envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En el primer aniversario del fallecimiento de Mons. Javier Echevarría, basílica de San Eugenio, Roma (12-XII-2017)

«Las almas de los justos están en manos de Dios» (cfr. Sb 3,1). Estas palabras de la Escritura, que introducen hoy la liturgia de la Palabra, nos traen a la memoria con un vivo agradecimiento a Mons. Javier Echevarría. Él vivía de esta convicción, y la ponía de manifiesto con frecuencia, precisamente en estos términos. Se lo señaló, pocos días antes de su fallecimiento, el médico que durante muchos años le había seguido de cerca: «Como usted nos ha dicho tantas veces, Padre —le decía—, estamos en las manos de Dios».

«El que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá», dice Jesús a Marta. «Todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre». Y añade el Señor: «¿Crees esto?» (Jn 11,25-27). Esta pregunta, como tantas otras del Evangelio, nos la dirige hoy el Señor a cada uno de nosotros. «¿Crees esto?». ¿Crees que, no solo al final de tu vida sino en cada instante, también ahora, Dios piensa en ti y te quiere junto a él? ¿Crees que vives continuamente en las manos de Dios, incluso cuando podría parecer que se ha olvidado de ti?

Recuerdo, a propósito, una anécdota que contaba un médico a quien, hace algunos meses, diagnosticaron una grave enfermedad. A los pocos días se encontró en el hospital con un colega que, con la sinceridad con que se hablan los amigos, le preguntó: «Dime, ¿para qué te ha servido rezar tanto?». Y este le responde: «Mira, rezar me ha ayudado a estar, en estos momentos, feliz, sereno, en paz, yo y toda mi familia; confiamos completamente en Dios y aceptamos su voluntad». El amigo, que no era creyente, se dio la vuelta con los ojos humedecidos y, mientras se iba, le dijo: «¡Qué bonito es tener fe en Dios!».

Sí, qué bonito es tener fe en Dios... Aunque esta belleza de la fe no consiste en un consuelo fácil que se obtendría leyendo o escuchando cada cierto tiempo alguna consideración, para desaparecer rápidamente de nuevo, al volver a la cruda realidad de todos los días, con sus preocupaciones e imprevistos. La belleza de la fe está en el abandono en Dios, en comprender que estamos en sus manos: una actitud interior que tiene que crecer día a día en nosotros, como una serena conquista cotidiana. Y crecerá especialmente al ritmo de nuestra oración: si dedicamos cada día unos minutos a la oración personal, al diálogo con Dios. También cuando nos parezca que no tenemos tiempo para Dios; también cuando pensemos que no sabremos qué contarle. De esta manera, poco a poco, nos dejamos conquistar por el Señor, aprendemos a abandonarnos en sus manos. Y entonces podemos confiarle tantas cosas, incluso en mitad del tráfico, en el trabajo intenso, en la vida familiar o durante el descanso.

«Los que confían en Él comprenderán la verdad, los que son fieles en el amor permanecerán junto a Él» (Sb 3,9). El pasaje del libro de la Sabiduría que hemos escuchado nos habla de los justos que partieron de este mundo; pero lo hace mirando atrás, recapitulando sus vidas. Por tanto, habla igualmente de nosotros, del camino en el que nos encontramos. También estas otras palabras nos resultan muy cercanas: «Dios los puso a prueba y los encontró dignos de Él. Los probó como oro en el crisol, los aceptó como sacrificio de holocausto» (Sb 3,5-6).

Detengámonos un momento en esta hermosa imagen: el crisol, es decir, la parte inferior del horno en el que el metal precioso se separa de la escoria, para hacerlo más puro. La purificación a través del fuego simboliza un camino marcado por dos realidades: el sufrimiento y el amor. Sufrimiento que Dios permite amorosamente en nuestra vida, de formas tan variadas; sufrimiento que a veces causamos con nuestros pecados o nuestras limitaciones. Pero un sufrimiento que puede servir para despertar en nosotros el amor, para purificar el oro que Dios ha puesto en nuestro corazón; para purificar nuestro amor de la escoria del egoísmo, del orgullo. Escorias, estas, de las que a veces no nos damos cuenta, pero que disminuyen nuestra alegría porque levantan obstáculos entre nosotros y Dios, entre nosotros y los demás. Y ¿cómo transforma Dios el sufrimiento en amor? A través del diálogo constante que desea mantener con nosotros, con tal de que nosotros estemos dispuestos a pasar tiempo con él.

En una de sus últimas cartas pastorales, don Javier escribió: «La paz interior no pertenece a quien piensa que todo lo cumple bien, ni a quien se despreocupa de amar: surge en la criatura que siempre, incluso cuando cae, vuelve a las manos de Dios» (Carta pastoral, 1-XII-2016). Pidamos al Señor, pues, que le permitamos purificar nuestro corazón, con confianza, aunque a veces no comprendamos sus caminos (cfr. Is 55,8). Pidámoselo ahora, en estos días de preparación a la Navidad. Hoy, fiesta de la Virgen de Guadalupe, confiemos este deseo a santa María, que también está junto a nosotros, como dijo a Juan Diego y como hizo comprender a don Javier, especialmente el último día de su vida en esta tierra: «¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Nican Mopohua, 119).

Romana, n. 65, julio-diciembre 2017, p. 290-291.

Enviar a un amigo