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Homilía con ocasión de la entrega del anillo cardenalicio a los nuevos cardenales, Plaza de San Pedro (25-III-2006)

Señores cardenales y patriarcas; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:

Es para mí motivo de gran alegría presidir esta concelebración con los nuevos cardenales, después del consistorio de ayer, y considero providencial que se realice en la solemnidad litúrgica de la Anunciación del Señor y bajo el sol que el Señor nos da. En efecto, en la encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia y también cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial originario.

Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es él a quien siempre celebramos: el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado: la Virgen María. Con una imagen elocuente san Bernardo habla, al respecto, de aquaeductus (cfr. Sermo in Nativitate B. V. Mariae: PL 183, 437-448). Por tanto, al celebrar la encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.

De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al ángel de la Anunciación, pregunta: “¿Dime, oh ángel, por qué ha sucedido esto en María?”. La respuesta, dice el mensajero, está contenida en las mismas palabras del saludo: “Alégrate, llena de gracia” (cfr. Sermo 291, 6). De hecho, el ángel, “entrando en su presencia”, no la llama por su nombre terreno, María, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve y la califica desde siempre: “Llena de gracia (gratia plena)”, que en el original griego es kecaritwme'uh “llena de gracia”, y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: “amada” por Dios (cfr. Lc 1, 28).

Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la sagrada Escritura (cfr. In Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta “pasividad” de María, que desde siempre y para siempre es la “amada” por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad.

En la segunda lectura hemos escuchado la estupenda página en la que el autor de la carta a los Hebreos interpreta el salmo 39 precisamente a la luz de la encarnación de Cristo: “Cuando Cristo entró en el mundo dijo: (...) ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’” (Hb 10, 5-7). Ante el misterio de estos dos “Aquí estoy”, el “Aquí estoy” del Hijo y el “Aquí estoy” de la Madre, que se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios, quedamos asombrados y, llenos de gratitud, adoramos.

¡Qué gran don, hermanos, poder realizar esta sugestiva celebración en la solemnidad de la Anunciación del Señor! ¡Cuánta luz podemos recibir de este misterio para nuestra vida de ministros de la Iglesia! En particular vosotros, queridos nuevos cardenales, ¡qué apoyo podréis tener para vuestra misión de eminente “Senado” del Sucesor de Pedro!

Esta coincidencia providencial nos ayuda a considerar el acontecimiento de hoy, en el que resalta de modo particular el principio petrino de la Iglesia, a la luz de otro principio, el mariano, que es aún más originario y fundamental. La importancia del principio mariano en la Iglesia fue puesta de relieve de modo particular, después del Concilio, por mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, coherentemente con su lema Totus tuus. En su enfoque espiritual y en su incansable ministerio resultaba evidente a los ojos de todos la presencia de María como Madre y Reina de la Iglesia.

Esta presencia materna la sintió más que nunca en el atentado del 13 de mayo de 1981, aquí, en la plaza de San Pedro. Como recuerdo de aquel trágico suceso, quiso que dominara la plaza de San Pedro, desde lo alto del palacio apostólico, un mosaico con la imagen de la Virgen, para acompañar los momentos culminantes y la trama ordinaria de su largo pontificado, que hace precisamente un año entraba en su última fase, dolorosa y al mismo tiempo triunfal, verdaderamente pascual.

El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está “puesto” bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su “sí” a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo. En efecto, entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó fuertemente con la feliz decisión de poner el tratado sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia.

El tema de la relación entre el principio petrino y el mariano podemos encontrarlo también en el símbolo del anillo, que dentro de poco os entregaré. El anillo es siempre un signo nupcial. Casi todos vosotros ya lo habéis recibido el día de vuestra ordenación episcopal, como expresión de fidelidad y de compromiso de custodiar la santa Iglesia, esposa de Cristo (cfr. Rito de la ordenación de los obispos). El anillo que hoy os entrego, propio de la dignidad cardenalicia, quiere confirmar y reforzar dicho compromiso partiendo, una vez más, de un don nupcial, que os recuerda que estáis ante todo íntimamente unidos a Cristo, para cumplir la misión de esposos de la Iglesia.

Por tanto, que recibir el anillo sea para vosotros como renovar vuestro “sí”, vuestro “aquí estoy”, dirigido al mismo tiempo al Señor Jesús, que os ha elegido y constituido, y a su santa Iglesia, a la que estáis llamados a servir con amor esponsal. Así pues, las dos dimensiones de la Iglesia, mariana y petrina, coinciden en lo que constituye la plenitud de ambas, es decir, en el valor supremo de la caridad, el carisma “superior”, el “camino más excelente”, como escribe el apóstol san Pablo (1 Co 12, 31; 13, 13).

Todo pasa en este mundo. En la eternidad, sólo el Amor permanece. Por eso, hermanos, aprovechando el tiempo propicio de la Cuaresma, esforcémonos por verificar que todas las cosas, tanto en nuestra vida personal como en la actividad eclesial en la que estamos insertados, estén impulsadas por la caridad y tiendan a la caridad. Para ello, nos ilumina también el misterio que hoy celebramos. En efecto, lo primero que hizo María después de acoger el mensaje del ángel fue ir “con prontitud” a casa de su prima Isabel para prestarle su servicio (cfr. Lc 1, 39). La iniciativa de la Virgen brotó de una caridad auténtica, humilde y valiente, movida por la fe en la palabra de Dios y por el impulso interior del Espíritu Santo. Quien ama se olvida de sí mismo y se pone al servicio del prójimo.

He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia. Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por las sendas del amor. Este es el camino por el que he querido comenzar mi pontificado, invitando a todos, con mi primera encíclica, a edificar la Iglesia en la caridad, como “comunidad de amor” (cfr. Deus caritas est, segunda parte). Al buscar esta finalidad, venerados hermanos cardenales, vuestra cercanía espiritual y activa es para mí un gran apoyo y consuelo. Os doy las gracias por ello, a la vez que os invito a todos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, a unirnos en la invocación del Espíritu Santo, a fin de que la caridad pastoral del Colegio de cardenales sea cada vez más ardiente, para ayudar a toda la Iglesia a irradiar en el mundo el amor de Cristo, para alabanza y gloria de la santísima Trinidad.

Amén.

Romana, n. 42, enero-junio 2006, p. 45-47.

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