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En la apertura del curso académico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz Roma 13-XII-2005

Empezamos un nuevo año en la vida de esta Universidad y estamos especialmente agradecidos al Señor por el año recién transcurrido. De alguna manera, sentimos la necesidad de decir, como los Apóstoles Pedro y Juan: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”[1]. En efecto, el año que estamos acabando ha sido rico en experiencias y en manifestaciones del amor de Dios a nosotros. En él se han juntado el dolor y el gozo, al ver el tránsito de nuestro amadísimo Juan Pablo II y la efusión de gracias que el Señor ha derramado sobre la Iglesia y sobre el mundo. Con gran esperanza hemos vivido los días del Cónclave y nos hemos llenado de agradecimiento por el don del nuevo Papa Benedicto XVI.

Al día siguiente de su elección, el Santo Padre afirmaba: «Podemos decir que el funeral de Juan Pablo II fue una experiencia realmente extraordinaria, en la que, de alguna manera, se percibió el poder de Dios que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor»[2]. Sí, hemos tenido experiencia de esta fuerza unificadora, y de alguna forma reconocemos en ella el núcleo de nuestra tarea universitaria: unificar en la verdad y en el amor.

Vivimos en una época en la que se siente de modo especial el deseo de unidad entre los pueblos, a veces también como reacción ante situaciones de división. La evidencia de la guerra y de los múltiples atentados en contra de la vida humana, a nivel individual y social, hace surgir en los hombres de buena voluntad una profunda aspiración a la paz y a la concordia. Sin embargo, lo que mueve al cristiano a la búsqueda de la unidad no son sólo motivos negativos. En este esfuerzo, cada uno de nosotros se siente movido por la caridad de Cristo, de la que la Iglesia es signo e instrumento[3]. Nuestro Señor, que ha rezado al Padre ut omnes unum sint[4], para que todos seamos una sola cosa, nos ha dejado también la fuente y la manifestación definitiva de la unidad: el Santísimo Sacramento de la Eucaristía[5].

Sabemos cuán viva era en el corazón de Juan Pablo II la preocupación por la unidad de los cristianos, y cuán viva es también ahora en el Santo Padre Benedicto XVI. Sus pontificados han quedado simbólicamente unidos por el Año de la Eucaristía, que ha concluido hace dos meses con la Asamblea del Sínodo de los Obispos. No es casual esta conexión, porque —como enseñaba Juan Pablo II— «El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo»[6]. A lo largo de este año, la Eucaristía nos ha inspirado y nos ha dado fuerza, y ahora tiene que seguir guiando nuestro empeño por «unificar en la verdad y en el amor».

Todos los cristianos son responsables de esta unidad, pero la institución universitaria tiene una misión específica al respecto. Tradicionalmente su tarea ha consistido en promover el intercambio de experiencias y la apertura cultural. Esto a menudo ha sido favorecido por el hecho de concentrar personas de diferente proveniencia geográfica, pero también, sobre todo, por la promoción, en cada uno, de un espíritu de universalidad. Universitas Studiorum no significa sólo amplitud de materias de estudio, sino fundamentalmente estudio con perspectiva de universalidad. Esta apertura se estimula ulteriormente cuando los estudios tienen lugar en Roma, con razón llamada caput mundi. Estudiar en la Ciudad Eterna significa —como decía el amado Juan Pablo II— «aprender Roma»[7], es decir, impregnarse de catolicidad, cultivar un espíritu universal enraizado en la fe.

La apertura cultural es característica del espíritu católico y encuentra su fundamento en la fe y en la caridad. No se puede estar abierto hacia otras culturas si no se es fiel a la verdad, si no se ama la verdad. A este respecto, Benedicto XVI nos ha prevenido contra la «dictadura del relativismo»[8]. porque cuando no se quiere reconocer la verdad se cae necesariamente en la arbitrariedad y, en último término, se abre camino a la violencia. Por esto, también nosotros queremos poner en el centro de nuestro trabajo cotidiano el lema escogido por el Papa en el momento de su ordenación episcopal: «Colaboradores de la Verdad».

Si queremos unir a todos los hombres entre ellos y unirlos con Dios, es necesario por nuestra parte el estudio profundo de la verdad revelada y de la cultura humana, así como el empeño cotidiano por ser fieles a la verdad. Unificar en la verdad y en el amor requiere de nosotros estar unidos a la Verdad con mayúscula, que es Cristo. Es la amistad con Cristo —decía el Santo Padre poco antes de su elección— la que «nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad»[9].

Por esta razón, nuestro empeño por unificar en la verdad y en el amor requiere una sólida unidad de vida personal, fundada en la Eucaristía. San Josemaría Escrivá, predicador incansable de la unidad de vida, estaba convencido de que el cielo y la tierra se unen en el corazón humano, cuando vivimos santamente la vida ordinaria[10]. Afirmaba continuamente que «la Misa es centro y raíz de la vida cristiana»[11], y que debemos luchar para poner en práctica esa verdad en la propia vida, «de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...»[12].

Al abrir las sesiones del reciente Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI pidió a los participantes que estudiaran de qué modo se podría hacer más intensa la conexión entre la Santa Misa y la vida cotidiana de los fieles. Se trata de un llamamiento que debemos sentir particularmente dirigido a nosotros, en cuanto universitarios. La Eucaristía debe ser el fundamento de nuestro trabajo, en el común empeño por unificar en la verdad y en el amor. Permitidme por esto que os diga, con el Santo Padre: «Debemos todos recomenzar desde la Eucaristía».

Que María, “Mujer eucarística”, nos ayude en este empeño. Que Ella nos conduzca siempre de la mano hacia Jesús. Se lo pedimos de modo especial durante el Adviento, para que podamos llegar a la Navidad mejor preparados. Acerquémonos, por tanto, con más amor a la Sagrada Eucaristía, donde Nuestro Señor nos espera más inerme e indefenso que en el establo de Belén. El Sagrario debe ser el «Belén» permanente de nuestras iglesias, hacia el que la Virgen nos atrae con la fuerza de su amor.

Con su maternal intercesión y con la ayuda de San Josemaría, declaro inaugurado el año académico 2005-2006.

[1] Hch 4, 20.

[2] BENEDICTO XVI, Primer mensaje al final de la Concelebración Eucarística con los Cardenales Electores en la Capilla Sixtina, 20-IV-2005.

[3] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 1.

[4] Jn 17, 21.

[5] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apost. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 21.

[6] JUAN PABLO II, Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 21.

[7] JUAN PABLO II, Don y misterio, c. V.

[8] Card. JOSEPH RATZINGER, Homilia en la Misa “pro eligendo Romano Pontefice”, 18-IV-2005.

[9] Ibid.

[10] Cfr. SAN JOSEMARÍA, Conversaciones. Amar al mundo apasionadamente, n. 116.

[11] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 102.

[12] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 69.

Romana, n. 41, julio-diciembre 2005, p. 307-309.

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