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En la misa de acción de gracias por la dedicación de una calle a San Josemaría, Fiuggi, Italia 23-VI-2007

Nos encontramos aquí reunidos en la celebración de esta Eucaristía, en la que queremos expresar al Señor nuestro más vivo agradecimiento por sus paternales atenciones hacia el querido pueblo de Fiuggi.

El Evangelio de la Misa de hoy está ambientado en las aguas del mar de Galilea. Allí Pedro, invitado por el maestro, se adentra en el mar ante una indicación que, desde el punto de vista simplemente humano, no tiene mucho sentido, ya que no parece la hora adecuada para pescar. Pero la lógica humana no es la lógica de Dios, como tampoco la hora del hombre es la hora de Dios. Pedro no lo entiende, pero lo intuye; y no sin una cierta trepidación en el corazon se fía del maestro, se adentra en el mar y echa de nuevo las redes, que enseguida se colman de peces. El Pedro que regresa a la orilla ya no será el mismo Pedro; en aquel lago, aquel día, Pedro-pescador se ha convertido en Pedro-apóstol, «pescador de hombres»[1].

Mi mente se traslada ahora a otro desembarco y a otras aguas: a la llegada de San Josemaría a Italia, a Génova, en 1946. Precisamente el 23 de junio, a esta hora, el Santo viajaba hacia la Ciudad Eterna. ¡Cuántos sueños y cuantas esperanzas lo acompañarían! El Romano Pontífice, la Iglesia, el Opus Dei, la queridísima nación italiana, tantas y tantas alma que buscan a Cristo: y junto a las esperanzas, también alguna preocupación, porque la Obra era una realidad todavía en parte desconocida, y a algunos les parecía que aquél era un ideal demasiado atrevido, casi revolucionario. San Josemaría, sin embargo, estaba convencido de que aquél era el momento oportuno, era el tiempo de Dios. Sentía la urgencia de obtener de la Santa Sede una aprobación del Opus Dei adecuada a las características que Dios le había mostrado al ilustrarle su proyecto, también porque esas características se estaban ya configurando abundantemente en la vida misma de muchos hombres y mujeres de toda condición, proveniencia y profesión. Pero el camino no se presentaba fácil: ¡no existía todavía nada parecido en la Iglesia!

Un gran colaborador espiritual de San Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo, mi amado predecesor, llegó a oír en la Curia Romana que el Opus Dei había llegado «con cien años de antelación». ¿Qué hacer? El obstáculo se erguía imponente, como una montaña que parecía obstruir inexorablemente el camino.

Sin embargo Dios había preparado con atención su instrumento, haciéndole saborear la indestructible certeza de Su paternal cercanía. «Inter medium montium pertransibunt acquae!»[2] «A través de los montes se abren camino las aguas»: el Señor, muchos años antes, había hecho resonar en el fondo de su alma estas palabras, grabándolas para siempre en su corazón. Si la Obra era de Dios, Dios proveería a remover cualquier obstáculo, aun el más inaccesible, porque nada es imposible para Dios. Por eso San Josemaría, consciente de que los planes divinos se cumplen en la medida en que el hombre pone en juego la totalidad de sus recursos, por exiguos que sean, decidió gastar generosamente, en aquel caluroso verano de 1946, todas sus energías.

Días después vino aquí, a Fiuggi, con Mons. Larraona, que en aquel tiempo ocupaba un cargo importante en una Congregación pontificia. Se puede decir que Fiuggi, después de Génova y tras la breve estancia en Roma, es la tercera ciudad que hospedó a San Josemaría.

Fueron, los de Fiuggi, días de apretado trabajo, con óptimos resultados, porque la mano de Dios confirió rapidez y precisión a las manos de los hombres; el trabajo progresó de modo prodigioso, tanto que el padre Larraona pudo afirmar: «se ha hecho en pocos meses la labor que se hubiera terminado dentro de varios años, si se hacía»[3]. Gracias a aquel trabajo, pocos meses después, el Opus Dei pudo obtener la primera aprobación pontificia (24 de febrero de 1947). Una etapa importante en su camino jurídico.

En aquellos meses el Fundador pudo aclarar a muchas personas, entre ellas el Santo Padre Pío XII, que le concedió dos audiencias, la característica de la secularidad, esencial en el Opus Dei. Pudo explicar que la Obra no es mas que una pequeña parte de la Iglesia, compuesta por hombres y mujeres que se saben llamados a la santidad, sin por esto sentir la necesidad de salirse del lugar que ocupan en la sociedad. Dios entra en su vida, dándole un nuevo sentido, aunque, como escribió una vez el Fundador, «en lo exterior nada ha cambiado; el Señor quiere que le sirvamos precisamente donde nos condujo nuestra vocación humana: en nuestro trabajo profesional»[4].

Como resulta claro para los cristianos de nuestro tiempo, aunque siempre es bueno recordarlo, la llamada a la santidad no es un privilegio de pocos elegidos: todos podemos y debemos amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos, sin soñar en tiempos o mundos mejores: debemos hacerlo precisamente en nuestra ciudad, en nuestras plazas, «en medio de la calle», como solía decir San Josemaría. La imagen de la calle, del sendero, del común viandante que camina, constituían para él casi una metáfora de la condición del cristiano, en camino hacia la casa del Padre.

Queridos hermanos, los santos no son modelos para admirar de lejos: son nuestros compañeros de viaje en esta grande, bella familia de la Iglesia. ¡Con qué simpatía nos estará observando desde el cielo en este momento San Josemaría! Que este amigo nuestro —¡vuestro!— interceda por toda la población de Fiuggi, la acompañe y la proteja siempre, ayudando a todos a recorrer el sendero de la santidad. A veces los senderos se hacen tortuosos, a veces es necesario atravesar vados más o menos profundos, a menudo se tropieza, y es normal que sea así, el Señor lo sabe. Lo importante no es no tropezar, lo importante es saberse levantar rápidamente, saber pedir perdón al Señor con frecuencia, en el sacramento de la Penitencia, que San Josemaría llamaba «el sacramento de la alegría». El Señor, como con Pedro y los discípulos, se convierte en nuestro compañero de viaje en el Pan eucarístico: acudamos con fe a la Eucaristía participando con asiduidad en la Santa Misa, y así, nutridos de este Pan, iremos de verdad lejos, nunca nos faltarán las fuerzas.

Nos encontramos en la iglesia dedicada a Santa María Regina Pacis: también en esto hay un particular motivo de hermandad con San Josemaría, ya que sus restos mortales se conservan en Roma, en la iglesia prelaticia, dedicada precisamente a Santa María de la Paz. ¡Santa María, Reina de la Paz, protege siempre a tus hijos de Fiuggi!

Por último os pido que recéis por el papa Benedicto XVI y por todos los obispos y sacerdotes, para que sirvamos siempre a todo el pueblo de Dios.

Así sea.

[1] Mt 4, 19; Mc 1, 16.

[2] Sal 104, 10.

[3] ANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei III, pág. 51.

[4] SAN JOSEMARÍA, Carta 15-X-1948, n. 1 (en VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei III, pág. 87).

Romana, n. 44, Enero-Junio 2007, p. 121-123.

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