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Homilía en el Encuentro con los jóvenes, Cracovia (28-V-2006)

Hermanos y hermanas:

Hoy, en la explanada de Blonia, en Cracovia, resuena nuevamente esta pregunta recogida en los Hechos de los Apóstoles. Esta vez se dirige a todos nosotros: “¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?”. La respuesta a esta pregunta encierra la verdad fundamental sobre la vida y el destino del hombre.

Esta pregunta se refiere a dos actitudes relacionadas con las dos realidades en las que se inscribe la vida del hombre: la terrena y la celeste. Primero, la realidad terrena: “¿Qué hacéis ahí?”, ¿por qué estáis en la tierra? Respondemos: Estamos en la tierra porque el Creador nos ha puesto aquí como coronamiento de la obra de la creación. Dios todopoderoso, de acuerdo con su inefable designio de amor, creó el cosmos, lo sacó de la nada. Y después de realizar esa obra, llamó a la existencia al hombre, creado a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26-27). Le concedió la dignidad de hijo de Dios y la inmortalidad.

Sin embargo, como sabemos, el hombre se extravió, abusó del don de la libertad y dijo “no” a Dios, condenándose de este modo a sí mismo a una existencia en la que entraron el mal, el pecado, el sufrimiento y la muerte. Pero sabemos también que Dios mismo no se resignó a esa situación y entró directamente en la historia del hombre, que se convirtió en historia de la salvación. “Estamos en la tierra”, estamos arraigados en ella, de ella crecemos. Aquí hacemos el bien en los extensos campos de la existencia diaria, en el ámbito de lo material y también en el de lo espiritual: en las relaciones recíprocas, en la edificación de la comunidad humana y en la cultura. Aquí experimentamos el cansancio de los viandantes en camino hacia la meta por sendas escabrosas, en medio de vacilaciones, tensiones, incertidumbres, pero también con la profunda conciencia de que antes o después este camino llegará a su término. Y entonces surge la reflexión: ¿Esto es todo? ¿La tierra en la que “nos encontramos” es nuestro destino definitivo?

En este contexto, conviene detenerse en la segunda parte de la pregunta recogida en la página de los Hechos: “¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?”. Leemos que, cuando los Apóstoles intentaron atraer la atención del Resucitado sobre la cuestión de la reconstrucción del reino terreno de Israel, él “fue elevado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos”. Y ellos “estaban mirando fijamente al cielo mientras se iba” (Hch 1, 9-10). Así pues, estaban mirando fijamente al cielo, dado que acompañaban con la mirada a Jesucristo, crucificado y resucitado, que era elevado. No sabemos si en aquel momento se dieron cuenta de que precisamente ante ellos se estaba abriendo un horizonte magnífico, infinito, el punto de llegada definitivo de la peregrinación terrena del hombre. Tal vez lo comprendieron solamente el día de Pentecostés, iluminados por el Espíritu Santo.

Para nosotros, sin embargo, ese acontecimiento de hace dos mil años es fácil de entender. Estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se encierra el sentido definitivo de nuestra vida.

Queridos hermanos y hermanas, con profunda emoción celebro hoy la Eucaristía en la explanada de Blonia, en Cracovia, lugar en el que varias veces celebró el Santo Padre Juan Pablo II durante sus inolvidables viajes apostólicos a su país natal. Durante la liturgia se encontraba con el pueblo de Dios casi en todas las partes del mundo, pero no cabe duda de que cada vez que celebraba la santa misa en la explanada de Blonia, en Cracovia, era para él un acontecimiento excepcional. Aquí volvía con el pensamiento y el corazón a las raíces, a las fuentes de su fe y de su servicio a la Iglesia. Desde aquí veía Cracovia y toda Polonia.

Durante la primera peregrinación a Polonia, el 10 de junio de 1979, terminando su homilía en esta explanada, dijo con nostalgia: “Permitidme que, antes de dejaros, dirija todavía una mirada sobre Cracovia, esta Cracovia de la cual cada una de las piedras y ladrillos me son queridos; y que mire también desde aquí a Polonia...” (n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 10). Durante la última santa misa celebrada en este lugar el 18 de agosto de 2002, en la homilía dijo: “Agradezco la invitación a visitar mi Cracovia y la hospitalidad que me habéis brindado” (n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 6). Quiero recoger estas palabras, hacerlas mías y repetirlas hoy: os agradezco de todo corazón “la invitación a visitar mi Cracovia y la hospitalidad que me habéis brindado”. Cracovia, la ciudad de Karol Wojtyla y de Juan Pablo II, es también mi Cracovia. Es también una Cracovia amada por innumerables multitudes de cristianos en todo el mundo, que saben que Juan Pablo II llegó a la colina vaticana desde esta ciudad, desde la colina de Wawel, “desde un país lejano”, el cual, gracias a este acontecimiento, se transformó en un país amado por todos.

Al inicio del segundo año de mi pontificado he venido a Polonia y a Cracovia por una necesidad del corazón, como peregrino tras las huellas de mi predecesor. Quería respirar el aire de su patria.

Quería mirar la tierra en la que nació y donde creció para asumir su incansable servicio a Cristo y a la Iglesia universal. Deseaba, ante todo, encontrarme con los hombres vivos, sus compatriotas, experimentar vuestra fe, de la que él sacó la savia vital, y asegurarme de que estéis firmes en ella.

Aquí quiero también pedir a Dios que conserve en vosotros la herencia de la fe, de la esperanza y de la caridad que Juan Pablo II legó al mundo y de modo particular a vosotros.

Saludo cordialmente a todas las personas reunidas en la explanada de Blonia, en Cracovia, hasta donde llega mi mirada y más allá. Quisiera estrechar la mano a cada uno, mirándolo a los ojos. Abrazo con el corazón a todos los que participan en nuestra Eucaristía a través de la radio y la televisión. Saludo a toda Polonia. Saludo a los niños y a los jóvenes, a las familias y a las personas solas, a los enfermos y a los que sufren en el espíritu y en el cuerpo, que carecen de la alegría de vivir. Saludo a todos los que, con su trabajo de cada día, multiplican el bien de este país. Saludo a los polacos que viven fuera de los confines de la patria, en todo el mundo.

Agradezco al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo metropolitano de Cracovia, las cordiales palabras de bienvenida. Saludo al señor cardenal Franciszek Macharski y a todos los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a nuestros huéspedes comunes que han venido de numerosos países, especialmente de los limítrofes. Saludo al señor presidente de la República, al señor primer ministro, a los representantes de las autoridades estatales, territoriales y locales.

Queridos hermanos y hermanas, el lema de mi peregrinación en tierra polaca, tras las huellas de Juan Pablo II, es: “¡Permaneced firmes en la fe!”. La exhortación que encierran estas palabras se dirige a todos los que formamos la comunidad de los discípulos de Cristo, se dirige a cada uno de nosotros. La fe es un acto humano muy personal, que se realiza en dos dimensiones. Creer quiere decir, ante todo, aceptar como verdad lo que nuestra mente no comprende del todo. Es necesario aceptar lo que Dios nos revela sobre sí mismo, sobre nosotros mismos y sobre la realidad que nos rodea, incluida la invisible, inefable, inimaginable.

Este acto de aceptación de la verdad revelada ensancha el horizonte de nuestro conocimiento y nos permite llegar al misterio en el que está inmersa nuestra existencia. A esta limitación de la razón no se concede fácilmente el consenso. Y precisamente aquí es donde la fe se manifiesta en su segunda dimensión: la de fiarse de una persona, no de una persona cualquiera, sino de Cristo. Es importante aquello en lo que creemos, pero más importante aún es aquel en quien creemos.

San Pablo nos habla de esto en el pasaje de la carta a los Efesios, que se ha leído hoy. Dios nos ha dado un espíritu de sabiduría y “ha iluminado los ojos de nuestro corazón para que conozcamos cuál es la esperanza a que hemos sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos; y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo” (cfr. Ef 1, 17-20). Creer quiere decir abandonarse a Dios, poner en sus manos nuestro destino. Creer quiere decir entablar una relación muy personal con nuestro Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo, y hacer que esta relación sea el fundamento de toda la vida.

Hoy hemos oído las palabras de Jesús: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Hace siglos estas palabras llegaron también a tierra polaca. Han constituido y siguen constituyendo constantemente un desafío para todos los que admiten pertenecer a Cristo, para los cuales su causa es la más importante. Debemos ser testigos de Jesús, que vive en la Iglesia y en el corazón de los hombres. Es él quien nos asigna una misión. El día de su ascensión al cielo, dijo a los Apóstoles: “Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación. (...) Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la palabra con las señales que la acompañaban” (Mc 16, 15).

Queridos hermanos y hermanas, con la elección de Karol Wojtyla a la Sede de Pedro, al servicio de toda la Iglesia, vuestra tierra se convirtió en lugar de un particular testimonio de fe en Jesucristo. Vosotros mismos habéis sido llamados a dar este testimonio ante el mundo entero. Esta vocación es siempre actual, y quizá más actual aún desde el momento de la santa muerte del siervo de Dios. Dad siempre al mundo vuestro testimonio.

Antes de volver a Roma para continuar mi ministerio, os exhorto a todos, citando las palabras que Juan Pablo II pronunció aquí en el año 1979: “Debéis ser fuertes, queridísimos hermanos y hermanas. Debéis ser fuertes con la fuerza que brota de la fe. Debéis ser fuertes con la fuerza de la fe. Debéis ser fieles. Hoy más que en cualquier otra época tenéis necesidad de esta fuerza. Debéis ser fuertes con la fuerza de la esperanza, que lleva consigo la perfecta alegría de vivir y no permite entristecer al Espíritu Santo. Debéis ser fuertes con la fuerza del amor, que es más fuerte que la muerte. (...) Debéis ser fuertes con la fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad, consciente y madura, responsable, que nos ayuda a entablar el gran diálogo con el hombre y con el mundo en esta etapa de nuestra historia: diálogo con el hombre y con el mundo, arraigado en el diálogo con Dios mismo —con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo—, diálogo de la salvación” (Homilía, 10 de junio de 1979, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 10).

También yo, Benedicto XVI, sucesor del Papa Juan Pablo II, os ruego que miréis desde la tierra al cielo, que fijéis vuestra mirada en Aquel a quien desde hace dos mil años siguen las generaciones que viven y se suceden en nuestra tierra, encontrando en él el sentido definitivo de la existencia. Fortalecidos por la fe en Dios, esforzaos con empeño por consolidar su reino en la tierra: el reino del bien, de la justicia, de la solidaridad y de la misericordia. Os ruego que testimoniéis con valentía el Evangelio ante el mundo de hoy, llevando la esperanza a los pobres, a los que sufren, a los abandonados, a los desesperados, a quienes tienen sed de libertad, de verdad y de paz. Haciendo el bien al prójimo y promoviendo el bien común, testimoniad que Dios es amor.

Por último, os ruego que compartáis con los demás pueblos de Europa y del mundo el tesoro de la fe, también en consideración del recuerdo de vuestro compatriota que, como Sucesor de san Pedro, hizo esto con extraordinaria fuerza y eficacia. Y también acordaos de mí en vuestras oraciones y en vuestros sacrificios, como os acordabais de mi gran predecesor, para que yo pueda cumplir la misión que Cristo me ha confiado. Os ruego: permaneced firmes en la fe. Permaneced firmes en la esperanza. Permaneced firmes en la caridad. Amén.

Romana, n. 42, enero-junio 2006, p. 53-57.

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