Al conferir el Sacramento de la Confirmación, parroquia San Giovanni Battista al Collatino, Roma (18-V-2013)
Queridos hermanos y hermanas. Muy queridos confirmandos y confirmandas:
Acogí con mucho agrado la invitación de vuestro párroco a celebrar la Santa Misa en la víspera de la solemnidad de Pentecostés y ahora crecerá todavía más mi gozo porque voy a conferir a algunos de vosotros la Confirmación. De este modo llegaréis a ser cristianos maduros, con independencia de la edad según el registro civil de cada uno, porque el Espíritu Santo, vendrá a habitar dentro de vosotros de modo nuevo.
Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? ¿Cuál es su papel en la vida de los cristianos? No son preguntas ociosas, porque para muchos bautizados sigue siendo todavía poco conocido. Escuchad el consejo de san Josemaría, aquel santo sacerdote que os ha querido siempre mucho, incluso sin conoceros personalmente: «Frecuenta el trato del Espíritu Santo —el Gran Desconocido— que es quien te ha de santificar»[1].
Hemos escuchado el relato de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles. La venida del Espíritu Santo, el Paráclito enviado por Jesús de parte de Dios Padre, se manifestó entonces con grandes señales: un viento impetuoso, fuertes truenos que hacían temblar la casa donde estaban reunidos, lenguas de fuego que se posaban sobre las cabezas de la Virgen, de los Apóstoles y de los demás discípulos allí reunidos en oración.
El estruendo se oyó en todas partes; tanto que los habitantes de Jerusalén corrieron llenos de curiosidad para ver qué había sucedido. Quedaron atónitos cuando vieron a Pedro, Juan, Andrés y todos los demás completamente transformados. No sólo por el hecho de que cada uno los oía hablar en su propia lengua, sino también porque no había ya en ellos la actitud de temor que habían mostrado hasta entonces.
En efecto, después de la muerte de Jesús, los Apóstoles habían desertado, abandonando al Maestro: todos menos Juan, el más joven de ellos, sostenido por Nuestra Señora, que es un ejemplo constante de fidelidad, de amor; y menos las santas mujeres que amaban verdaderamente al Señor. Luego, los discípulos, cuando le vieron resucitado y hablaron con Él varios días antes de su ascensión al Cielo, se habían recuperado un poco, pero no del todo: seguían teniendo miedo y estaban prácticamente encerrados en casa por el temor a los judíos.
La venida del Espíritu Santo en Pentecostés cambió radicalmente la situación: de hombres llenos de miedo se convirtieron en hombres valientes, sin respetos humanos ni temores, hasta el punto de que hablaban abiertamente a la muchedumbre de Jesús y de su resurrección de entre los muertos, manifestando a todos que Él era el Mesías esperado por tantos siglos en Israel.
Esta transformación afectó no solo al comportamiento, sino también a su mismo modo de hablar. Antes eran personas poco instruidas pero, desde el momento en que recibieron el Espíritu Santo empezaron a hablar de las grandes verdades de la Sagrada Escritura, de modo accesible a todos, y del mensaje que les había confiado Jesús. Y todos entendían sus palabras: partos, griegos, elamitas, árabes, romanos..., gente de todas las lenguas los escuchó con admiración. Muchos se convirtieron, recibieron el bautismo y fueron adscritos a la Iglesia. Todos nosotros, para prestar oído al Espíritu Santo, hemos de cuidar nuestra formación humana, doctrinal, espiritual, apostólica.
Queridos hermanos y hermanas: la misma fuerza de Dios que se manifestó el día de Pentecostés sigue estando presente hoy y lo estará hasta el fin del mundo. La acción del Paráclito «no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos»[2].
La Iglesia ha sufrido dificultades de todo género: persecuciones hasta el martirio, calumnias, privaciones e incomprensiones de todo tipo... Sin embargo, con la asistencia del Espíritu Santo, nada ni nadie pudo ni podrá desviarla del cumplimiento de su fin: la glorificación de Dios y la salvación de las almas, llevados a cabo con un gozo que el mundo no puede dar.
Dentro de poco, algunos de vosotros recibirán el Crisma, es decir, el sacramento de la Confirmación. Recibe este nombre porque os dará fuerza en la fe y reforzará en vosotros la gracia recibida en el Bautismo, para ser Iglesia y hacer la Iglesia. Desde hoy en adelante tenéis la misión —que implica una hermosa responsabilidad— de hacer presente a Cristo sin miedo ni vacilaciones, en medio de vuestras familias, entre los compañeros de escuela o de trabajo, entre vuestros amigos, sabiendo ir también a contracorriente, si es necesario, en las modas, en las conversaciones, en los espectáculos, y así sucesivamente. ¿Cómo lo podéis hacer? En primer lugar, con el buen ejemplo, con una conducta verdaderamente cristiana en cada circunstancia; y también con la palabra, hablando a la gente de Jesús y de la alegría de ser cristianos, de la felicidad que se experimenta cuando estamos cerca de Él por medio de la gracia, que recibimos en la Confesión y en la Comunión: no descuidéis estos medios que son necesarios para todos nosotros.
Hace pocos días, el Papa Francisco se dirigía a un grupo de confirmandos con estas palabras: «Confiemos en la acción de Dios. Con Él podemos hacer cosas grandes y sentiremos el gozo de ser sus discípulos, sus testigos»[3]. Correspondamos generosamente en cada momento a la vocación recibida por Dios, procurando descubrir su presencia y acción en nuestra existencia ordinaria. «Vale la pena jugarse la vida —escribía san Josemaría—, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana»[4].
Antes de concluir quisiera dirigir una sugerencia a todas y a todos. La solemnidad de Pentecostés, el hecho mismo de estar presentes en la recepción de la Confirmación de estos hijos, parientes, amigos vuestros, constituye una apremiante invitación a vivir plenamente nuestra vocación cristiana que es, en primer lugar, una llamada a ser santos como el Padre nuestro celestial es santo: hablad cada día con el Señor, hablad con Él de vuestra vida cotidiana; ¡seréis más felices y más serenos!
La Virgen rezó con los discípulos y les enseñó a rezar en la espera de Pentecostés. Hoy le podemos pedir que nos ayude también a nosotros para que aprendamos a orar del mismo modo, para seguir a Jesús desde cerca. Escuchemos la voz del Santo Padre: «Apostad por los grandes ideales, por las cosas grandes. Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Hemos de ir siempre más allá, hacia las cosas grandes. Jóvenes, poned en juego vuestra vida por grandes ideales»[5]. Llegaremos así a ser personas valientes, capaces de aspirar verdaderamente a la santidad en la vida cotidiana, como hicieron los primeros discípulos. Procuremos también nosotros, como hicieron ellos, llevar a muchas más personas a una más estrecha amistad con Jesús.
¡Alabado sea Jesucristo!
[1] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 57.
[2] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 128.
[3] PAPA FRANCISCO, Homilía, 28-IV-2013.
[4] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 129.
[5] PAPA FRANCISCO, Homilía, 28-IV-2013.
Romana, n. 56, enero-junio 2013, p. 76-78.