En la Misa dominical de la parroquia San Josemaría, Roma (17-III-2013)
Queridísimos hermanas y hermanos:
Hoy comenzamos la quinta semana de Cuaresma y es lógico, por una parte, que reflexionemos en cómo nos estamos preparando para la Semana Santa; y, por otra parte, en cómo respondemos al Amor de Jesucristo, que nos redimió, nos abrió el camino de la salvación, es decir, el camino de la santidad.
San Agustín, que era un pecador como nosotros, pero que —después de su conversión— llegó a vivir como un santo, un gran servidor de la Iglesia y de las almas, escribió: «Si Dios no amara a los pecadores no hubiera bajado del Cielo a la tierra»[1]. Hemos de meditar sobre esta infinita Misericordia de Nuestro Señor que nos amó —y nos ama— hasta dar la vida por nosotros, por ti, por mí. Es muy grande Nuestro Señor porque, según una lógica humana, entendemos que se puede dar la vida por un padre, por un hijo, por un hermano o una hermana, por un amigo; pero dar la vida, no digo por un extraño, sino incluso por una persona que se porta como un enemigo, no cabe en nuestras categorías mentales. Jesús, en cambio, lo hizo y renueva esta generosidad suya siempre que acudimos al sacramento de la penitencia para que se nos perdonen nuestras culpas, nuestros pecados, por muy grandes que puedan ser.
Hermanos y hermanas, ¡nos llenamos de gozo por este Dios nuestro que no quiere abandonarnos nunca! Pero hemos de hacerlo manteniendo un estrecho diálogo con Él, cada día, dedicándole expresamente unos minutos y procurando mantener esta conversación también a lo largo del día, como enseñó san Josemaría, un gran enamorado de Dios. Propongámonos, pues, orar más, llegar a una amistad íntima con el Señor, porque Él es el verdadero amigo que no traiciona nunca, que nos sigue, que nos escucha, que quiere que aprendamos a portarnos nosotros también del mismo modo con nuestros parientes, amigos y colegas. Te pregunto: ¿procuras, cada día, servir, ayudar a las personas que tienes a tu lado? ¿Ruegas también por toda la humanidad? ¿Tú y yo tenemos necesidad de la caridad, de la amistad de los demás, y advertimos que los demás necesitan nuestro afecto, nuestra oración?
Está de moda hablar de solidaridad, pero eso es muy poco: es preciso “llenar” el mundo de caridad, de amor cristiano. San Josemaría repetía siempre que no se puede servir sólo una vez, cumplir una buena acción de modo extraordinario y, luego basta. Nos enseñaba que se necesita perseverar en el amor por Dios y en el amor a los demás. Y esto podemos hacerlo durante nuestra vida en el curso de cada jornada. Si leemos con atención las enseñanzas del Señor en el Evangelio, podemos descubrir su maravillosa y ejemplar perseverancia en hacer el bien: sabe escuchar cuando le hablamos; a veces parece que se hace rogar, porque quiere nuestra insistencia en la plegaria con fe; pero cura a los ciegos, a los cojos, a los enfermos. Siempre con una disponibilidad total.
¿Qué estamos haciendo nosotros, todos, en este Año de la Fe?; ¿cómo rogamos a Dios para que proteja a la Iglesia, al Papa Francisco, a los obispos, a los sacerdotes, a las familias, a tu familia?
Es muy importante que nos queramos mutuamente, pero es preciso también que oremos los unos por los otros.
Vuelvo una vez más al ejemplo de san Josemaría: a veces nos confiaba: “¡Cuánto os he esperado! ¡Cuánto recé por vosotros!”. Lo hacía especialmente en la Santa Misa; por esto te sugiero que participes en la Misa no sólo el domingo; si puedes, acércate con más frecuencia, para convertirte en una mujer o un hombre de Eucaristía que luego sabe entregarse con gozo y constancia a los demás.
La escena del Evangelio de hoy, como todas las demás, es hermosí
[1] SAN AGUSTÍN, Comentarios al Evangelio de san Juan, 49, 5.
Romana, n. 56, enero-junio 2013, p. 64-66.