En la inauguración del año académico, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma (3-X-2017)
Excelencias, profesores, colaboradores, estudiantes, señoras y señores:
Hoy comenzamos oficialmente el curso académico, el día después de un nuevo aniversario de la fundación del Opus Dei. Es una buena oportunidad para agradecer al Señor por los bienes que la Universidad de la Santa Cruz, con la ayuda divina y el aporte de muchas personas, ha producido en estos tres decenios de existencia.
Es la primera vez que me dirijo a ustedes como Gran Canciller de esta Universidad, y es justo y me complace mucho recordar con profunda gratitud a los dos primeros Grandes Cancilleres, el beato Álvaro del Portillo y monseñor Javier Echevarría. Son dos grandes figuras que han trabajado mucho por nuestra Universidad, dejándonos un rico legado y un brillante ejemplo.
En esta ocasión quisiera retomar un tema muy querido por Mons. Javier Echevarría: el de la fraternidad cristiana que viven quienes, juntos, llevan a cabo un proyecto de inspiración cristiana. Gracias a la fraternidad, el compromiso personal de cada uno no es algo aislado, sino que se suma a al conjunto de los esfuerzos de todos, produciendo una ola de eficacia, como expresaba san Josemaría con una imagen muy evocadora: «Así como el clamor del océano se compone del ruido de cada una de las olas, así la santidad de vuestro apostolado se compone de las virtudes personales de cada uno de vosotros» (Camino, n. 960). Precisamente porque consideramos a los demás como alguien que nos pertenece —y a quien pertenecemos— queremos dar el máximo, con un compromiso que se traduce en un servicio de calidad. «¡Para servir, servir!», solía decir san Josemaría: la caridad empuja hacia la profesionalidad.
Todos estamos llamados a hacer nuestro trabajo en un espíritu de unidad. La verdadera unión no procede sólo de nuestras buenas intenciones, sino de ese amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Por eso la unidad no es sólo una cuestión de organización, de distribución de funciones, sino sobre todo de caridad. Por amor a Dios queremos vivir plenamente nuestra libertad y responsabilidad de cristianos, poniendo el conocimiento personal, la experiencia adquirida, la sensibilidad ante ciertos problemas y desafíos al servicio de todos. Al mismo tiempo, somos conscientes de que también los demás están comprometidos con esa misión compartida, y que sus perspectivas constituyen una riqueza para la actividad que llevamos a cabo juntos. Como resultado, la diversidad de opiniones sobre cuestiones organizativas, académicas e incluso materiales no disminuye la unidad y la necesidad de trabajo en equipo.
La actitud de querer ayudar a los demás comporta alegría, la verdadera alegría de los hijos de Dios. Es una alegría que a menudo hace florecer también el buen humor, que se respira en los pasillos de este edificio, que se refleja en la voluntad de ayudar con una sonrisa al colega que lleva una pesada carga de trabajo, viviendo la invitación de san Pablo: «Alter alterius onera portate et sic adimplebitis legem Christi» (Gal 6,2).
Una manifestación directa de esta alegría interior es el deseo de querer compartirla con los demás. El bien es difusivo (cfr. S. Th. I, q. 73, a. 3, ag 2m) y no puede permanecer dentro de estas paredes. La caridad fraterna que intentamos vivir en la Universidad se proyecta hacia fuera, hacia nuestras familias, hacia nuestros compañeros de seminario y de las diócesis, hacia nuestros amigos, pero también hacia todos aquellos que, como nos dice a menudo el Papa Francisco, se encuentran en las «periferias existenciales» (Evangelii Gaudium, 24-XI-2013). Pensar en las personas que, en cierto sentido, nos esperan, es siempre una profunda motivación para comprometernos con nuestra misión.
Con mis mejores deseos de un fructífero trabajo, saludo a todos y cada uno de los presentes y declaro inaugurado el curso académico 2017-2018.
Romana, n. 65, julio-diciembre 2017, p. 318-319.