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En Roma y desde Roma

El año 2005 pasará a la historia por haber sido el año del fallecimiento de Juan Pablo II y de la elección de Benedicto XVI. Fueron unas fechas —abril y mayo de 2005— en las que, también de un modo práctico y visible, Roma manifestó ser el centro de la cristiandad. La demostración palmaria de amor y fidelidad al Romano Pontífice, la alegría de los centenares de miles de católicos que acudieron a Roma para despedir al anterior Papa y saludar al nuevo, claramente conscientes de la continuidad de la Iglesia, y también el ejemplo de sumisión al designio divino que dio Benedicto XVI desde el primer momento, quedarán grabados para siempre en los corazones de todos los católicos.

Para los fieles del Opus Dei, este año 2006 supone un nuevo impulso para esa unión efectiva y afectiva con el Romano Pontífice, que experimentamos con toda la Iglesia. En el mes de junio, en efecto, se cumplirán sesenta años de la llegada de San Josemaría Escrivá a la Ciudad Eterna, donde permaneció hasta su fallecimiento, en 1975.

Esta efeméride pone en primer plano algunas características esenciales de la vida de San Josemaría que se desarrollaron especialmente durante sus años romanos. La primera es su veneración y unión con la Cabeza visible de la Iglesia. «Como somos hijos de Dios —escribía hace muchos años—, nuestro más grande amor, nuestra mayor estima, nuestra más honda veneración, nuestra obediencia más rendida, nuestro mayor afecto ha de ser también (...) para el Papa. Pensad siempre que después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Papa. Por eso, muchas veces digo: gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»[1].

Desde el primer momento tuvo bien claro —era un don divino— que la Obra que el Señor le llamaba a fundar había de ser un instrumento al servicio de la Iglesia. Esta convicción se expresó desde el principio en una frase concisa y clara: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! Luego, a lo largo de los veintinueve años que pasó en Roma, acrisoló esa unión estrechísima con la sede de Pedro —que caracteriza al Opus Dei desde sus comienzos— y la transmitió a los fieles de la Obra y a innumerables personas del mundo entero.

La historia de las primeras horas de San Josemaría en Roma es muy ilustrativa a este respecto. Su conmoción al divisar por vez primera la cúpula de la Basílica de San Pedro, en el atardecer del 23 de junio de 1946, y la posterior noche en vela, rezando por la persona y las intenciones del Romano Pontífice en el balcón del pequeño piso de la Plaza de Città Leonina, desde el que divisaba los apartamentos pontificios, no eran piedad sentimental, sino manifestación viva de su gran amor —teologal y humano— a la Iglesia y al Papa; un amor que todos los fieles de la Prelatura se saben llamados a emular.

«Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus», solía exclamar el Fundador del Opus Dei haciendo suyo el sentir común de la Iglesia. Y añadía: «Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios. Por eso yo he querido romanizar la Obra. Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho, ¡queredlo mucho! Porque necesita de todo el cariño de sus hijos. Y esto lo entiendo muy bien: lo sé por experiencia, porque no soy como una pared, soy un hombre de carne. Por eso me gusta que el Papa sepa que le queremos, que le querremos siempre, y eso por una única razón: que es el dulce Cristo en la tierra»[2].

Otra característica de su existencia la resumía San Josemaría con las siguientes palabras: «ocultarse y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[3]. Este lema de conducta, inspirado en el ejemplo de Juan el Bautista — illum oportet crescere, me autem minui[4]— guió sus acciones en todo momento y se desarrolló particularmente durante sus años romanos. Tal actitud no suponía dejación de deberes, sino vigilancia incansable para ser muy fiel al espíritu que había recibido de Dios.

San Josemaría permaneció casi treinta años en la Ciudad Eterna, de donde apenas se movió: hizo sólo algunos viajes con el objeto de preparar los primeros pasos de la labor del Opus Dei en diversos países de Europa, y ya al final de su vida recorrió también la Península Ibérica y América Latina en una amplia labor de catequesis. El ejercicio de la caridad pastoral —el estudio y resolución de las cuestiones que se iban presentando conforme se desarrollaba el Opus Dei, la formación de las personas que iban pasando por Roma, la construcción de la sede central...— absorbían por completo las jornadas del Fundador. Con su trabajo fiel en esas tareas sin brillo humano, sin ahorrarse fatigas y sin protagonismos de ningún tipo, San Josemaría fue un apoyo firme para la Iglesia y promovió directísimamente los comienzos del trabajo apostólico de los fieles del Opus Dei en el mundo entero.

Es voluntad de Dios que esta porción viva de la Iglesia crezca y se desarrolle por toda la tierra, trasladando a cada ambiente y a cada lugar un fermento de romanidad. Con su traslado a la Ciudad Eterna hace sesenta años, el Fundador del Opus Dei quiso situar junto a Pedro y a los primeros mártires cristianos el punto de partida de muchos hijos e hijas suyos que se dispersarían por el planeta llevando la semilla del Evangelio. Que este aniversario sea acicate para una más intensa romanización —sentir con la Iglesia y con su Cabeza visible— de todos los fieles de la Prelatura, demostrado en un amor más intenso a la Iglesia y al Papa, siguiendo el ejemplo de San Josemaría: «Cuando vosotros seáis viejos, y yo haya rendido cuentas a Dios, vosotros diréis a vuestros hermanos cómo el Padre amaba al Papa con toda su alma, con todas sus fuerzas»[5].

[1] SAN JOSEMARÍA, Carta 9-I-1932, n. 20.

[2] SAN JOSEMARÍA, Apuntes tomados de la predicación, 11-V-1965.

[3] SAN JOSEMARÍA, Carta con motivo de sus bodas de oro sacerdotales, 28-I-1975.

[4] Jn 3, 30.

[5] SAN JOSEMARÍA, Apuntes tomados de la predicación, 26-X-1958.

Romana, n. 41, Julio-Diciembre 2005, p. 200-201.

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