Con ocasión de la fiesta de san Josemaría, basílica de San Eugenio, Roma (26-VI-2013)
Queridos hermanos y hermanas:
Este año celebramos la fiesta litúrgica de san Josemaría en pleno Año de la fe. Han transcurrido bastantes meses desde su inicio, pero aún quedan algunos antes de su conclusión. Me parece, por eso, oportuno que hoy reflexionemos juntos sobre cómo estamos viviendo este tiempo de gracia. Dirijamos nuestra mirada a san Josemaría; acudamos a su intercesión mientras consideramos algunos aspectos de la fe, recibida de Dios, que él vivió heroicamente.
Me detengo en algunos rasgos de esta virtud suya. Mucho tiempo antes de la fundación del Opus Dei, san Josemaría —cuando todavía era un muchacho— intuyó que Dios quería algo de él, algo que no conocía. Para estar disponible a la Voluntad de Dios, dejó a un lado sus legítimos planes personales y decidió ser sacerdote. Durante diez, once años de estudio, de preparación espiritual confiada, rezó mucho condensando su oración personal en las palabras del ciego del Evangelio: Domine, ut videam!, Señor, que vea. Y añadía el recurso a la Virgen: Domina ut sit! Señora, que sea, que se cumpla en mí la voluntad de tu Hijo. De este modo, por su ya intensa vida de fe, de esperanza y de amor, el 2 de octubre de 1928 estaba preparado para acoger el diseño divino sobre la Obra.
Casi al final de su existencia terrena, en una reunión familiar con muchas personas, comentaba que su vida había seguido de algún modo lo que le ocurrió a Abraham, nuestro padre en la fe, que in spe contra spem credidit (Rm 4, 18), creyó en Dios contra toda esperanza. Decía: «Porque, hace unos cuarenta y siete años, había un sacerdote —que medio conozco, tan pecador como yo— sin ningún medio humano, sin nada: no tenía más que veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor». Aquí hizo una pausa y luego siguió: «Humanamente hablando no es un gran tesoro, ¿verdad?, pero delante de Dios... Y ahora estáis vosotros aquí; y hay hermanos vuestros en todo el mundo: de todos los colores, de todas las razas, de todas las lenguas»[1].
Me parece que esta vida de fe se anuda muy bien al Evangelio de la Misa de hoy, en el que hemos contemplado la respuesta de fe de san Pedro. Aquellos pescadores se habían cansando en vano toda la noche, sin haber conseguido ningún fruto de su duro trabajo. Y Jesús, después de haber hablado a la multitud, dice a Pedro: guía mar adentro y echad las redes para pescar (Lc 5, 4). Un momento de incertidumbre e inmediatamente el Apóstol le responde: sobre tu palabra, echaré las redes. Y se realizó el milagro: recogieron gran cantidad de peces. Tantos que las redes se rompían (Lc 5, 5-6). Fue un prodigio que Dios realizó con la colaboración humilde, llena de fe, de Pedro y de sus compañeros.
No olvidemos esta realidad: también en nuestra vida, en nuestro trabajo, Dios está dispuesto a cumplir a realizar cosas grandes. Espera, sin embargo, nuestra fe: que creamos verdaderamente en El, Hijo de Dios que se ha hecho hombre para salvarnos. En otra ocasión, los doce preguntaron al Señor como hacer los milagros que Él hacía. Y esta fue la respuesta de Jesús: esta es la obra de Dios: que creáis en Aquel que Él ha enviado (Jn 6, 29)
«Dios es el de siempre —escribió san Josemaría en Camino—. — Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura: —”Ecce non est abbreviata manus Domini” —¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!»[2].
Hoy, como ayer, el Señor está dispuesto a hacer cosas grandes. Necesita sólo nuestra colaboración, nuestro empeño en una conversión que llegue a todas las personas que viven cerca de nosotros. «En esta perspectiva, el Año de la fe —explicaba Benedicto XVI en la carta en que lo convocó— es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo»[3].
No basta creer de modo teórico. Es necesario, sin duda, acoger fielmente las enseñanzas de la Iglesia; pero es también necesario que la fe se plasme en toda nuestra vida, se manifieste en cada circunstancia, tanto en las que parecen importantes como en las pequeñas ocupaciones que trenzan el tejido de nuestra cotidianidad. Por otra parte, «la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios»[4].
Completamente leal a esta ley de la vida sobrenatural, san Josemaría se empeñó decididamente en crecer día tras día en la fe. Apoyándose en esta virtud infusa por Dios en su alma, colaborando con su respuesta personal, este santo sacerdote fue capaz de superar todas las dificultades que se interponían al cumplimiento de la voluntad divina.
Por ejemplo, en 1934, pocos años después de la fundación del Opus Dei, escribía: «No se me ocultan los obstáculos que encontraréis. Algunos podrán parecer insuperables..., mas inter medium montium pertransibunt aquae: y el espíritu sobrenatural de la Obra y el ímpetu de vuestro celo pasarán a través de los montes, y venceréis esos obstáculos»[5]. Y con la misma convicción repetía en 1974: «Salvarán este mundo nuestro (…) no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta»[6].
San Josemaría procuró predicar esta fe, es decir, enseñarla y difundirla por toda la tierra. Y hoy gracias a Dios, son millones las personas de toda edad, de toda cultura y estrato social, que —siguiendo las huellas de esas enseñanzas- se esfuerzan por encontrar a Dios en todas las circunstancias de su cotidianidad. Tanto hombres como mujeres siguen a Cristo más de cerca, como Pedro, Juan, Andrés y los demás Apóstoles después de la pesca milagrosa, Con cuánta fuerza habrán resonado en sus almas esas estupendas palabras: No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron (Lc 5, 10-11).
También nosotros, con la gracia del Espíritu Santo, somos capaces de seguir a Jesús como los primeros Doce, cada uno en el lugar donde Dios lo llama: ¡no es difícil! Y allí, donde el Señor nos ha encontrado o nos pide que nos quedemos, dar a conocer y amar a Jesús a otras muchas personas. Con palabras del Papa Francisco, podemos preguntarnos: «¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio (…).
»Esto vale para todos —continúa el Santo Padre—. El Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad»[7].
Para terminar, escuchemos estas palabras de san Josemaría. «Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo (…) Hemos sacado la carta que gana, el primer premio. Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de oración»[8].
Pidamos a Dios Nuestro Señor, por medio de su Madre, que también es Madre nuestra, «que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores»[9]. Y, con la intercesión de san Josemaría, supliquemos a Dios que en los meses del Año de la fe que todavía nos quedan, y después durante toda la vida, permanezca más fuerte, más firme, más ardiente nuestra fe, en la vida sacramental con el recurso frecuente a la Confesión y a la Eucaristía. Así sea.
[1] SAN JOSEMARÍA, Notas de una reunión familiar en Argentina, 9-VI-1974.
[2] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 586.
[3] BENEDICTO XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 6.
[4] Ibid, n. 13.
[5] SAN JOSEMARÍA, Instrucción, 1-IV-1934, n. 7.
[6] SAN JOSEMARÍA, Discurso en investidura de doctores “honoris causa”, Pamplona, 9-V-1974.
[7] PAPA FRANCISCO, Homilía en la Basílica de San Pablo extramuros, 14-IV-2013.
[8] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 38.
[9] Ibid.
Romana, n. 56, enero-junio 2013, p. 78-81.