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En la fiesta de San Josemaría, Basílica de San Eugenio, Roma 26-VI-2007

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. Han transcurrido ya casi cinco años desde la canonización de San Josemaría, pero la onda de su ejemplo y de sus enseñanzas continua recorriendo la tierra. Su fama de santidad sigue llegando a nuevos lugares, llevando a miles de almas el deseo de buscar y tratar a Dios en las circunstancias ordinarias de la vida.

Hoy llena mi alma una gran alegría, de la que quisiera haceros partícipes. Precisamente hoy, en coincidencia con la fiesta de San Josemaría, ha comenzado la labor estable de los fieles de la Prelatura del Opus Dei en Rusia, en aquellas tierras que se extienden del Mar Báltico al Océano Pacífico, del Mar Negro al Océano Glacial Ártico. Se cumple así uno de los sueños de San Josemaría, que siempre deseó llevar el espíritu del Opus Dei a todo el mundo y, por tanto, también a las naciones de Europa oriental. ¡No podéis imaginar cómo deseaba que llegase este momento!

Gracias a Dios, hoy los fieles de la Prelatura trabajan ya en estos países y en tantos otros. Pero, durante muchos años, la realización de este sueño había sido obstaculizada por la falta de libertad en aquellas tierras. En 1955, durante un viaje a Viena, San Josemaría confió esta intención, de modo expreso, a la intercesión de la Madre de Dios, invocándola con la jaculatoria: Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva! No se cansó nunca de rezar por esta intención, a pesar de que con el paso del tiempo no se abriese ninguna rendija.

Después, cuando inesperadamente comenzaron a caer los muros construidos por la violencia, el amadísimo don Álvaro del Portillo dio la salida a la expansión apostólica del Opus Dei en aquellos países. Primero Polonia; después, Eslovaquia y la República Checa, Hungría, los Países Bálticos. En los últimos años les ha tocado el turno a Eslovenia y Croacia. Hoy, finalmente, ha llegado el momento de comenzar las actividades apostólicas en Rusia. Damos gracias a Dios y, por la intercesión de la Virgen y de San Josemaría, pedimos la ayuda divina en estos comienzos.

2. Esta feliz coincidencia me ofrece la ocasión de recordar cuáles son los instrumentos indispensables para el éxito de cualquier apostolado. Lo sabemos bien, pero conviene meditarlo de vez en cuando; de este modo estaremos preparados para rectificar la dirección de nuestras acciones, si fuese necesario.

El principio orientador es muy claro: no bastan los medios humanos, más o menos abundantes, para sacar adelante una tarea de naturaleza sobrenatural. Nos lo muestra el Evangelio de la Misa de hoy. San Lucas cuenta con todo detalle la primera pesca milagrosa. Pedro y sus socios habían trabajado toda la noche. Como tantas otras veces, habían echado las redes en aquel lago de Tiberíades que tan bien conocían, en zonas pródigas en pesca, pero todo había sido en vano. A las palabras de Jesús, que le invitaba a dirigirse mar adentro y echar de nuevo las redes, Pedro, que era el jefe de la barca, respondió con franqueza: «Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada». Sin embargo, enseguida añadió: «pero sobre tu palabra echaré las redes. Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían» (Lc 5, 5-6).

La condición indispensable y primaria para recoger frutos apostólicos es recurrir a los medios sobrenaturales. La oración, la mortificación —que no es otra cosa que “la oración de los sentidos”, como afirmaba San Josemaría—, el ofrecimiento a Dios de un trabajo que se intenta acabar con perfección, son imprescindibles. Os recuerdo la enseñanza de nuestro Padre: «En las empresas de apostolado, está bien —es un deber— que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...» (Camino, n. 471).

Por otra parte, el Señor quiere que pongamos a su servicio también los medios materiales de los que podamos disponer. El podría hacer todo sólo, pero no ha querido actuar así. Es la enseñanza de la primera lectura. Después de haber creado el mundo con su omnipotencia, y con particular amor el primer hombre y la primera mujer, «el Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado (...), para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2, 8-15).

Este pasaje de la Sagrada Escritura se encontraba muy arraigado en la mente de San Josemaría. Desde el momento en el que el Señor le comunicó su Voluntad, entendió que en estas palabras del libro del Génesis se encontraba una de las claves de la obligación de santificar el propio trabajo y de santificarse mediante el trabajo. Otra clave es el ejemplo de Jesús, que durante treinta años trabajó en el taller de Nazaret. De aquí emana la obligación de utilizar también los medios humanos para la instauración del reino de Dios, sin olvidar nunca la prioridad absoluta de los medios sobrenaturales.

Para sacar adelante cualquier actividad apostólica debemos confiar sobre todo en la ayuda de Dios, y a la vez poner al servicio del apostolado también los medios materiales. Las actividades apostólicas del Opus Dei, por ejemplo, necesitan de la colaboración de muchas personas, de sus oraciones y de su ayuda. De este modo, con la gracia de Dios y la contribución generosa de tantos hombres y mujeres de condición social muy distinta, se lleva adelante en todo el mundo, al servicio de la Iglesia, una labor evangelizadora cada vez más amplia.

3. Antes de terminar quisiera detenerme brevemente en la segunda lectura. En la carta a los Romanos, San Pablo fortifica nuestra esperanza al hacernos notar que no debemos tener miedo a las dificultades. «Porque, nos dice, recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”. Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados» (Rm 8, 15-17).

Si tratamos de cumplir en todo la Voluntad de nuestro Padre Dios, si secundamos las palabras de Jesús que nos mandan remar mar adento, si todo lo confiamos a la oración y al sacrificio, bien unidos a la Cruz del Señor, si hacemos nuestro trabajo profesional con responsabilidad humana, entonces el Espíritu Santo concederá fruto abundante a las actividades apostólicas.

Meditemos, para concluir, unas palabras de Benedicto XVI extraídas de una homilia suya con ocasión de una fiesta de Pentecostés. «Quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno en su vida —el único auténtico tesoro, la perla preciosa— corre a compartirlo por doquier, en la familia y en el trabajo, en todos los ámbitos de su existencia. Lo hace sin temor alguno, porque sabe que ha recibido la filiación adoptiva; sin ninguna presunción, porque todo es don; sin desalentarse, porque el Espíritu de Dios precede a su acción en el “corazón” de los hombres y como semilla en las culturas y religiones más diversas. Lo hace sin confines, porque es portador de una buena nueva destinada a todos los hombres, a todos los pueblos». (Benedicto XVI, Homilía en la vigilia de Pentecostés, 3-VI-2006).

Estas palabras del Santo Padre —recemos cada día por su Persona y sus intenciones— pueden espolearnos en nuestro apostolado personal con nuestros parientes y amigos; busquemos acercarlos al Señor sobre todo en la Eucaristía y mediante la Confesión, sacramento del encuentro personal con un Dios que es Padre, siempre dispuesto a perdonar nuestros pecados.

A la Virgen, Reina de los Apóstoles y a San Josemaría, confiamos con segura esperanza los frutos sobrenaturales del apostolado de todos los cristianos, ahora y en el futuro. Que la Iglesia nuestra Madre, con la asistencia del Paráclito y el trabajo humilde y generoso de todos, pueda recoger una mies abundante de almas. Así sea.

Romana, n. 44, Enero-Junio 2007, p. 124-126.

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