En el acto de bendición de la estatua de san Josemaría en la basílica de San Pedro Ciudad del Vaticano 14-IX-2005
Con gran alegría, y con el corazón lleno de gratitud a Dios, nos hemos reunido para desvelar la estatua de mármol de san Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, que de ahora en adelante podrá ser venerada por los fieles en este nicho exterior de la basílica de San Pedro.
Nuestro recuerdo va a en primer lugar a Juan Pablo II, de inolvidable memoria, que elevó a la gloria de los altares a este celoso sacerdote el 6 de octubre de 2002 y que aprobó la colocación de su imagen en este lugar. Como es lógico, también estamos profundamente agradecidos al amadísimo Papa Benedicto XVI, que dentro de unos momentos procederá a la bendición de la estatua.
Mi pensamiento se dirige igualmente al Cardenal Francesco Marchisano, Arcipreste de la Basílica de San Pedro, a los demás dignatarios eclesiásticos aquí presentes, a las autoridades y a las innumerables personas de todo el mundo que, movidas por una filial devoción a San Josemaría, habrían querido participar en esta ceremonia. Pienso que en buena medida debemos a sus oraciones el hecho de que hoy podamos transcurrir de modo festivo estos momentos.
Viene a mi memoria la primera noche de San Josemaría en Roma, en el lejano 1946. Desde la pequeña terraza de una casa que se asoma a Piazza di Città Leonina, muy cercana a este lugar, el Fundador del Opus Dei pasó la noche en vela de oración, rezando por la Iglesia y por el Romano Pontífice. Se cumplía entonces uno de los grandes sueños de su vida: venir a Roma videre Petrum, para visitar la tumba del Apóstol y estar cerca de su Sucesor, il dolce Cristo in terra, como le gustaba llamar al Papa tomando en préstamo una feliz expresión de Santa Catalina de Siena. A pesar de este deseo suyo, dejó pasar varios días antes de cruzar el umbral de la basílica, para ofrecer al Señor un sacrificio pequeño pero costoso. La divina Providencia ha querido que, a partir de hoy, su estatua esté perennemente «fijada», por así decir, a la gran basílica que simboliza la catolicidad y romanidad de la Iglesia. ¡Agradezcámoslo a Dios!
En cierto modo, esta imagen sintetiza algunos rasgos fundamentales del espíritu del Opus Dei. Ya en los primeros años 30, en efecto, San Josemaría escribía que, en el seno de la Iglesia, la misión de la que hoy es Prelatura del Opus Dei se compendiaba en tres jaculatorias que él repitió muchas veces a lo largo de su vida. La primera reza así: Deo omnis gloria!, para Dios toda la gloria. Así se comportaba mientras vivió en la tierra, y así continúa haciendo ahora en el cielo, con la perfección propia de las almas que gozan de la visión de Dios. La imagen que hoy contemplamos es un signo elocuente.
La segunda jaculatoria es: Regnare Christum volumus!, queremos que Jesús reine. Es el eco de un texto del Evangelio de Juan —recogido en el libro abierto que sostiene uno de los ángeles— que San Josemaría escuchó en su alma una vez, de modo particularmente claro, durante la celebración de la Misa: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnes traham ad meipsum. Entendió entonces con insólita claridad, según puso por escrito varias veces, el sentido preciso de la misión de las mujeres y los hombres del Opus Dei en el seno de la Iglesia: contribuir a poner a Cristo en el vértice de todas las actividades humanas mediante la santificación de su trabajo profesional y de las circunstancias ordinarias de su vida.
A la tercera jaculatoria, que de algún modo resume toda la misión del Opus Dei, ya me he referido indirectamente al recordar la primera noche romana de San Josemaría. Expresa la unión estrechísima con la Iglesia y el Papa, unión a la que la Prelatura del Opus Dei se siente específicamente llamada, y dice así: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! Esta aspiración agrupa en sí, de modo indisoluble, los “tres grandes amores” del cristiano. Por gracia de Dios, sigue resonando diariamente en el corazón y en los labios de millones de personas.
Antes de terminar, quiero dar las gracias al escultor Cosci por haber plasmado tan bien una actitud típica de San Josemaría, un santo que buscó siempre la protección de la Virgen. Me refiero a sus manos abiertas en gesto de acogida, atentas a nuestras necesidades. Pienso que su gesto es una invitación a que nos dirijamos a él en todos los momentos de nuestro peregrinar terreno, con la más viva confianza de ser escuchados. Gracias.
Romana, n. 41, julio-diciembre 2005, p. 291-292.