Homilía en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, Basílica Vaticana, Roma(1-I-2006)
Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de hoy nuestra mirada sigue fija en el gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios, mientras, con especial relieve, contemplamos la maternidad de la Virgen María. En el pasaje paulino que hemos escuchado (cfr. Ga 4, 4), el Apóstol alude de modo muy discreto a la mujer por la que el Hijo de Dios entró en el mundo: María de Nazaret, la Madre de Dios, la Theotókos. Al inicio de un nuevo año se nos invita a entrar en su escuela, en la escuela de la fiel discípula del Señor, para aprender de ella a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios quiere derramar sobre los que confían en su amor misericordioso.
La salvación es don de Dios. En la primera lectura se nos presenta como bendición: “El Señor te bendiga y te proteja (...); el Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Nm 6, 24. 26). Aquí se trata de la bendición que los sacerdotes solían invocar sobre el pueblo al final de las grandes fiestas litúrgicas, especialmente en la fiesta del año nuevo. Es un texto de contenido muy denso, marcado por el nombre del Señor que viene, repetido al inicio de cada versículo. Este texto no se limita a una simple enunciación de principio, sino que tiende a realizar lo que afirma. En efecto, como es sabido, en el pensamiento semítico la bendición del Señor produce, por su propia fuerza, bienestar y salvación, como la maldición procura desgracia y ruina. La eficacia de la bendición se concreta, después, más específicamente: el Señor te proteja (v. 24), te conceda su favor (v. 26) y te dé la paz; es decir, con otras palabras, el Señor nos da la abundancia de la felicidad.
La liturgia, al presentarnos nuevamente esta antigua bendición en el inicio de un nuevo año solar, es como si quisiera impulsarnos a invocar también nosotros la bendición del Señor para el nuevo año que comienza, a fin de que sea para todos un año de prosperidad y paz. Y este es precisamente el deseo que quisiera dirigir a los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede que participan en esta celebración litúrgica.
Saludo al cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado. Asimismo, saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz. A ellos, en particular, les expreso mi gratitud por el empeño que ponen en difundir el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz, dirigido a los cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. También saludo cordialmente a los numerosos pueri cantores, que con su canto confieren aún mayor solemnidad a esta santa misa, con la que imploramos de Dios el don de la paz para el mundo entero.
Al elegir para el Mensaje de esta Jornada mundial de la paz el tema “En la verdad, la paz”, quise expresar la convicción de que “donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz” (n. 3). Una realización concreta y adecuada de eso se ve en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, en el que hemos contemplado la escena de los pastores en camino hacia Belén para adorar al Niño (cfr. Lc 2, 16).
¿No son los pastores, que el evangelista san Lucas nos describe en su pobreza y en su sencillez obedeciendo al mandato del ángel y dóciles a la voluntad de Dios, la imagen más fácilmente accesible a cada uno de nosotros del hombre que se deja iluminar por la verdad, capacitándose así para construir un mundo de paz?
¡La paz! Este gran anhelo del corazón de todo hombre y de toda mujer se edifica, día tras día, con la aportación de todos, aprovechando también la admirable herencia que nos legó el concilio Vaticano II con la constitución pastoral Gaudium et spes, donde se afirma, entre otras cosas, que la humanidad no logrará construir “un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz” (n. 77).
El momento histórico en el que fue promulgada la constitución Gaudium et spes, el 7 de diciembre de 1965, no era muy diverso del nuestro. Entonces, como por desgracia también en nuestros días, se cernían sobre el horizonte mundial tensiones de diverso tipo. Ante la persistencia de situaciones de injusticia y violencia que siguen oprimiendo a varias zonas de la tierra, ante las que se presentan como las nuevas y más insidiosas amenazas a la paz —el terrorismo, el nihilismo y el fundamentalismo fanático—, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz.
Hace falta un “impulso” de valentía y de confianza en Dios y en el hombre para optar por el camino de la paz. Y esto por parte de todos: personas y pueblos, organizaciones internacionales y potencias mundiales. En particular, en el Mensaje para esta Jornada, he querido invitar a la Organización de las Naciones Unidas a tomar renovada conciencia de sus responsabilidades en la promoción de los valores de la justicia, la solidaridad y la paz, en un mundo cada vez más marcado por el vasto fenómeno de la globalización.
Si la paz es anhelo de todas las personas de buena voluntad, para los discípulos de Cristo es mandato permanente que compromete a todos; es misión exigente que los impulsa a anunciar y testimoniar “el evangelio de la paz”, proclamando que el reconocimiento de la plena verdad de Dios es condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Ojalá que esta conciencia aumente cada vez más, de forma que cada comunidad cristiana se transforme en “fermento” de una humanidad renovada en el amor.
“María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). El primer día del año está puesto bajo el signo de una mujer, María. El evangelista san Lucas la describe como la Virgen silenciosa, en constante escucha de la Palabra eterna, que vive en la palabra de Dios. María conserva en su corazón las palabras que vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas. En su escuela queremos aprender también nosotros a ser discípulos atentos y dóciles del Señor. Con su ayuda maternal deseamos comprometernos a trabajar solícitamente en la “obra” de la paz, tras las huellas de Cristo, Príncipe de la paz. Siguiendo el ejemplo de la Virgen santísima, queremos dejarnos guiar siempre y sólo por Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13, 8).
Amén.
Romana, n. 42, enero-junio 2006, p. 12-14.