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En la ordenación sacerdotal de 31 diáconos de la Prelatura, basílica de San Eugenio, Roma (4-V-2013)

1. A lo largo de las semanas anteriores, hemos sido testigos y protagonistas de un gran evento en la vida de la Iglesia: el inicio de un nuevo pontificado. Testigos porque hemos contemplado una vez más la actuación soberana del Espíritu Santo, que sobrepasa las previsiones humanas. Y protagonistas porque, como miembros vivos de la Iglesia, hemos rezado mucho y seguimos rezando, para que estas circunstancias nos estimulen a todos los católicos a esforzarnos aún más en la santificación personal y en el apostolado.

El tiempo pascual nos hace presente a Cristo glorioso, vencedor del pecado y de todos los males. El Señor desea que todos nosotros le hagamos presente en los ambientes familiares, sociales, profesionales, en los que nos encontramos. «La vocación divina —enseña san Josemaría— nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios»[1].

Os invito, pues, a preguntaros si la alegría y los buenos deseos que hemos experimentado con ocasión de la elección del Romano Pontífice, y también en estos días de Pascua, han forjado en nosotros decisiones concretas de mejora personal, de celo por la salvación de las almas. No podemos conformarnos con los buenos sentimientos, sino que debemos esforzarnos —con la ayuda de Dios— para traducirlos en realidades prácticas.

2. Hoy asistimos a la ordenación presbiteral —un gran regalo de Dios a su Iglesia—, y este hecho puede y debe suponer, para todos, un impulso para ejercitar el alma sacerdotal al servicio de los demás. La primera lectura nos habla del ejemplo de Pablo y Bernabé, hombres que han entregado su vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo (Hch 15, 26). En efecto, defendieron valientemente las características esenciales de la fe cristiana, frente a los que querían desnaturalizarla. También nosotros hemos de comprometernos seriamente en la defensa y propagación de nuestra fe. Ahora que nos encontramos en la segunda parte del Año de la fe, podemos examinar si hemos pedido al Señor con insistencia un aumento de esta virtud, junto a la esperanza y a la caridad, conscientes de que se trata de un don de Dios que no podemos alcanzar con nuestras solas fuerzas. Lugar privilegiado para adquirirlas abundantemente son los sacramentos, por medio de los cuales Jesús nos envía al Espíritu Santo de parte del Padre. Tratemos, en concreto, de prepararnos mejor para recibir con mucho fruto la Confesión y la Eucaristía, que son las fuentes principales de la gracia.

La segunda lectura nos ha mostrado la nueva Jerusalén, la ciudad santa que baja del cielo de parte de Dios, reflejando la gloria de Dios (Ap 21, 10-11). Es una llamada a desear fuertemente la Patria definitiva, donde el Señor ha ido para prepararnos un lugar (cfr. Jn 14, 2-3). La solemnidad de la Ascensión, que celebraremos la próxima semana, constituye una invitación a no perder de vista que nuestra morada definitiva es el Cielo; una verdad que, al mismo tiempo, da sentido a nuestra existencia sobre la tierra. En efecto —escribe san Josemaría—, la vocación cristiana «enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía»[2].

3. Me dirijo ahora a los nuevos sacerdotes. Considerad, hijos míos, las palabras del evangelio de san Juan que hemos escuchado. En la intimidad de la última cena, tras la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, Jesús dijo: si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él (Jn 13, 23). Dentro de poco, el Espíritu Santo descenderá sobre vosotros de un modo nuevo. Recibiréis su unción, que hará de vosotros instrumentos vivos de la gracia de Dios, mediante el poder de consagrar in persona Christi el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, la facultad de perdonar los pecados y el encargo de predicar la Palabra de Dios con su autoridad. Es una grandeza compatible con la pequeñez nuestra: el Señor nos confía estos dones para que podamos guiar a las almas a la vida eterna. Pidamos con san Josemaría, para todos los sacerdotes, «la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor»[3]. Un buen modo de alcanzar esta finalidad es amar cada día más la Hostia Santa. Pensemos más a menudo en aquel punto de Camino: «“Tratádmelo bien, tratádmelo bien”, decía, entre lágrimas, un anciano Prelado a los nuevos Sacerdotes que acababa de ordenar. —¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!»[4].

Recordemos otras palabras del fundador de la Obra. Con ocasión de una ordenación sacerdotal de fieles del Opus Dei, escribía: «se ordenarán, para servir. No para mandar, no para brillar, sino para entregarse, en un silencio incesante y divino, al servicio de todas las almas»[5]. Hijos míos: debéis salir de vosotros mismos para pensar sólo en las almas que se confiarán a vuestros cuidados pastorales. «El sacerdote que sale poco de sí mismo —decía recientemente el Papa Francisco—, en lugar de se mediador, se convierte poco a poco en intermediario, en gestor»[6]. Y no debe ser así. El sacerdote es mediador entre Dios y los hombres en Cristo Jesús (cfr. Hb 5, 1-3) para que la gracia divina lo vivifique todo.

Antes de terminar, os invito a rezar mucho por el Santo Padre, especialmente en estos primeros meses de su ministerio de supremo Pastor; rezad también por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por los obispos y los sacerdotes del mundo entero, por las vocaciones sacerdotales. Y, lógicamente, por estos nuevos sacerdotes de la Prelatura. Me congratulo especialmente con sus familias, que han colaborado con la oración, el buen ejemplo y de modos diversos a su vocación sacerdotal. Lo digo siempre, pero de modo más especial en estas ocasiones: es deber de todos los cristianos rezar cada día para que el Señor envíe muchos seminaristas en todo el mundo. Tomémoslo como una gozosa obligación.

La Virgen, Madre de todos y especialmente de los sacerdotes, nos bendiga y nos proteja siempre. Así sea.

¡Alabado sea Jesucristo!

[1] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 45.

[2] Ibid.

[3] SAN JOSEMARÍA, Homilía sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[4] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 531.

[5] SAN JOSEMARÍA, Homilía sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[6] PAPA FRANCISCO, Homilía en la Misa crismal, 28-III-2013.

Romana, n. 56, Enero-Junio 2013, p. 73-76.

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