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En la Misa in cœna Domini, Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, Roma 5-IV-2007

1. Nos autem gloriari oportet in cruce Domini nostri Iesu Christi.

Con estas palabras comienza la Misa in Cœna Domini, dando inicio al Triduo Pascual: tres días solemnísimos en los que se celebran los misterios centrales de nuestra Redención. Pidamos al Espíritu Santo que ilumine nuestra mente, mueva nuestro corazón y fortalezca nuestra voluntad, para que en estas horas de modo especial —¡y siempre!— sigamos muy de cerca a nuestro Salvador. Que nos gloriemos en la Cruz, distintivo del cristiano, en la que el Señor nos ha obtenido la salvación, la vida y la resurrección.

¿Cuáles eran los sentimientos de Jesucristo en la inminencia de la Pasión? San Lucas y San Juan los expresan con exactitud, cada uno a su modo. San Lucas recoge las primeras palabras del Señor en la Última Cena con sus Apóstoles: «ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros, antes de mi Pasión» (Lc 22, 15). San Juan nos da la explicación de ese ardiente deseo: «como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1).

Meditemos las palabras del Señor en aquella noche memorable. Tomando en sus manos pan y vino, se dirigió a los Apóstoles: «esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros (...). Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros (...). Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19-20). Desde entonces, cada vez que se celebra la Santa Misa, el misterio pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, se hace verdaderamente presente en nuestros altares.

2. El Siervo de Dios Juan Pablo II señalaba, en su última encíclica, que el sacrificio de la Cruz «es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo “después de habernos dejado el medio para participar de él”, como si hubiésemos estado presentes» (enc. Ecclesia de Eucharistia, 11).

Es una realidad sobrenatural, magnífica y sobrecogedora a la vez, que sólo la Omnipotencia y el Amor de Dios podía realizar. La Misa es el medio que nos ha dejado el Señor para que participemos personalmente en el sacrificio del Gólgota como si hubiéramos estado presentes. Detengámonos unos momentos en estas palabras de Juan Pablo II.

3. En el Calvario se hallaban presentes personas muy variadas. Diversas fueron también sus actitudes. Sólo la Madre de Jesús, al pie de la cruz, participó plenamente en el sacrificio de su Hijo y se unió íntimamente a Él, llena de fe, esperanza y caridad. San Juan y las santas mujeres, que la acompañaban, estaban allí movidos por el amor y el agradecimiento. A los príncipes de los sacerdotes, a los escribas y fariseos, que habían organizado la muerte del Señor, les movía el odio y la envidia. Los soldados romanos, encargados de ejecutar la sentencia, se hallaban allí para cumplir su cometido. A otros, en fin, les movía simplemente la curiosidad.

Queridísimos hermanos. ¿Con cuál de estos personajes nos identificamos nosotros, cuando asistimos a la Santa Misa, que es la representación sacramental del Sacrificio del Calvario? Me diréis —y me digo yo a mí mismo—, con razón, que no queremos ser, de ninguna manera, hombres odiadores, ni tampoco espectadores pasivos; que nuestro afán más íntimo sería comportarnos como la Virgen Santísima. Pero debemos preguntarnos: este deseo, ¿se traduce en hechos, se hace realidad en mi vida?

Al meditar en el amor inconmensurable de Jesús, que se nos entrega en la Eucaristía —en la Misa y en el Sagrario—, debería salir de nuestro corazón aquel grito de San Josemaría en la contemplación de uno de los misterios dolorosos del Rosario: «Ya no más, Jesús, ya no más...» (Santo Rosario, III misterio doloroso). Repitamos también nosotros: Señor, no queremos dejarte solo en la Cruz. Desde ahora, con tu gracia, me esforzaré para que la Santa Misa tenga para mí la inmensa riqueza sobrenatural que encierra.

Pero no bastan los buenos deseos. Es preciso hacer propósitos concretos. Y, entre éstos, uno muy importante es prepararnos bien, cada vez que nos disponemos a participar en el Santo Sacrificio.

A la Misa se halla íntimamente unido el sacerdocio. Los sacerdotes están para la Eucaristía: para consagrarla y distribuirla a los fieles, preparándolos antes —mediante la predicación y el sacramento de la Penitencia— a recibir al Señor con las mejores disposiciones. Hoy es también el día de la institución del sacerdocio ministerial. ¡Qué buen momento es éste, para pedir a Dios que no falten buenos pastores —santos, doctos, sacrificados, ¡abundantes!— en la Iglesia. Recemos por esta intención con fe y confianza. Recemos también por el Papa.

4. En la reciente exhortación apostólica Sacramentum caritatis, Benedicto XVI subraya que «en la Eucaristía, Jesús no da “algo”, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros» (n. 7).

Ante este derroche de la caridad divina, nuestra reacción no puede ser más que una: amor con amor se paga. ¿Cómo corresponder a la entrega del Señor por cada uno?

En primer lugar, entregándonos nosotros mismos, cada uno en el camino que Dios le señale. Por eso, si el Espíritu Santo, a alguno de vosotros, le hace plantearse la posibilidad de dedicarse totalmente al servicio de Dios y de las almas, que sea generoso, que no se ande con regateos ni con medias tintas. El mundo necesita muchos hombres que sean “apóstoles de apóstoles”, y Dios les concede siempre la gracia necesaria para corresponder, y además les llena de alegría el corazón y la vida entera.

La segunda consecuencia la expresa así el Papa: «No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él» (Sacramentum caritatis, n. 84). ¡Apostolado, hijos míos, apostolado! Así correspondemos a la entrega de Cristo.

Con San Josemaría, os recuerdo que el camino cristiano «se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor. Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda» (Es Cristo que pasa, n. 158).

Pongamos en manos de la Virgen los frutos de este Triduo pascual. Y Ella, plenamente asociada a la vida y a la muerte de su Hijo, hará que sean abundantes, llenos de fragancia: la fragancia de una existencia dedicada enteramente en servicio de la Iglesia y de todas las almas. Así sea.

Romana, n. 44, Enero-Junio 2007, p. 113-115.

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