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En la Misa en el aniversario del fallecimiento del venerable Álvaro del Portillo, basílica de San Eugenio, Roma (23-III-2013)

Queridísimos hermanos y hermanas:

Nos hemos reunido aquí, llenos de agradecimiento al Señor, para elevar al Cielo nuestra oración, uniéndonos a la plegaria incesante con la que mi amado predecesor, el venerable Álvaro del Portillo, está alabando la Santísima Trinidad, recordando también las numerosas veces en las que celebró diversas funciones litúrgicas en esta basílica.

Acuden a mi memoria muchos recuerdos de la madrugada de este mismo día, hace diecinueve años, y de varios momentos de las horas sucesivas. No puedo evitar acordarme de al menos dos: la sencillez, la paz de don Álvaro cuando el médico nos dijo, en su presencia: “se está marchando al Cielo”; y con idéntica disposición entregó su alma a Dios. Horas después, en medio del dolor por la pérdida de un padre tan bueno, recibimos el consuelo del beato Juan Pablo II, que vino a rezar ante el cuerpo de mi predecesor, con su recogimiento habitual, y a despedirse de él. Cuando le manifesté mi agradecimiento por la visita repitió dos veces: “Era una cosa dovuta”, había que hacerlo.

Estamos ya en el umbral de la Semana Santa y deseamos prepararnos para vivir bien el Triduo Pascual. He dicho “vivir”, siguiendo el consejo de san Josemaría, que nos recomendaba con frecuencia que, puesto que somos hijos de Dios, no podemos contentarnos con conmemorar aquellos momentos misteriosos como si pertenecieran a un pasado lejano. Son siempre vigentes y, precisamente por esto, la humanidad de todos los tiempos puede recibir la salvación que Jesucristo logró para nosotros en la Cruz.

Si siempre es oportuno dirigir la mirada al Crucifijo —en los momentos buenos de la vida ordinaria, o en las contrariedades—, con mayor intensidad ha de brotar en nuestra alma la necesidad de no dejar solo a Jesús porque, si podemos vivir en paz, lo es precisamente gracias a su holocausto sobre el Santo Madero de la Cruz, sobre el cual, con palabras de san Josemaría, “ofreció al Padre hasta la última gota de su sangre, hasta el último aliento de su respiración”.

Dispongámonos a repetir muchas veces las palabras formuladas por la piedad cristiana: adoramus te Christe et benedicimus tibi, quia per Crucem tuam redemisti mundum. No olvidemos que en la Cruz, levantada por nuestros pecados, nos esperaba, nos espera Cristo.

En la Antífona de entrada de la Misa que estamos celebrando, se nos invita a invocar al Señor. Recuerdo que el fundador del Opus Dei se detenía con fuerza y perseverancia en las palabras del profeta: clama, ne cesses (Is 58, 1), manteniendo un diálogo con Nuestro Señor que en cada momento nos lleva de la mano si recurrimos a Él.

En este Año de la Fe, llenémonos de esperanza repitiendo esta jaculatoria: adauge nobis fidem, spem, caritatem. Nos lo sugiere también el texto de la primera lectura, con las palabras del profeta Ezequiel:

“Así dice el Señor Dios: Yo voy a recoger a los Israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías” (Ez 37, 21-22).

El mismo Dios Omnipotente, Deus ad salvandum (Sal 68, 21), nos sale al encuentro para que sepamos reconocerle, para que sepamos conversar con Él en medio de todas las circunstancias de la vida ordinaria. Llenémonos de alegría sobrenatural y humana porque Dios nos busca, nos espera y no se cansa nunca de escucharnos.

Somos el Pueblo de Dios, mujeres y hombres que han de saber manifestar, con su propia conducta, la necesidad de dirigirse a la Trinidad sin cansancio, sin acostumbramiento. Somos el Pueblo de Dios y hemos de invitar a la gente —en primer lugar a nuestros parientes, amigos, colegas y a todos los que podemos encontrar a lo largo del día— a saber que están llamados a tomar parte en la suerte inmensa de la amistad con Dios. Podemos recordarles las palabras de ánimo del Papa Francisco, que señalan que Dios no se cansa de perdonarnos, de querernos, de salir a nuestro encuentro; somos nosotros los que, a veces, no sabemos aprovechar el refugio que el Señor nos ofrece.

Nos lo recuerda también el canto del Salmo responsorial, que proclama: Dominus custodiet sicut pastor gregem suum (Jr 31, 10). Es muy importante que cada una y cada uno de nosotros quiera ser amigo de Dios, porque de tu comportamiento, del mío, como escribió san Josemaría, dependen muchas cosas grandes para la Iglesia, para la humanidad[1].

Como es lógico, nuestro pensamiento vuelve al Romano Pontífice, Pastor de la Iglesia universal, mientras invocamos toto corde a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, para que asistan al Sucesor de Pedro en su trabajo de servicio al rebaño de Jesucristo. Le prometemos toda nuestra veneración y obediencia filial, y rogaremos sin cesar para que su ministerio petrino produzca abundantes frutos, como ya hicimos tanto el día mismo de su elección como en las semanas iniciales de su Pontificado. Se podría decir que la gran expectación del mundo antes del Cónclave y el interés en los lugares más diversos por sus primeras palabras como Supremo Pastor son un motivo más de credibilidad en la Iglesia, siempre joven y siempre hermosa.

Llama la atención, al igual que cualquier otra escena, aquella del Evangelio que acabamos de contemplar (cfr. Jn 11, 45-56). Christus vincit, Christus regnat. Al Maestro no le faltaron calumniadores que se declaraban enemigos suyos, aunque Él les devolvía amor, a pesar de los sufrimientos que le querían infligir. Esto es para nosotros una invitación a que, también cuando desgraciadamente no nos hayamos portado como hijos fieles, sepamos volver a Aquel que es la fuente del amor y del perdón y dediquemos nuestra formación a un apostolado de los sacramentos, viviéndolos nosotros en primer lugar. Pensemos con frecuencia en que podemos convertirnos de la mano de Jesús que cura, que abre los ojos a los ciegos, que ayuda a caminar siguiendo las huellas de Cristo.

Considero que no exagero en absoluto si afirmo que el venerable Álvaro del Portillo supo y quiso dar a su propia vida esta propiedad: servir totalmente a Dios para servir verdaderamente a las almas. No dudó en recurrir a la ayuda de la Virgen para dejarse guiar por Ella hacia Jesús. Solía repetir —y ¡ojalá pudiéramos decir también nosotros lo mismo!—: Dulce Madre, no te alejes, / tu vista de mí no apartes; / ven conmigo a todas partes / y solo nunca me dejes. / Ya que me proteges tanto, / como verdadera Madre, / haz que me bendiga el Padre,/ el Hijo y el Espíritu Santo.

Alabado sea Jesucristo.

[1] Cfr. SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 755.

Romana, n. 56, enero-junio 2013, p. 66-68.

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