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En la Vigilia Pascual, Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, Roma 7-IV-2007

1. Hemos escuchado el relato de la resurrección del Señor según San Lucas. Cuando las mujeres llegan al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús, lo encuentran vacío. Unos ángeles les dicen: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado» (Lc 24, 3-4).

Surrexit Dominus vere, alleluia! El Señor ha resucitado verdaderamente: «La Vida pudo más que la muerte», exclama San Josemaría ante este prodigio (Santo Rosario, I misterio de gloria). Y de igual modo que hemos visto morir a Jesús por mí, por ti, también su resurrección gloriosa es por cada uno de nosotros. Vencedor del demonio, del pecado y de la muerte, Cristo desea hacer partícipes de su victoria a todas las mujeres y a todos los hombres. Ya ahora, en la tierra, nos hace ser vencedores del pecado y del demonio; y nos promete la resurrección futura para la gloria, al final de los tiempos, si de verdad nos unimos a Él y no le abandonamos.

Podemos preguntarnos: ¿cómo nos comunica Cristo los frutos de su victoria? ¿Cómo nos hacemos una sola cosa con Él? La respuesta es una sola: mediante el Bautismo y la recepción de los demás sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía. El Señor lo ha dejado todo bien dispuesto en la Iglesia, para comunicarnos su vida inmortal, su vida llena de felicidad sin fin. Y quiere contar con nosotros.

2. «Todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del Bautismo —escribe San Pablo en la epístola a los Romanos, que hemos escuchado— hemos sido incorporados a su muerte» (Rm 6, 3). Santo Tomás de Aquino comenta que, por el Bautismo, al ser sumergidos en la muerte de Cristo, se nos aplican todos sus méritos como si cada uno de nosotros hubiese padecido y muerto con Él (cfr. S.Th. III, q. 69, a. 2). «En efecto —continúa San Pablo—, por el Bautismo fuimos sepultados con Él en su muerte, para que así como Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva» (Rm 6, 4).

Llevar una vida nueva. Éste el gran don y, a la vez, el gran compromiso que hemos adquirido con Dios en el Bautismo, y que vamos a ratificar dentro de unos instantes, cuando renovemos las promesas bautismales. ¡Qué buen momento para dar gracias a Dios, por nuestra vocación cristiana! ¡Qué buen momento para pedirle perdón por nuestros pecados y para renovar el propósito de seguirle siempre, sin dejarnos deslumbrar por falsos atractivos!

Pero hay que reafirmar con obras esta elección que hemos hecho del Señor, correspondiendo a la que Él ha hecho de cada uno de nosotros. Cuando, en respuesta a las preguntas indicadas en esta solemne liturgia, digáis que estáis dispuestas a renunciar a Satanás, a sus obras, a sus seducciones, y que creéis en Dios Padre todopoderoso, y en su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo, y en la Iglesia Católica, no lo digáis sólo con la boca: ¡que la respuesta salga del alma: de la inteligencia y del corazón! Pensad en esos momentos —pensémoslo cada uno— qué significa en concreto para mí, aquí y ahora, ese renunciar al pecado y ese entregarme a Dios. Que sea una respuesta sincera. Que no dejemos solo a Jesucristo.

3. En su encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI nos invita a redescubrir que «Dios es Amor» y, en concreto, a poner nuestra mirada «en el costado traspasado de Cristo». Y añade: «Es allí, en la Cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar» (n. 12).

Corresponder al Amor de Dios significa decidirse seriamente a ser santos; es decir, decidirse a seguir, a amar, a identificarse con Jesucristo. Esta llamada divina, dirigida a todos, adquiere hoy una particular resonancia. Pero esto requiere luchar cada día por buscar el trato personal con el Señor en la oración y en los sacramentos; esforzarse por encontrarle en todas las incidencias de la jornada: en el estudio y en el trabajo, en la convivencia familiar y con las personas amigas, en el deporte, en los sufrimientos... ¡En todo! Pero hay que quererlo con todas nuestras fuerzas.

Recordemos aquello que escribía San Josemaría en Camino, hace ya muchos años: «Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? —¿No? —Entonces no quieres» (Camino, n. 316). Si no nos esforzáramos seriamente, día a día, por llegar a ser santos de verdad, ninguna de las realizaciones que persigamos en la tierra valdría para nada: sería como el polvo que se lleva el viento.

4. La santidad, que es identificación con Jesucristo, es un hecho personal, pero no individualista. Todos somos responsables de la misión de la Iglesia; todos debemos hacer apostolado. ¿Cómo? Con tu buen ejemplo; con tus palabras dichas en confidencia a aquella amiga, a aquella compañera de estudio o de trabajo, ques quizá es una buena persona —leal, trabajadora, deportista, buena estudiante— pero que no practica, que no conoce la verdad de Cristo.

Juan Pablo II, en su Carta apostólica para el nuevo milenio, recordaba la escena evangélica en la que unos griegos se acercaron al apóstol Felipe y le dijeron: «queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). El Papa explicaba: «Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, las personas de nuestro tiempo (...) piden a los creyentes de hoy no sólo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo hacérselo “ver”» (Novo millennio ineunte, n. 16). Éste es el deber de la Iglesia y de cada cristiano. Pregúntate dentro de ti: ¿es tal mi comportamiento que quienes están a mi alrededor pueden ver en mí un reflejo de Jesús?

Esto no significa que no tengamos defectos y errores; quiere decir más bien que, inmediatamente después de nuestras equivocaciones pequeñas o grandes —si lo son alguna vez—, hemos de saber levantarnos, en un continuo comenzar y recomenzar con la gracia de Dios, que no nos faltará. Para eso, insisto de nuevo, debemos seguir muy de cerca a Jesús: con oración, con sacrificio, con frecuencia de sacramentos.

Esta última consideración es un propósito estupendo que debéis formular al término de estos días transcurridos en Roma: mantener un diálogo íntimo con Jesús, cuidando el plan de vida cada día, esforzándoos por intensificar ese trato con Él y, en consecuencia, acrecentar las hambres de acercar al Señor a muchas otras personas. Hablando del afán apostólico, San Josemaría dijo en una ocasión: «Hay que abrirse en abanico. Abrirse como una mano, y que cada dedo tenga prendido un grupo de almas, de las fáciles y de las difíciles... ¡y arrastrar!» (Apuntes de la predicación, 10-IV-1952).

Se lo pedimos a la Virgen, Reina de los Apóstoles: Madre nuestra, haz que estas hijas tuyas que se han reunido en Roma, junto al Sucesor de San Pedro, vuelvan a su ciudades firmemente decididas a no dejar solo a tu Hijo Jesús, a seguirle muy de cerca, llevando consigo un buen puñado de almas. Y todo, con la alegría de la Resurrección. Así sea.

Romana, n. 44, Enero-Junio 2007, p. 115-117.

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