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En la ordenación sacerdotal de fieles de la Prelatura, Basílica de San Eugenio, Roma 26-V-2007

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos diáconos.

1. Os estáis preparando desde muchos meses para este día en el que Nuestro Señor Jesucristo, por medio de la imposición de mis manos y la oración consagratoria, os constituirá sacerdotes de la Nueva Alianza. Muchas personas en el mundo entero —vuestras familias, vuestros amigos, todos vuestros hermanos y hermanas en el Opus Dei— han rezado y rezan por cada uno de vosotros.

Nuestra oración ha sido aún más intensa en estos últimos días, mientras nos preparábamos para Pentecostés. Hemos tratado de imitar a los Apóstoles de Jesús, que, después de la Ascensión de su Maestro al Cielo, se reunieron en el Cenáculo de Jerusalén para velar «unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos»[1].

Por fin ha llegado el gran día. Esta Basílica de San Eugenio es hoy, para nosotros, aquella habitación de la planta alta donde la Virgen, los Apóstoles y las santas mujeres esperaban la llegada del Espíritu Santo. María, Madre de Jesús y Madre nuestra, nos enseña a rezar, nos muestra —como decía el Papa en su reciente viaje a Brasil— «el modo de abrir nuestras mentes y nuestros corazones a la potencia del Espíritu Santo, que viene para que lo transmitamos al mundo entero»[2].

Una vez más, velado por los signos litúrgicos, el Paráclito descenderá sobre la Iglesia y sobre cada uno de nosotros. Se derramará especialísimamente sobre estos diáconos, transformándolos en sacerdotes de Jesucristo: sacerdotes para siempre. Recojámonos, pues, y meditemos en la presencia y acción del Paráclito en la Iglesia y en las almas: es el Dominus tecum!, que recordamos en el Avemaría.

2. Las lecturas bíblicas de la Misa nos hablan de la universalidad de la acción santificadora de Dios Espíritu Santo. «Así dice el Señor: derramaré mi Espíritu sobre toda carne (...). Y sucederá que todo el que invoque el Nombre del Señor será salvo»[3]. Y San Pablo, en la epístola a los Romanos, enseña que todos nosotros, aunque ya hemos recibido las primicias del Espíritu, «gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo»[4]; es decir, la plena manifestación de la acción santificadora de Dios.

Pero ¿quién es el Espíritu Santo? ¿Cómo actúa? ¿Cómo nos podemos preparar mejor para recibirlo? Estas preguntas hallan una respuesta clara en la doctrina cristiana. El Espíritu Santo, en efecto, «es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración gloria” (...). El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de nuestra salvación y hasta su consumación»[5]. Es el Amor infinito del Padre y del Hijo, el Don eterno que se entregan uno al otro, el Lazo de unión de la Santísima Trinidad.

Cuando pensamos en Dios, nos resulta más o menos fácil dirigirnos al Padre y al Hijo, que se nos muestran como más accesibles en base a nuestra experiencia sobre la paternidad y la filiación en la tierra. Además, en los Evangelios tenemos muchos recuerdos referentes a la vida terrena del Hijo. En cambio, del Espíritu Santo es más difícil hacerse una idea, pero es una necesidad para nosotros. San Josemaría advertía que «la acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21)»[6].

En realidad, el Paráclito es poco conocido incluso entre los cristianos, porque falta el deseo de tratarlo y de difundir su gran amor por nosotros. Por este motivo, el Fundador del Opus Dei lo llamaba el Gran Desconocido. Y no tendría que ser así. Nuestro Padre Dios ha sido tan bueno que, no contento con avernos entregado a su Hijo (Jesús, el Verbo encarnado), nos ha dado también al Espíritu Santo. De este modo, el único Dios, Uno y Trino, inhabita en nuestras almas desde el Bautismo mediante la gracia santificante, y hace que podamos llamarnos y ser, de verdad, hijos de Dios. Queridos hermanos y hermanas, decidámonos a buscar al Santo Espíritu en el fondo de nuestra alma, a conversar con Él, a dirigirnos a Él en las situaciones más diversas. Nuestra vida ordinaria adquirirá entonces altura y profundidad, relieve sobrenatural.

3. La liturgia de la Iglesia es rica en símbolos que aluden al Paráclito; nos pueden servir de ayuda en nuestra meditación sobre el Espíritu Santo y su acción en el alma. La secuencia Veni, Sancte Spiritus que se reza hoy y mañana en la Misa, y el himno Veni, Creator Spiritus que se cantará durante la ordenación, están llenos de estos símbolos. Me detendré brevemente en algunos de ellos.

Ya en su primera estrofa, la Secuencia habla del Espíritu Santo como luz del alma, cuando pide que nos envíe desde el Cielo un rayo de su luz; y luego, cuando nos invita a invocar: «Oh luz beatísima, llena en lo más íntimo el corazón de tus fieles». La luz se contrapone a las tinieblas. Es condición de vida: un mundo sin luz sería un mundo muerto. El Espíritu disipa las tinieblas del pecado, nos recuerda las enseñanzas de Cristo y nos ayuda a profundizar en ellas, nos muestra la hermosura de nuestro Padre Dios, nos hace aspirar a los bienes del Cielo. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «el Espíritu Santo, con su gracia, es el “primero” que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”»[7].

A vosotros, hijos míos diáconos, el Paráclito os dará, con el sacerdocio, la capacidad de enseñar con autoridad las verdades de la fe y de la moral cristiana. Seréis instrumentos suyos para iluminar a las almas y dar respuesta a las preguntas que tan a menudo agobian los corazones de tantas personas: el sentido del sufrimiento, de la vida y de la muerte; el inmenso amor de nuestro Padre por todas sus criaturas; los deberes de justicia y caridad —que son inseparables— hacia todas las personas... Tened presente la enseñanza de San Josemaría: «Los sacerdotes sólo debemos hablar de Dios. No hablaremos de política, ni de sociología, ni de asuntos que sean ajenos a la tarea sacerdotal. Y haremos así amar a la Santa Iglesia y al Romano Pontífice»[8].

El Espíritu Santo se compara también con el agua. Lo hemos oído en el Evangelio. En el último día de la fiesta de los Tabernáculos, el más solemne, «Jesús clamó: si alguno tiene sed, venga a mí; y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva. Se refirió con esto al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él», comenta San Juan[9].

En el sacramento de la Penitencia, hijos míos, podréis lavar las manchas de las almas, perdonarles los pecados en el nombre y con la autoridad de Jesucristo, gracias a la misericordia de Dios Padre y a la potencia del Espíritu Santo. Agradeced al Señor —demos gracias todos— por este don admirable que Dios misericordioso ha puesto en nuestras pobres manos, y procurad sacarle mucho fruto. Siguiendo el ejemplo y los consejos de San Josemaría, dedicad muchas horas al ministerio de la Confesión. No es tiempo perdido; al contrario, es un tiempo muy valioso, porque no hay “negocio” más grande que salvar almas, vivir en la gracia de Dios.

En cuanto Amor, al Espíritu Santo se le compara con el fuego que calienta los corazones y los inflama en amor a Dios y a los hermanos. De este modo vino sobre la Iglesia el día de Pentecostés. Infunde en nosotros este amor, sobre todo, dándonos a Jesús en la Comunión eucarística. El mismo Espíritu que, descendiendo en el seno purísimo de María, hizo posible la encarnación del Verbo, ahora hace que el pan y el vino se transustancien en el cuerpo y sangre de Cristo.

Queridos diáconos. Cuando hoy descienda sobre vosotros el Paráclito, imprimirá en vuestras almas el carácter sacerdotal, signo indeleble que os conformará con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote y os conferirá todos los poderes que el Señor ha otorgado a sus ministros; entre otros, el más maravilloso y fundamental para la vida de la Iglesia: la posibilidad de actuar in persona Christi Capitis, de hacer las veces de Cristo en el Sacrificio eucarístico. Con San Josemaría, os invito a todos a considerar «hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares»[10]. ¡Cuántas gracias debemos agradecer a Dios Espíritu Santo, por este don de amor que es la Sagrada Eucaristía!

Para terminar, querría recordar otro signo con el que la Sagrada Escritura nos habla del Espíritu Santo: el viento. San Lucas lo describe al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, cuando cuenta que «al cumplirse el día de Pentecostés (...), de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban»[11]. Los efectos de esa irrupción se notaron enseguida: Pedro y los demás Apóstoles, tras arrojar fuera todos los temores, se lanzaron a anunciar públicamente la Resurrección de Jesús con gran valentía, y atrajeron a la Iglesia un gran número de personas.

No deberíamos olvidarlo nunca: aunque las dificultades en nuestra vida personal o en el apostolado sean a veces grandes, más fuerte se manifiesta la acción del Espíritu en quienes siguen sus inspiraciones. Con la oración, con la frecuencia de sacramentos, con la docilidad plena al Paráclito, se superan todos los obstáculos.

4. Os recordaba al principio que nos encontramos en esta Basílica como en aquella habitación de la planta alta de Jerusalén, reunidos en torno a María. Pidamos que interceda maternalmente por el Santo Padre y por los obispos, por los nuevos sacerdotes y sus familias, por todos los sacerdotes y por el pueblo de Dios. Hago mía la súplica del Papa en una ceremonia análoga, hace pocas semanas. Decía Benedicto XVI: «Pidamos que en todas las parroquias y comunidades cristianas aumente la solicitud por las vocaciones y por la formación de los sacerdotes: comienza en la familia, prosigue en el seminario e implica a todos los que se interesan por la salvación de las almas»[12].

Que nunca falte esta urgente petición en nuestras plegarias de cada día, de modo que el Paráclito —con la intercesión de María, Madre de los sacerdotes— suscite muchos y santos ministros de Cristo en la Iglesia. Así sea.

[1] Hch 1, 14.

[2] BENEDICTO XVI, Discurso en Aparecida, 12-V-2007.

[3] Misa de la Vigilia de Pentecostés, Primera lectura (Jl 3, 1.5).

[4] Misa de la Vigilia de Pentecostés, Segunda lectura (Rm 8, 23).

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 685-686.

[6] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 130.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 684.

[8] SAN JOSEMARÍA, Carta a los sacerdotes, 10-VI-1971.

[9] Misa de la Vigilia de Pentecostés, Evangelio (Jn 7, 37-39).

[10] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 130.

[11] Hch 2, 1-2.

[12] BENEDICTO XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 29-IV-2007.

Romana, n. 44, Enero-Junio 2007, p. 117-121.

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