta multitud de posaderos, cada uno, aun sin poner su firma en lo que hace, es, deviene de hecho, hermano/hermana de todas las personas. El título de la parábola que estamos comentando es “parábola del buen samaritano”, pero sería igualmente correcto denominarla “parábola del posadero”. Como en el relato de Jesús, los posaderos de todos los tiempos y de todas las sociedades políticas pasan casi desapercibidos, a pesar de que prestan un servicio indispensable para todos: para los que encarnan al buen samaritano, para los que encarnan al herido, e igualmente, más en general, para el buen funcionamiento de la sociedad en su conjunto.

Por eso, reflexionar sobre la figura del posadero nos abre a una mayor comprensión de la advertencia del Papa Francisco: «No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan […]. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna» (FT 77).

“Espacio de corresponsabilidad” y “gran oportunidad”, porque la mayor parte de lo que constituye el bien común político es obra de ciudadanos que actúan como posaderos, aunque también en ocasiones tienen que personificar al buen samaritano. La lectura más frecuente de la parábola se centra en el admirable acto de este último, y solo en contadas ocasiones se explicita que el cuidado del herido es también obra del posadero. De hecho, sin embargo, fue este personaje quien se encargó de la mayor parte del trabajo, y lo hizo de acuerdo con lo que era su deber, en términos de naturalidad y profesionalidad, es decir −como diríamos hoy− sin pretender aparecer en los medios o en las redes sociales. El posadero era hermano de los demás −el buen samaritano y el herido− en el ejercicio de su trabajo.

Consideremos, por otra parte, que los posaderos no suelen actuar solos, sino que están insertos en un dinamismo relacional propio y se orientan al bien de todos. De modo consciente o inconsciente, distinguen en sus tareas oportunidades más o menos directas, más o menos evidentes, de prestar un servicio, de ejercer la fraternidad, y también de implicar a otros en ello, como advierte el Papa Francisco −«no lo hagamos solos, individualmente»− al observar que «el samaritano buscó a un hospedero que pudiera cuidar de aquel hombre» (FT 78). De hecho, sin el trabajo bien hecho del posadero, no habría podido completar su labor de atender al hombre que sufría[9], del mismo modo que el posadero tampoco habría podido cumplir el compromiso que había asumido sin el trabajo de los que dirigían la posada con él.

En concreto, la profesión u oficio −y en general cualquier actividad de servicio− representa para cada ciudadano una vía privilegiada de fraternidad social y cívica, ya que constituye una continua oportunidad de actuar rectamente, promoviendo efectivamente la justicia, la solidaridad y el bien de los demás. Como el samaritano prestó un servicio y «se fue sin esperar reconocimientos ni gratitudes», los posaderos del mundo ejercen, en la rutina diaria de su vida y en su trabajo, la responsabilidad hacia ese «herido que es el pueblo mismo y todos los pueblos de la tierra». Desde su lugar en la sociedad −desde su papel de posaderos− dan una respuesta personal y objetiva a las necesidades de los demás, responden a la llamada del Papa Francisco: «Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, la actitud de proximidad del buen samaritano» (FT 79)[10].

En fecunda proyección, esta actitud puede transformar toda la ciudad terrenal, como la levadura mezclada en la masa (Mt 13,33), pues, como dice el Papa Francisco retomando el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, el amor social es una «fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos»[11] (FT 183).

4. Fraternidad social y caridad política

La levadura de la fraternidad social que impregna las acciones de cada ciudadano −ya sea posadero o samaritano− fermenta el terreno específicamente político, en el que se elaboran las leyes que determinan las condiciones para servir al bien común, ya sea como ciudadano-buen samaritano o como ciudadano-trabajador. Solo hay que pensar en la importancia esencial que tienen en nuestras acciones cotidianas las leyes sobre la familia, el matrimonio, la educación, el trabajo, las prestaciones sociales, la libertad de asociación, la libertad de expresión, etc.

Ciertamente, no todos los ciudadanos tienen vocación para la actividad de gobierno. Sin embargo, nadie está exento de la obligación de formarse bien y seguir su conciencia en todo lo que concierne a las dimensiones fundamentales de la existencia humana y al bien común de la sociedad. Ser hermano/a en el debate público implica comprometerse a aprender sobre los distintos temas y contribuir a la solución de los problemas sociales. Esta conducta es un requisito del amor social −la caridad−, pero antes aún de la virtud cardinal de la justicia. Por eso, poner en práctica estas exigencias de fraternidad social es un deber incluso con respecto a cuestiones que tal vez no afectan directa o inmediatamente a la vida o los intereses personales y en las que sería más cómodo cerrar los ojos, no participar en el debate público.

Por una parte, es cierto que la participación activa, libre y responsable en la vida política depende del grado de educación y cultura de cada uno, así como de la compatibilidad con los demás compromisos familiares, profesionales y sociales. Por otra, sin embargo, todos −y en mayor medida quienes están dotados de competencia y capacidad− están llamados a ser hermanos de los demás cumpliendo con libertad y lealtad los deberes cívicos y políticos y procurando tener un conocimiento adecuado de las cuestiones relacionadas con la administración pública y el gobierno, para poder ofrecer personalmente una crítica social serena y constructiva.

Los más preparados tienen además una responsabilidad especial en materia de solidaridad y subsidiariedad. Como señala Fratelli Tutti, «la política no puede renunciar al objetivo de lograr que la organización de una sociedad asegure a cada persona alguna manera de aportar [al bien común] sus capacidades y su esfuerzo» (FT 162). Asimismo, en otro pasaje precisa que la dimensión local «tiene algo que lo global [el Estado o las organizaciones internacionales] no posee: ser levadura, enriquecer, poner en marcha mecanismos de subsidiaridad» (FT 142). Los ciudadanos y las asociaciones locales, en efecto, por estar más cerca de las necesidades concretas, están mejor posicionados para atender a las personas y curar sus heridas.

Se trata, en definitiva, de conjugar también en la esfera pública el “nosotros” en vez del “yo” −como planteaba el Papa Francisco en una reciente entrevista−, para lograr la “caridad política” o “caridad social”, entendida como superación de la mentalidad individualista y maduración de ese sentido del “nosotros” que hace amar el bien colectivo y buscar verdaderamente el bien de todas las personas (FT 182)[12].

En el iter trazado por la encíclica Fratelli Tutti, la caridad política no camina a ciegas, ni depende de sentimientos más o menos favorables. Necesita la luz de la verdad, que proviene tanto de la razón como de la fe: en consecuencia, «supone también el desarrollo de las ciencias y su aporte insustituible para encontrar los caminos concretos y más seguros para obtener los resultados que se esperan. Porque cuando está en juego el bien de los demás no bastan las buenas intenciones, sino lograr efectivamente lo que ellos y sus naciones necesitan para realizarse» (FT 185). El Papa Francisco no duda en mirar hacia las verdaderas heridas de la humanidad, no con el objetivo de hacer sufrir a la gente, sino de animar a todos en su esfuerzo por curarlas; por ejemplo, cuando observa: «Mientras muchas veces nos enfrascamos en discusiones semánticas o ideológicas, permitimos que todavía hoy haya hermanas y hermanos que mueran de hambre o de sed, sin un techo o sin acceso al cuidado de su salud. Junto con estas necesidades elementales insatisfechas, la trata de personas es otra vergüenza para la humanidad que la política internacional no debería seguir tolerando, más allá de los discursos y las buenas intenciones. Son mínimos impostergables» (FT 189). O también cuando advierte que «las mayores angustias de un político no deberían ser las causadas por una caída en las encuestas, sino por no resolver efectivamente “el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado”[13]» (FT 188).

En esta perspectiva, la encíclica llama a todos a la responsabilidad: ciudadanos de a pie, instituciones públicas y privadas, Estados y organismos internacionales. Se trata de evitar la polarización que divide y aliena, sin eludir los debates necesarios. El objetivo común es ineludible: llegar a «una globalización de los derechos humanos más básicos» (FT 189). Si este objetivo está todavía lejos no es porque sea inalcanzable, sino por otras razones.

***

La situación de pandemia, un marco importante para la maduración de las reflexiones contenidas en la encíclica Fratelli Tutti, ha puesto de manifiesto, con su tremendo desafío para la mayor parte del mundo, la incapacidad de la humanidad hiperconectada de actuar conjuntamente (FT 7). Se advirtió entonces la urgencia de volver a comprender la fraternidad, de asumir que los seres humanos, “hermanos todos”, como nos recuerda el Papa Francisco, «estamos invitados a convocar y encontrarnos en un “nosotros” que sea más fuerte que la suma de pequeñas individualidades», ya que «el todo [el bien común] es más que las partes, y también es más que la mera suma de ellas»[14] (FT 78).

Las circunstancias ordinarias o extraordinarias de la convivencia, ya sean positivas o negativas, representan ocasiones especiales no solo para dar a los demás algo de lo que uno posee, sino también para darse a sí mismo con un compromiso que sea total, en el sentido de que se haga todo lo que se puede hacer. Por eso hemos querido abrir estas reflexiones con las palabras del “santo de lo ordinario”, san Josemaría, «elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación»[15]. La vocación del cristiano es buscar la santidad en la vida cotidiana, amar a Dios haciéndose hermano/a en todos los aspectos de la existencia humana, encontrando el rumbo favorable y fructífero en todo trabajo honesto y en el cumplimiento de las tareas cotidianas. «Al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere (Act 1, 1), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra»[16].


[1] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 21ª, Rialp, Madrid 2003, n. 116.

[2] Papa Francisco, Encíclica Fratelli Tutti, sobre la fraternidad y la amistad social, 3.10.2020. En adelante: FT. Para todas las citas del Magisterio, cfr. www.vatican.va.

[3] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 26.

[4] Cfr. P. Donati, I fondamenti socio-antropologici della sussidiarietà: una prospettiva relazionale, en Id. (a cura di), Verso una società sussidiaria, Bononia University Press, Bologna 2011, pp. 25-52.

[5] P. Ricoeur, Histoire et vérité, Le Seuil, París 1967, p. 122.

[6] Cfr. San Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus (1.05.1991), n. 48. La experiencia demuestra que con el intento de llegar a un sistema jurídico que imponga de modo maximalista la buena conducta en la esfera pública se obtiene, en realidad, la progresiva disminución de las libertades reales (Cfr. E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation, en Id.,Recht, Staat, Freiheit. Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte, Suhrkamp, Frankfurt 1991, pp. 92-114).

[7] Cfr. Papa Francisco, Encíclica Laudato sì (24.05.2015), n. 231.

[8] Cfr. San Juan Pablo II, Encíclica Salvifici doloris (11.02.1984), n. 28.

[9] Lo ilustra bien el beato Álvaro del Portillo en una carta del año 1993: «Para ocuparse del herido, el samaritano recurrió también al mesonero. ¿Cómo se hubiera desenvuelto sin él? Nuestro Padre [san Josemaría Escrivá de Balaguer] admiraba la figura de este hombre –el dueño de la posada– que pasó inadvertido, hizo la mayor parte del trabajo y actuó profesionalmente. Al contemplar su conducta, entended, por una parte, que todos podéis actuar como él, en el ejercicio de vuestro trabajo, porque cualquier tarea profesional ofrece de un modo más o menos directo la ocasión de ayudar a las personas necesitadas. Ciertamente lo permite la tarea de un médico, de un abogado, o de un empresario que no cierra los ojos ante las necesidades materiales que la ley no le obliga a atender, porque sabe que le obligan la justicia y el amor; pero también la de un oficinista, un trabajador manual o un agricultor que encuentra el modo de servir a los demás, quizá en medio de grandes estrecheces personales. Sin olvidar –insisto de nuevo– que el fiel desempeño del oficio profesional ya es ejercicio de la caridad con las personas y con la sociedad» (Carta de9.01.1993, con ocasión del 50° aniversario de la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, n. 21).

[10] La animación cristiana del mundo se lleva a cabo no solo actuando directamente en favor de los pobres y necesitados –los “hombres gravemente heridos” que pueblan los caminos de la vida−, sino también infundiendo en todas las realidades humanas el espíritu evangélico a través del cumplimiento de los deberes profesionales y del testimonio de una vida familiar, social y cívica ejemplar, o por lo menos del testimonio del empeño personal por ser ejemplar (cfr. San Juan Pablo II, ¡Levantaos!, ¡vamos!, Plaza & Janés, Barcelona 2004, pp. 107-108).

[11] Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 207.

[12] Por desgracia, contrariamente a esos presupuestos «hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte. La política ya no es así una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino solo recetas inmediatistas de marketing que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz. En este juego mezquino de las descalificaciones, el debate es manipulado hacia el estado permanente de cuestionamiento y confrontación» (FT 15).

[13] Papa Francisco, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas, Nueva York (25.09.2015).

[14] Id., Exhort. apost. Evangelii gaudium (24.11.2013), n. 235.

[15] San Juan Pablo II, Discurso a los peregrinos reunidos con motivo de la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer (7.10.2002).

[16] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, cit., n. 62.

Romana, n. 73, Julio-Diciembre 2021, p. 261-271.

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