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En el 29º simposio internacional sobre Teología del sacerdocio de la Facultad de Teología del Norte de España (Burgos 4-III-2005)

EL SANTO DE LA

VIDA ORDINARIA

La figura de San Josemaría

Escrivá de Balaguer en

los textos magisteriales

El día 6 de octubre de 2002, en una inolvidable jornada romana, y ante una inmensa multitud de fieles convocada en la Plaza de San Pedro, el Papa Juan Pablo II proclamó santo a Josemaría Escrivá de Balaguer. De esa memorable fecha ha dejado el Papa un cariñoso testimonio en un libro recientemente publicado. «En octubre de 2002 —recuerda— tuve la alegría de inscribir en el Registro de los Santos a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, celoso sacerdote, apóstol de los laicos para tiempos nuevos»[1].

Estas palabras me han sugerido el hilo conductor de mi intervención en este simposio, al que tan amablemente han querido invitarme las autoridades de la Facultad Teológica del Norte de España. Deseo manifestarles mi más cordial agradecimiento por esta oportunidad de evocar la figura y las enseñanzas de San Josemaría, a quien algunos de los aquí presentes han tenido ocasión de conocer y de tratar personalmente: ocasión que, en mi caso, se ha prolongado a lo largo de casi tres decenios.

Para las presentes reflexiones no partiré, sin embargo, de mi testimonio personal ni del de otros testigos, sino de una fuente de orden diverso y de más alto valor: la fuente serán las homilías y discursos del Romano Pontífice, así como otros documentos de la Santa Sede, acerca de la figura o de las enseñanzas de este santo sacerdote del que Dios ha hecho don a su Iglesia[2].

Por lo demás, el mismo lugar en el que nos encontramos ha visto su caminar y ha sido el marco de un período de su vida, denso de importantes acontecimientos, que los biógrafos suelen resaltar bajo el epígrafe de “época de Burgos”[3]. Me parece oportuno intercalar aquí una digresión: en esta antigua ciudad, durante varios meses, San Josemaría celebró a diario la Santa Misa, tiempo de su jornada en que se unía más intensamente al Sacrificio de la Cruz, abrazado en aquellos años a duras privaciones y entregándose con generosidad a la oración y a la penitencia. Aquí acabó de redactar Camino, y preparó el estudio para su tesis doctoral en Derecho: La Abadesa de las Huelgas. Por estas calles de Burgos charlaba a menudo con los que le buscaban para recibir dirección espiritual. Tenía la costumbre —recordará años más tarde— de salir de paseo por la orilla del Arlanzón, mientras conversaba con ellos, mientras oía sus confidencias, mientras trataba de orientarles con el consejo oportuno que les confirmara o les abriera horizontes nuevos de vida interior; y siempre, con la ayuda de Dios, les animaba, les estimulaba, les encendía en su conducta de cristianos. A veces, nuestras caminatas llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral. Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos[4].

Otras veces, caminando a solas por los anchos y luminosos parajes de esta tierra castellana, su alma se expansionaba en oración contemplativa, como testimonia una carta en la que le confía a uno de los primeros fieles del Opus Dei: Esta mañana, camino de las Huelgas, a donde fui para hacer mi oración, he descubierto un Mediterráneo: la Llaga Santísima de la mano derecha de mi Señor. Y allí me tienes: todo el día entre besos y adoraciones. ¡Verdaderamente que es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Pídele tú que El me dé el verdadero Amor suyo: así quedarán bien purificadas todas mis otras afecciones. No vale decir: ¡corazón, en la Cruz!: porque, si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y enamora, ¿qué no harán las Cinco abiertas en el madero? ¡Corazón, en la Cruz!: Jesús mío, ¡qué más querría yo! Entiendo que, si continúo por este modo de contemplar (me metió S. José, mi Padre y Señor, a quien pedí que me soplara), voy a volverme más chalao que nunca lo estuve. ¡Prueba tú![5].

San Josemaría ha enseñado a un gran número de almas a adentrarse por los caminos de contemplación en la vida ordinaria, los que, guiado por el Espíritu Santo, recorrió a lo largo de sus años en la tierra. El Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre la heroicidad de sus virtudes le denominaba «contemplativo itinerante»[6]. En esta característica de su espíritu se ha detenido en diversas ocasiones, como veremos después, el Romano Pontífice, hasta llegar a definirle como «el santo de la vida ordinaria»[7], palabras que, por su honda expresividad, he escogido como título de esta relación.

Me referiré, en primer lugar, a rasgos espirituales y pastorales de la figura de San Josemaría más destacados en los textos pontificios. Después, me detendré en algunas características nucleares de su contribución a la vida y a la santidad de la Iglesia, tal como las resaltan esos mismos textos. Por último apuntaré algunas líneas de reflexión teológica que ahí se abren, para finalizar con unas consideraciones acerca de la proyección de las enseñanzas de San Josemaría sobre el presente y el futuro de la Iglesia.

I. LA FIGURA DE

SAN JOSEMARÍA EN EL

MAGISTERIO PONTIFICIO

Algunos rasgos espirituales destacados en los documentos pontificios

Paso a tratar algunos rasgos espirituales subrayados en los textos pontificios

Siempre afirmó este sacerdote santo que el fundamento de su vida se encontraba en el sentido de la filiación divina. La vida mía —comenta en una de sus homilías— me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre (...) A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad)[8]. Así lo quiso resaltar Juan Pablo II, en su homilía durante la ceremonia de beatificación, en 1992: «Su vida espiritual y apostólica —señalaba el Papa— estuvo fundamentada en saberse, por la fe, hijo de Dios en Cristo. De esta fe se alimentaba su amor al Señor, su ímpetu evangelizador, su alegría constante, incluso en las grandes pruebas y dificultades que hubo de superar. “Tener la cruz es encontrar la felicidad, la alegría”, nos dice en una de sus Meditaciones, “tener la cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios”»[9]. No puede ser más certera esta afirmación del Papa, porque, en efecto, la honda actitud filial que informaba los pensamientos y afectos de San Josemaría, se manifestaba en su abrazar a diario la Cruz de Cristo.

Diez años después, en la ceremonia de canonización, Juan Pablo II volvía a remachar ese mismo aspecto: «Ciertamente, no faltan incomprensiones y dificultades para quien intenta servir con fidelidad la causa del Evangelio. El Señor purifica y modela con la fuerza misteriosa de la Cruz a cuantos llama a seguirlo; pero en la Cruz —repetía el nuevo Santo— encontramos luz, paz y gozo: “Lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce!”»[10].

San Josemaría se dirigía a Dios en cierta ocasión con estos conceptos que menciona la homilía pontificia de 1992: Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios[11]. El perfil de su figura que se revela en estas palabras es firme y vigoroso. Al comentarlas en 1993, en el marco de un Simposio teológico sobre las enseñanzas del fundador del Opus Dei, el Siervo de Dios Álvaro del Portillo, testigo privilegiado durante 40 años de aquella diaria conducta santa, dejaba constancia expresa de la inseparabilidad, en el espíritu de San Josemaría, entre sentido de la filiación divina y sentido de la Cruz. «El beato Josemaría —escribió su primer sucesor— recorrió este camino de la unidad entre filiación y Cruz —el camino real de Cristo— durante toda su vida y de forma cada vez más intensa (...) Su enseñanza espiritual, en la que vierte la propia experiencia de Dios y de sus designios, revela a cada paso la seguridad vivida de que precisamente la Cruz es el camino que debe recorrer quien quiere seguir a Cristo en todas las circunstancias»[12].

He querido destacar en primer lugar ese hondo y existencial sentido de la filiación divina, íntimamente ligado a la identificación con la Cruz, porque representa el fundamento de la respuesta espiritual de San Josemaría. Constituye en realidad el rasgo en el que se apoyan todos los demás aspectos característicos de su figura humana y sacerdotal[13]. De ahí surge su vida de oración y «esa asidua experiencia unitiva»[14] de la que habla uno de los primeros documentos pontificios al aludir a su persona, con el siguiente comentario ilustrador: «Constantemente inmerso en la contemplación del misterio trinitario, puso en el sentido de la filiación divina en Cristo el fundamento de una espiritualidad en la que la fortaleza de la fe y la audacia apostólica de la caridad se conjugan armónicamente con el abandono filial en Dios Padre»[15].

San Josemaría Escrivá de Balaguer ha dejado tras de sí la huella de un alma contemplativa en medio de los afanes cotidianos, el ejemplo de que es posible, como subraya el mismo documento, «alcanzar las cumbres de la unión con el Señor en medio del fragor del mundo y de la intensidad de un trabajo sin tregua»[16]. En frase de Juan Pablo II, «supo alcanzar las cumbres de la contemplación con la oración continuada, la mortificación constante, el esfuerzo cotidiano de un trabajo cumplido con ejemplar docilidad a las mociones del Espíritu Santo, con el fin de “servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida”»[17].

Enamorado de Jesucristo, ha sido también este sacerdote —con otro rasgo espiritual de su persona que destaca el Magisterio— un «amante apasionado de la Eucaristía»[18]. Dentro del presente Año de la Eucaristía, que por voluntad del Santo Padre está celebrando la Iglesia, resulta especialmente grato recordar que la existencia cotidiana de incontables mujeres y hombres de todo el mundo se fundamenta en el ejemplo de amor eucarístico de San Josemaría: ¡Sé alma de Eucaristía!, escribe con su estilo directo, que interpela al lector. Y prosigue: —Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado![19].

Son muchos, en efecto, los cristianos corrientes que, tras las huellas del fundador del Opus Dei, llenan en este mundo nuestro las calles de las ciudades, los hogares de familia, las oficinas, las fábricas, las universidades y todo el ámbito del trabajo humano honesto, de un profundo amor por la Eucaristía que les lleva a considerar la Santa Misa el centro y la raíz de la vida espiritual[20], al tiempo que procuran permanecer durante la jornada con su corazón en el Señor y con el afán de trabajar como El trabajaba y amar como El amaba[21], para ofrecer todas sus obras «por Cristo, con Él y en Él»[22], como un canto de gloria a Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo.

Rasgos pastorales

Los rasgos espirituales a los que he aludido, son inseparables de otros más explícitamente pastorales también destacados por el Magisterio, como trataré a continuación.

La característica más específica de su misión pastoral, en la que de algún modo confluyen todas las demás, consiste en la proclamación y activa propagación, desde 1928 y hasta el final de sus días, de la llamada universal a la santidad y de la santificación en la vida ordinaria. Como observaba la Congregación para las Causas de los Santos, San Josemaría ha de ser contado entre los «heraldos de la santidad que el Espíritu Vivificador suscita en todo tiempo (...), por la especial fuerza con que, en profética coincidencia con el Concilio Vaticano II, procuró, desde los comienzos de su ministerio, dirigir la llamada evangélica a todos los cristianos: “Tienes obligación de santificarte. Tú también (...). A todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto” (Camino, n. 291)»[23].

Uno de los textos de la doctrina espiritual de San Josemaría, que ha tenido gran resonancia, lleva por título Amar al mundo apasionadamente[24]. El amor cristiano al mundo, en el espíritu del fundador del Opus Dei, posee una esencial dimensión sobrenatural, pues presenta como finalidad propia, así lo dirá Juan Pablo II, la de «elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro»[25]. Como hombre sediento de Dios y gran apóstol[26], afirma el Papa, «San Josemaría estaba profundamente convencido de que la vida cristiana entraña una misión y un apostolado: estamos en el mundo para salvarlo con Cristo. Amó apasionadamente el mundo, con un “amor redentor”»[27].

Pasión por la salvación del mundo significa, ante todo, pasión por la salvación de cada mujer y de cada hombre, creados a imagen de Dios y llamados a ser en Cristo hijos de Dios[28]. Así lo reitera otro de los documentos magisteriales: «Escrivá de Balaguer fue un santo de gran humanidad. Todos los que lo trataron, de cualquier cultura o condición social, lo sintieron como un padre, entregado totalmente al servicio de los demás, porque estaba convencido de que cada alma es un tesoro maravilloso; en efecto, “cada hombre vale toda la sangre de Cristo”»[29].

La frase de San Josemaría que recoge y subraya ese texto pontificio (“cada hombre vale toda la sangre de Cristo”), merece ser resaltada como uno de los grandes destellos de su permanente celo sacerdotal. En una homilía, donde alienta a los sacerdotes al ejercicio generoso de su ministerio pastoral, leemos: La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo[30].

Los orígenes históricos del Opus Dei están estrechamente ligados, como es sabido, al ministerio pastoral de su fundador entre los pobres y enfermos de Madrid. En su alma sacerdotal late con intensidad, con el fuego de la caridad, la pasión por la justicia, sinónimo de pasión por la dignidad, defensa y promoción de cada vida humana, creada a imagen de Dios. Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas —escribe—, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos — conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo —, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres[31].

La existencia de San Josemaría se desenvolvió enteramente marcada con el sello de una actitud de servicio que —en palabras de Juan Pablo II— se hace «patente en su entrega al ministerio sacerdotal y en la magnanimidad con la cual impulsó tantas obras de evangelización y de promoción humana en favor de los más pobres»[32]. En esta misma realidad se detiene también el Decreto sobre la heroicidad de sus virtudes, cuando recuerda que «con infatigable caridad y con una esperanza laboriosa guió la expansión del Opus Dei por todo el mundo, llevando a cabo una vasta movilización de laicos conscientes de su responsabilidad en la misión de la Iglesia. Dio vida a iniciativas de vanguardia en la evangelización y en la promoción humana»[33].

Muchas de las iniciativas promovidas bajo su impulso son quizá poco conocidas por la opinión pública, porque al espíritu de San Josemaría pertenece la cualidad de querer pasar inadvertido para que sólo Dios brille, de no buscar ningún reconocimiento humano, y de esforzarse para que los cristianos actúen con responsabilidad personal, con celo apostólico y amor a la Iglesia. A la vez, mientras se esforzó en desaparecer, supo amar con obras y de verdad[34]. Como indica el mencionado Decreto de virtudes, durante toda su vida «se prodigó en la formación de los miembros del Opus Dei —sacerdotes y laicos, hombres y mujeres—, forjándoles en una sólida vida interior, en un celo ardiente que se manifiesta en el compromiso personal para desarrollar un apostolado capilar, y en una adhesión ejemplar al Magisterio de la Iglesia»[35].

Maestro de vida cristiana

Otra de las características que subrayan los textos pontificios es la que se expresa en el Breve apostólico de Beatificación con estas palabras: San Josemaría ha sido «un auténtico maestro de vida cristiana»[36].

Más recientemente, en la canonización, Juan Pablo II volvía a destacar esta misma idea con matices distintos. «San Josemaría —señala el Papa— fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba una extraordinaria “arma” para redimir el mundo. Aconsejaba siempre: “Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en ‘tercer lugar’, acción” (Camino, 82). No es una paradoja, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado reside, ante todo, en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Éste es, en el fondo, el secreto de la santidad y del verdadero éxito de los santos»[37].

Muchos hombres y mujeres han descubierto ese «secreto de la santidad» a través del Fundador del Opus Dei. «Su vida y su mensaje —recuerda la Bula de canonización—, han llevado, a una innumerable multitud de fieles —sobre todo laicos que trabajan en las más diversas profesiones—, a convertir las tareas más comunes en oración, en servicio a todos los hombres y en camino de santidad»[38]. Al calor de ese espíritu, un gran número de personas ha comprendido la grandeza de la vocación bautismal integrada plenamente en la existencia cotidiana, y ha reencontrado el amor a la Iglesia y el gustoso servicio a la misión evangelizadora.

Lo mismo cabe decir, con las características propias del caso, de tantos sacerdotes seculares de todo el mundo, que han descubierto en San Josemaría, con el decir del Papa, «un luminoso ejemplo de solicitud por la santidad y la fraternidad sacerdotales»[39].

El “santo de la vida ordinaria”

Para cerrar este apartado en el que he pretendido mencionar algunos aspectos del fundador del Opus Dei, destacados por los textos pontificios, nada mejor que acudir a una afirmación acuñada por Juan Pablo II en el contexto de la canonización. La pronunció por vez primera en la Audiencia que concedió a los fieles que habían acudido a aquella solemne ceremonia. «San Josemaría —puntualizó entonces el Papa— fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos»[40].

Aquellas palabras fueron acogidas con un espontáneo aplauso por parte de la multitud que llenaba la Plaza de San Pedro. Muchos de los presentes habían aprendido de San Josemaría a valorar la belleza y la grandeza de la vida de cada día, sencilla y corriente, cuando se desarrolla bajo la luz de Cristo. Para ellos, y para tantos otros fieles en el mundo entero, las frases del discurso del Papa aludían a la experiencia de la propia lucha, a encarar con ese espíritu el quehacer cotidiano. Todos agradecían y entendían muy bien que el Papa llamase a San Josemaría «el santo de lo ordinario».

Esa misma idea ha quedado solemnemente formulada en la Bula de canonización en los siguientes términos: «Asumió y enseñó a asumir este programa [el de “difundir, entre todos los hombres y mujeres, la llamada a participar, en Cristo, de la dignidad de los hijos de Dios, viviendo sólo para servirle”] en medio de las ocupaciones normales de cada día, por lo que con razón se le puede llamar el santo de la vida ordinaria»[41].

Este significativo título nos servirá ahora para continuar ahondando en la enseñanza y en la proyección de la figura del fundador del Opus Dei, siempre al hilo de las intervenciones del magisterio pontificio.

II. UNA CONTRIBUCIÓN

ESPECÍFICA A LA

EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA

El Espíritu Santo edifica la Iglesia con la cooperación de los hombres. En el caso de San Josemaría, su contribución específica a la misión de la Iglesia no ha sido otra que la de su fidelidad integérrima a la llamada recibida para fundar el Opus Dei. Así se lee en el texto de la Bula de canonización: «El 2 de octubre de 1928 el Señor le hizo ver la misión a la que le llamaba y ese día fundó el Opus Dei. Se abría así en la Iglesia un nuevo camino caracterizado por difundir entre hombres y mujeres de toda raza, condición social o cultura, la conciencia de que todos están llamados a la plenitud de la caridad y al apostolado, en el lugar que cada uno ocupa en el mundo. Ciertamente, el Señor nos busca en las circunstancias de la vida ordinaria, verdadero quicio sobre el que gira nuestra respuesta llena de amor»[42]. Desde aquel instante, toda la existencia de San Josemaría dice relación directa al cumplimiento de la misión que le fue encomendada por Dios, y toda su actividad sacerdotal estará puesta al servicio de su realización, en bien de la Iglesia y de todos los hombres.

«La importancia de la figura del beato Josemaría Escrivá» —señalaba el Papa a los participantes en un Congreso teológico celebrado en el contexto de la beatificación del fundador del Opus Dei— «no sólo deriva de su mensaje, sino también de la realidad apostólica que inició. En los sesenta y cinco años transcurridos desde su fundación, la Prelatura del Opus Dei, unidad indisoluble de sacerdotes y laicos, ha contribuido a hacer resonar en muchos ambientes el anuncio salvador de Cristo. Como Pastor de la Iglesia universal me llegan los ecos de ese apostolado, en el que animo a perseverar a todos los miembros de la Prelatura del Opus Dei, en fiel continuidad con el espíritu de servicio a la Iglesia que siempre inspiró la vida de su Fundador»[43].

Invitan, pues, esas palabras del Santo Padre, a considerar la figura de San Josemaría en la íntima unidad de su mensaje con «la realidad apostólica que inició»: el Opus Dei. A este respecto precisa el Romano Pontífice en el Breve apostólico de beatificación que: «En el fiel cumplimiento de su tarea, llevó a sacerdotes y laicos, hombres y mujeres de toda condición, a encontrar en las ocupaciones cotidianas el ámbito de la propia corresponsabilidad en la misión de la Iglesia, con plenitud de dedicación a Dios en las circunstancias ordinarias de la vida secular. “¡Se han abierto los caminos divinos de la tierra!”, exclamaba (Es Cristo que pasa, n. 21): no se limitó en la práctica a describir las perspectivas pastorales que se abrían con ese empeño capilar de evangelización, sino que lo configuró como realidad perteneciente a la naturaleza estable y orgánica de la Iglesia»[44].

Es preciso, en consecuencia, estudiar a la vez el mensaje de San Josemaría y la realidad teológica y pastoral del Opus Dei. El mensaje espiritual y doctrinal se muestra a través de la naturaleza y vida de la Prelatura, que encuentra a su vez las raíces de su identidad teológica y pastoral en ese programa querido por Dios. Esta realidad, precisamente, la encuadran unas palabras de la Constitución apostólica Ut sit, por la que Juan Pablo erigió el Opus Dei en Prelatura personal. «Desde sus comienzos —se recoge en dicha Constitución apostólica—, esta Institución [el Opus Dei] se ha esforzado, no sólo en iluminar con luces nuevas la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad humana, sino también en ponerla por obra; se ha esforzado igualmente en llevar a la práctica la doctrina de la llamada universal a la santidad, y en promover entre todas las clases sociales la santificación del trabajo profesional y por medio del trabajo profesional. Además, mediante la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, ha procurado ayudar a los sacerdotes diocesanos a vivir la misma doctrina, en el ejercicio de su sagrado ministerio»[45].

Luces al servicio de toda la Iglesia

«La historia de la Iglesia y del mundo —señalaba Juan Pablo II en 1993— se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo, que, con la colaboración libre de los hombres, dirige todos los acontecimientos hacía la realización del plan salvífico de Dios Padre. Manifestación evidente de esta Providencia divina es la presencia constante a lo largo de los siglos de hombres y mujeres, fieles a Cristo, que iluminan con su vida y su mensaje las diversas épocas de la historia. Entre estas figuras insignes ocupa un lugar destacado el beato Josemaría Escrivá»[46].

Dios actúa en la historia de muchas maneras, y de modo singular por medio de los santos. Lo que estos fieles servidores aportan a la Iglesia consiste, sustancialmente, en su amor a Dios, materializado, bajo la guía del Espíritu Santo, en su vida y en sus obras. Todos ellos contribuyen a dar a conocer mejor a todas las almas el amor de Dios[47], o lo que es igual, a dar a conocer a Cristo, anunciando a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio[48], como escribe San Josemaría. Cada santo cumple esa tarea de acuerdo con los dones recibidos, que han forjado su personal configuración con el Señor y han establecido los perfiles de su vocación y su misión en la Iglesia.

El testimonio de los santos, como espejo en el que se refleja Cristo, ha incidido siempre con fuerza en el desarrollo de la historia y de la acción de la Iglesia, y ha abierto caminos a la teología. Santidad y teología se hallan enlazadas entre sí por vínculos objetivos que se fundan en la activa presencia del Espíritu Santo. «El Espíritu —precisa espléndidamente el Concilio Vaticano II— habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cfr. 1 Cor 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cfr. Gal 4,6; Rm 8,15-16,26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cfr. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12-4; Gal 5,22), a la que guía hacía toda verdad (cfr. Jn 16,13) y unifica en comunión y ministerio. Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo»[49].

Al calor y con la luz de la íntima actividad del Paráclito, se desarrolla en la Iglesia el mutuo influjo entre santidad y teología, esencialmente unidas ambas al magisterio. La Iglesia —señala otro pasaje conciliar—, «va creciendo, con la asistencia del Espíritu Santo, en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya sea por la contemplación y el estudio de los creyentes que las meditan en su corazón, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad»[50].

La influencia de los santos en la interiorización de la doctrina de fe en cada época, y en consecuencia en el desarrollo histórico de la teología, es determinante para la vida de la Iglesia. Lo expresaba bien la Comisión Teológica Internacional en un documento de 1988, hablando de la tradición viva de la Iglesia, en la que se conjuga la perennidad de la verdad revelada con su comprensión actualizada en cada momento bajo la guía del Espíritu Santo. Esa comprensión, «no es un proceso puramente intelectual, ni sólo un proceso existencial o sociológico; tampoco consiste sólo en la definición más exacta de los conceptos concretos, en consecuencias lógicas o en meros cambios de formulaciones y en nuevas formulaciones. Está sugerida, sostenida y dirigida por la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia y en los corazones de los cristianos concretos. Tiene lugar a la luz de la fe; está impulsada por los carismas y por el testimonio de los santos, que el Espíritu de Dios otorga a la Iglesia en un tiempo determinado»[51].

En este orden de ideas, el nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer quedará siempre asociado a la proclamación de la llamada universal a la santidad, y a la aplicación de esa doctrina en un concreto mensaje de santificación por medio del trabajo profesional ordinario. «Con sobrenatural intuición —afirmó el Papa en la ceremonia de la beatificación— predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación»[52]. Nos sitúan estas palabras ante el elemento más característico de la enseñanza de San Josemaría, que —como señaló Juan Pablo II en otro momento— «puede ser fuente de inspiración para el pensamiento teológico. En efecto, la investigación teológica, que lleva a cabo una mediación imprescindible en las relaciones entre la fe y la cultura, progresa y se enriquece acudiendo a la fuente del Evangelio, bajo el impulso de la experiencia de los grandes testigos del cristianismo. Y el beato Josemaría es, sin duda, uno de éstos»[53].

III. ALGUNAS LÍNEAS DE

REFLEXIÓN TEOLÓGICA

Pasamos ahora a considerar algunas perspectivas que se abren para la reflexión teológica. Una idea incansablemente repetida por San Josemaría, y especialmente representativa de su enseñanza, se recoge en esta frase: ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado[54]. No es posible que me detenga a comentar con detalle estas palabras, que son de una densa riqueza. Me fijaré tan sólo en algunos aspectos.

En primer lugar, el mensaje presentado por San Josemaría no viene como algo surgido de su iniciativa, sino de la de Dios, en cuanto íntimamente ligado al origen histórico del Opus Dei, nacido por «inspiración divina», como se lee en la Constitución apostólica Ut sit[55]. En segundo lugar, el eje de la vida espiritual en las enseñanzas de San Josemaría se centra en la santificación del trabajo ordinario de los hijos de Dios, contemplado como actividad santificable y santificadora de uno mismo y de los demás, con una esencial dimensión apostólica por tanto.

Con frase de Juan Pablo II en 1993, San Josemaría «invitó a los hombres y a las mujeres de las más diversas condiciones sociales a santificarse y a cooperar en la santificación de los demás, santificando la vida ordinaria»[56]. La referencia al trabajo santificado se amplia ahora justamente, sin diluir la esencia del mensaje, a la vida ordinaria santificada, en la que se incluyen también los deberes familiares y sociales del cristiano. Desde hace casi treinta años —insistía el fundador en 1957— ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hacer comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la perfección cristiana[57]. Resulta lógico, por tanto, que el Breve pontificio de beatificación, como antes veíamos, afirme que, «en el fiel cumplimiento de su tarea, llevó a sacerdotes y laicos, hombres y mujeres de toda condición, a encontrar en las ocupaciones cotidianas el ámbito de la propia corresponsabilidad en la misión de la Iglesia, con plenitud de dedicación a Dios en las circunstancias ordinarias de la vida secular»[58].

Nos fijaremos ahora en tres aspectos centrales: la santidad del cristiano en la vida cotidiana, la cristianización del mundo ab intra a través de la santificación del trabajo profesional, y la unidad de vida del cristiano.

Santidad del cristiano en la vida cotidiana

Respecto al primer punto, el Papa destaca que San Josemaría «puso en el centro de su predicación la verdad de que todos los bautizados están llamados a la plenitud de la caridad, y que el modo más inmediato para alcanzar esta meta común se encuentra en la normalidad diaria»[59]. Esa normalidad diaria, a la que se refiere este texto pontificio, está entrelazada con usos y modos que se repiten jornada tras jornada en la relación habitual con las personas de la propia familia o del ambiente profesional y social[60]. En el ordinario transcurrir de lo cotidiano nos espera Dios a cada uno: «El Señor quiere entrar en comunión de amor con cada uno de sus hijos en la trama de las ocupaciones de cada día, en el contexto ordinario en el que se desarrolla la existencia»[61], afirma el Romano Pontífice. Las consecuencias teológicas y espirituales resultan evidentes. Para Juan Pablo II, en efecto, «las actividades diarias se presentan como un valioso medio de unión con Cristo, pudiendo transformarse en ámbito y materia de santificación, en terreno de ejercicio de las virtudes y en diálogo de amor que se realiza en las obras. El espíritu de oración transfigura el trabajo y así es posible permanecer en la contemplación de Dios, incluso mientras se realizan diversas ocupaciones»[62].

Que las actividades diarias puedan ser tenidas no sólo como ámbito de santificación sino como materia santificable, aparece como verdad profundamente iluminada por la luz del misterio del Verbo Encarnado. En esta maravillosa realidad inciden con fuerza las luces del carisma fundacional de San Josemaría: No me cansaré de repetir — escribe — que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención[63].

Los quehaceres ordinarios del cristiano, cuando vive unido a Cristo por la gracia —cuando en su intención y en su realización busca enlazar su obrar cotidiano al obrar mismo de Cristo—, se convierten para él en realidad santificable y santificadora[64], porque al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad[65].

«Para cada bautizado que quiere seguir fielmente a Cristo —resalta el Breve de beatificación—, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio, el taller y el hogar pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, que eligió vivir durante treinta años una vida oculta. ¿Se podría poner en duda que el período que Jesús pasó en Nazaret ya formaba parte de su misión salvífica? Por tanto, también para nosotros la vida diaria, en apariencia gris, con su monotonía hecha de gestos que parecen repetirse siempre iguales, puede adquirir el relieve de una dimensión sobrenatural, transfigurándose así»[66]. «El Fundador del Opus Dei ha recordado que la universalidad de la llamada a la plenitud de la unión con Cristo comporta también que cualquier actividad humana pueda convertirse en lugar de encuentro con Dios»[67]. Una densa y gráfica formulación de esa realidad apostólica se encuentra en la siguiente frase de San Josemaría, al contemplar la misión que Dios le había encomendado: se han abierto los caminos divinos de la tierra[68].

Con este espíritu es posible llevar a cabo hoy en profundidad la misión de «informar el orden de las cosas temporales con el espíritu cristiano»[69], como señala el Concilio Vaticano II, tema en el que nos detendremos a continuación.

Santificación del mundo “desde dentro”, a través de la santificación del trabajo

Con hondura teológica escribió San Josemaría que no cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con El una sola cosa. Esta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo. Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado[70].

Esta doctrina, en la que santidad, trabajo y edificación cristiana del mundo se compenetran e informan mutuamente, hasta constituir un tríptico de singular belleza evangélica, ha llegado a convertirse, por la gracia de Dios, en vida de un gran número de cristianos. «El trabajo adquiere así —comenta Juan Pablo II— un papel central en la economía de la santificación y del apostolado cristiano. La particular conexión entre la gracia divina y el dinamismo natural del obrar humano confirma la primacía de la vida sobrenatural de unión con Cristo, a la vez que la traduce en un incisivo esfuerzo de animación del mundo por parte de todos los fieles»[71].

En el espíritu del fundador del Opus Dei late una comprensión teológica del trabajo, dotada de características propias[72]. La Bula de canonización resalta algunas de esas notas al señalar que «en las enseñanzas de Josemaría Escrivá, el trabajo, realizado con la ayuda vivificante de la gracia, se convierte en fuente de inagotable fecundidad, ya que es instrumento para poner la Cruz en la cumbre de todas las actividades humanas, medio para transformar el mundo desde dentro según el Espíritu de Cristo y ocasión de reconciliarlo con Dios»[73]. Diversos e importantes puntos de reflexión se contienen en estas afirmaciones, en las que el trabajo santificado del cristiano se contempla como una realidad activamente integrada en el dinamismo perennemente fecundo de la Redención.

En el texto magisterial apenas citado se alude implícitamente a un preciso acontecimiento histórico que tuvo lugar en Madrid, el 7 de agosto de 1931. Dios hizo entender a San Josemaría, mientras celebraba la Santa Misa ese día, fiesta entonces de la Transfiguración del Señor, que el trabajo de los hijos de Dios ha de ser instrumento para levantar la Cruz de Cristo sobre la cumbre de todas las actividades humanas, contribuyendo así, desde dentro de las realidades temporales, a la exaltación de Cristo y a la atracción de todas las cosas hacia Él, como está escrito en el capítulo 12 del Evangelio de San Juan. Vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias —recordará después San Josemaría—, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioann. 12, 32) (...). Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas[74].

Teología del trabajo y teología de la Cruz se compenetran e iluminan mutuamente en esta grandiosa contemplación de la incesante actualidad de la acción redentora de Cristo, a la que Él ha querido asociar, mediante el Don del Espíritu, a los cristianos, llamados a transformar la tierra con la fuerza de la fe y del amor. «Este mensaje —comentará Juan Pablo II en una ocasión—, tiene numerosas implicaciones fecundas para la misión evangelizadora de la Iglesia. Fomenta la cristianización del mundo “desde dentro”, mostrando que no puede haber conflicto entre la ley divina y las exigencias del genuino progreso humano. Este sacerdote santo enseñó que Cristo debe ser la cumbre de toda actividad humana (cfr. Jn 12, 32)»[75].

En todo tiempo y circunstancia, pero concretamente en los momentos por los que ahora atraviesa la historia de la humanidad, cuando parece haberse impuesto en muchas conciencias el prejuicio de una irremediable disyunción entre fe cristiana y cultura contemporánea, los discípulos de Cristo, como ciudadanos inmersos en la realidad social y cultural, estamos particularmente obligados a hacer que se oiga la voz del Evangelio. San Josemaría nos recuerda que ser cristiano tiene nombre —sustancia— de misión. (...). Ser cristiano no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios[76].

Si es grande nuestra responsabilidad como discípulos de Cristo, no es menor la fuerza de libertad de los hijos de Dios para defender la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 11) en esta etapa de la historia, tan necesitada de vida y de alma cristiana. Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra[77].

En el Decreto emanado en 1990 por la Congregación para las Causas de los Santos acerca de las virtudes heroicas de Josemaría Escrivá de Balaguer, hallamos una síntesis de cuanto acabamos de decir, cuando señala: «Regnare Christum volumus! ¡Queremos que Cristo reine! Ese es el programa de Mons. Escrivá: “Poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas”: desde todos los ambientes y profesiones, su servicio eclesial ha provocado un movimiento ascensional de elevación hacia Dios de los hombres inmersos en las realidades temporales»[78].

Una teología de la unidad de vida del cristiano

Tomando ocasión de las palabras que acabo de citar, podemos dar ahora un nuevo paso para captar más a fondo la profundidad teológica de la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer.

Desde que en octubre de 1928 recibió la semilla del Opus Dei, comienza a multiplicarse su actividad pastoral entre personas de todas las condiciones. A pesar de las dificultades de los comienzos, pronto se verá rodeado de un grupo de sacerdotes y de laicos, hombres y mujeres, estudiantes y profesionales, sanos y enfermos, para quienes el ejemplo de su amor a Dios y el nervio sobrenatural de su enseñanza serán el camino, que les conducirá a descubrir el ideal de la santidad cristiana y de la misión apostólica en el cumplimiento de los propios deberes profesionales, familiares y sociales: el ideal de vivir para la gloria de Dios sin salir del propio lugar, llevando con alma sacerdotal[79] el peso suave y ligero de la Cruz[80] para corredimir con Cristo.

Al promover entre fieles cristianos de todas las condiciones este ideal, San Josemaría ha contribuido a forjar, en la Iglesia contemporánea, una dilatada experiencia de vida contemplativa en medio de las actividades ordinarias y una extensa conciencia de la responsabilidad apostólica personal. Cristo nos espera —insiste en una de sus homilías—. Vivamos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra (...). Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención. Seamos almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él por Nuestra Madre Santa María y, por Él, al Padre y al Espíritu Santo[81].

Para ahondar en el amplio fenómeno pastoral suscitado por Dios en la Iglesia, a través de San Josemaría, hemos de acudir a la noción de unidad de vida, frecuente en su enseñanza[82]. El Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre la heroicidad de las virtudes incluía una certera referencia a esa noción y a los elementos teológicos que la integran: «Entre la variedad de caminos de la santidad cristiana» —se lee en el documento—, «la vía recorrida por el Siervo de Dios manifiesta, con particular transparencia, toda la radicalidad de la vocación bautismal. Gracias a una vivísima percepción del misterio del Verbo Encarnado, comprendió Mons. Escrivá de Balaguer que, en el corazón del hombre renacido en Cristo, el entero tejido de las realidades humanas se compenetra con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación. Ya desde el final de los años veinte, el Siervo de Dios, auténtico pionero de la intrínseca unidad de vida cristiana, llevó la plenitud de la contemplación a todos los caminos de la tierra y llamó a todos los fieles, a insertarse en el dinamismo apostólico de la Iglesia, cada uno desde el lugar que ocupa en el mundo»[83].

En ese mismo orden de ideas, San Josemaría insiste en que: No hay — no existe — una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste. También aquí se manifiesta esa unidad de vida que —no me cansaré de repetirlo— es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. Jesús no admite esa división[84].

A las importantes consecuencias de la unidad de vida de cara a la evangelización del mundo contemporáneo, hacía referencia el discurso que Juan Pablo II dirigió en enero de 2002 a los participantes en un Congreso Internacional celebrado en Roma con motivo del Centenario de Josemaría Escrivá de Balaguer. «Mostrad con vuestro esfuerzo diario —decía el Papa— que el amor de Cristo puede animar todo el arco de la existencia, permitiendo alcanzar el ideal de la unidad de vida que, como reafirmé en la exhortación postsinodal Christifideles laici, es fundamental en el compromiso por la evangelización en la sociedad moderna (cfr. n. 17). La oración, el trabajo y el apostolado, como habéis aprendido del beato Josemaría, se encuentran y se funden si se viven con este espíritu. Él os animó siempre a amar apasionadamente el mundo. Y añadió una importante precisión: “Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos” (Camino, n. 939). Así lograréis evitar el peligro del condicionamiento de una mentalidad mundana, que concibe el compromiso espiritual como algo que pertenece exclusivamente a la esfera privada y que, por tanto, carece de relevancia para el comportamiento público»[85].

No salimos nunca de lo mismo —anotó el fundador del Opus Dei—: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte[86]. Sobre el trasfondo de la íntima compenetración de naturaleza y gracia en el corazón del hombre redimido, la inteligencia cristiana tiene en esa noción una fuente de luz. En esta armonía sobrenatural y humana en la doctrina de San Josemaría, la radicalidad de la vocación bautismal a la santidad y al apostolado se funde con un íntegro sentido de la secularidad. El pensamiento creyente tiene en esa noción un desafío: el de ahondar en sus dimensiones teológicas para saber poner en juego, de cara a la evangelización del mundo contemporáneo, sus consecuencias apostólicas.

IV. PROYECCIÓN DEL MENSAJE DE SAN JOSEMARÍA EN EL PRESENTE Y EN EL FUTURO

Entramos ahora en el último apartado de esta ponencia.

Una sugerencia expresa de los organizadores de este Simposio ha sido la de procurar incluir en la exposición un apartado en el que se reflexionase sobre la proyección de esta figura sacerdotal en el futuro de la Iglesia y de la sociedad.

Las mismas fuentes documentales que he venido citando —es decir, los diversos documentos pontificios sobre la persona y la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer— facilitan referirse a esa influencia, ya que, originariamente, son en su mayor parte textos dirigidos a exhortar a seguir su ejemplo y a continuar su misión. Contienen, en consecuencia, frecuentes alusiones a la imitación de ese ejemplo y de esa misión en el momento actual y en el futuro de la Iglesia y la sociedad.

Actualidad y permanencia del mensaje

La certidumbre sobrenatural y la fortaleza que Dios concede a sus elegidos, instándoles a acometer las tareas que les encomienda, constituyen para ellos —aun en el claroscuro de la fe— un firme fundamento de su entrega a esa misión recibida. Esta sencilla idea, fácilmente comprobable en las biografías de los santos, me viene a la cabeza al recordar la seguridad con la que san Josemaría, confiado enteramente en Dios, habla en sus Apuntes íntimos de la proyección del Opus Dei en el tiempo: Como es todo cosa de Dios y Él quiere que salga adelante hasta el fin, sobran los apresuramientos. La Obra comenzó el 2 de octubre de 1928, día de los Santos Ángeles Custodios, y tiene eternidad. ¡Mientras haya hombres viadores, habrá Obra![87].

De hecho, con la mirada de hoy, aquellas íntimas y sobrenaturales convicciones del fundador, radicadas en la fe, en la esperanza y en su inmenso amor a Jesucristo, se han ido realizando por la misericordia de Dios en tantos rincones de la tierra. En la homilía de la Misa de beatificación, Juan Pablo II comentaba que «la actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes, como lo muestra también la fecundidad con la que Dios ha bendecido la vida y obra de Josemaría Escrivá. Su tierra natal, España, se honra con este hijo suyo, sacerdote ejemplar, que supo abrir nuevos horizontes apostólicos a la acción misionera y evangelizadora»[88].

¿Qué elementos propios permiten dar razón de la actualidad y trascendencia del mensaje y, en consecuencia, de esos nuevos horizontes de evangelización que el Papa menciona? La respuesta sólo puede fundarse en la doctrina de la llamada a la santidad en la vida ordinaria, a través del trabajo santificado y santificador, realizado para gloria de Dios y al servicio de todos los hombres, que a tantas almas atrae. En 1966 un periodista del New York Times preguntaba a Josemaría Escrivá de Balaguer: «¿Cómo ve usted el futuro del Opus Dei en los años por venir?» En su contestación, después de señalar que nuestra tarea es colaborar con todos los demás cristianos en la gran misión de ser testimonio del Evangelio de Cristo», afirmaba: La labor que nos espera es ingente. Es un mar sin orillas, porque mientras haya hombres en la tierra, por mucho que cambien las formas técnicas de la producción, tendrán un trabajo que pueden ofrecer a Dios, que pueden santificar. Con la gracia de Dios, la Obra quiere enseñarles a hacer de ese trabajo un servicio a todos los hombres de cualquier condición, raza, religión. Al servir así a los hombres, servirán a Dios[89].

La secuencia de ideas que muestra este pasaje aparece muy clara: mientras haya hombres sobre la tierra habrá también trabajo que realizar y obligaciones ineludibles (profesionales, familiares y sociales) que cumplir; toda esta trama, con la gracia de Cristo, se ha de convertir —el Maestro nos lo ha demostrado con su venida a la tierra— en ámbito de encuentro con Dios, en camino de santidad y de apostolado, en camino de libertad, de donación y de felicidad. Ha quedado perfectamente precisado en uno de los documentos magisteriales que comentamos: «Este mensaje de santificación en y desde las realidades terrenas se muestra providencialmente actual en la situación espiritual de nuestra época, tan solícita en la exaltación de los valores humanos, pero tan proclive también a ceder a una visión inmanentista que entiende el mundo como separado de Dios. Además, al invitar al cristiano a la búsqueda de la unión con Dios a través del trabajo —tarea y dignidad perenne del hombre en la tierra— la actualidad de este mensaje está destinada a perdurar, por encima de los cambios de los tiempos y de las situaciones históricas, como fuente inagotable de luz espiritual»[90].

También en diversos pasajes de otros documentos magisteriales encontramos referencias explícitas a diversos aspectos de la actualidad y perennidad del mensaje de San Josemaría. Citaré a continuación cuatro ejemplos significativos

El primero alude a la contribución de San Josemaría al fortalecimiento de la armonía entre fe y cultura. Es un texto del Discurso que Juan Pablo II dirigió a los asistentes a la canonización, en la audiencia concedida al día siguiente, después de la primera Misa de acción de gracias. Estas fueron las palabras del Papa: «El mensaje de San Josemaría impulsa al cristiano a actuar en los lugares donde se está forjando el futuro de la sociedad. De la presencia activa del laico en todas las profesiones y en las fronteras más avanzadas del desarrollo sólo puede derivar forzosamente una contribución positiva para el fortalecimiento de esa armonía entre fe y cultura, que es una de las mayores necesidades de nuestro tiempo»[91].

El segundo texto trata del empeño de San Josemaría por enseñar a difundir la llamada universal a la santidad, ante todo con el ejemplo de la propia vida coherentemente cristiana. En este caso, son palabras del Papa pronunciadas en la Homilía durante la ceremonia de canonización: «Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis “sal de la tierra” (Mt 5, 13) y brillará “vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16)»[92].

El tema del tercer texto se detiene en el influjo de San Josemaría en la recuperación del sentido cristiano de los bienes creados. «En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios —afirmaba el Papa el 17 de mayo de 1992, durante la ceremonia de beatificación—, el nuevo Beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo. “Todas las cosas de la tierra —enseñaba—, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios” (Carta 19-III-1954[93].

Por último, el Romano Pontífice resalta la trascendencia de las enseñanzas de San Josemaría para la edificación cristiana del mundo. Las consideraciones que cito a continuación pertenecen a la Homilía de la Misa de canonización: «”La vida habitual de un cristiano que tiene fe” —solía afirmar Josemaría Escrivá de Balaguer—, “cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente” (Meditación, 3-III-1954). Esta visión sobrenatural de la existencia abre un horizonte extraordinariamente rico de perspectivas salvíficas, porque, también en el contexto sólo aparentemente monótono del normal acontecer terreno, Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar en su plan de salvación. Por tanto, se comprende más fácilmente, lo que afirma el Concilio Vaticano II, esto es, que “el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo [...], sino que les obliga más a llevarlo a cabo como un deber” (Gaudium et spes, 34)»[94].

En las breves referencias transcritas sobre estos cuatro puntos, elegidas a modo de ejemplo para ilustrar la incidencia del espíritu de San Josemaría en la evangelización presente y futura, laten grandes perspectivas para la misión de la Iglesia, que ha de salir permanentemente al encuentro de los hombres. La Iglesia posee «la mente de Cristo» (1 Cor 2, 16), como dice San Pablo. Se sabe portadora del sentido verdadero del hombre. Por la acción del Espíritu Santo, dispone de un patrimonio de sabiduría teológica y antropológica, vital para la felicidad de la persona, y le incumbe la obligación de proclamarlo en bien de toda la Humanidad. Esta proclamación se vuelve verdaderamente eficaz si el sentido cristiano de la existencia —basta mirar al Dios encarnado para entenderlo— se hace visible y atrayente en la vida real, a través del ejemplo y de las obras de los discípulos del Señor. Desde que el Verbo divino se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos[95], el caminar de la historia reclama la luz y la sal del cristianismo como doctrina y como savia fecunda. Necesita, con otras palabras, que en el auténtico desarrollo del mundo comparezca el activo fermento de la identidad cristiana, encarnada en el existir cotidiano de todos los fieles, y de modo singular de los fieles laicos, puesto que a ellos les incumbe muy directamente esta misión específica. Tenemos una gran tarea por delante —puntualizaba San Josemaría—. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de El los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1 Cor 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin[96].

Para concluir las presentes reflexiones volveré sobre una idea que he dejado apuntada antes. Decía, en breves palabras, que la principal contribución de San Josemaría a la Iglesia universal ha sido su correspondencia a la gracia de Dios para fundar el Opus Dei, que recibió en su alma como semilla divina; y su constante empeño para dejarlo firmemente enraizado. No alcanzó a ver en su vida terrena el punto final del itinerario jurídico de la Obra, en el ordenamiento canónico de la Iglesia. El Señor quiso de su entrega ese postrer sacrificio. Pero condujo al Opus Dei hasta las puertas del último tramo, y, conforme había dispuesto la Providencia divina, legó en manos de otros —especialmente en las su primer sucesor, el Siervo de Dios Álvaro del Portillo— la tarea y la alegría de culminar, con la bendición de la Iglesia, el desarrollo de aquel largo camino. Mediante la Constitución apostólica Ut sit, del 28 de noviembre de 1982, quedó erigida la Prelatura personal del Opus Dei, a la que está intrínsicamente unida la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Es lógico que, al meditar sobre la actualidad y la proyección de la figura de San Josemaría en la Iglesia y en la sociedad, la atención se dirija también a considerar esa actualidad y esa proyección en el servicio de la Prelatura a las Iglesias locales para la santidad de los fieles y la construcción de una sociedad digna del hombre.

En fecha relativamente reciente, decía Juan Pablo II a un grupo de fieles del Opus Dei: «Estáis aquí en representación de los diversos componentes con los que la Prelatura está orgánicamente estructurada, es decir, de los sacerdotes y los fieles laicos, hombres y mujeres, encabezados por su prelado. Esta naturaleza jerárquica del Opus Dei, establecida en la Constitución apostólica con la que erigí la Prelatura (cfr. Ut sit, 28-XI-1982), nos puede servir de punto de partida para consideraciones pastorales ricas en aplicaciones prácticas. Deseo subrayar, ante todo, que la pertenencia de los fieles laicos tanto a su Iglesia particular como a la Prelatura, a la que están incorporados, hace que la misión peculiar de la Prelatura confluya en el compromiso evangelizador de toda Iglesia particular, tal como previó el Concilio Vaticano II al plantear la figura de las prelaturas personales»[97].

Ésa es, en efecto —como bien conocen y aprecian los Obispos de las diócesis en las que está asentada la labor apostólica de los fieles del Opus Dei—, la consecuencia más inmediata, y desde luego la más importante, del servicio de la Prelatura a las Iglesias particulares. Así lo deseó San Josemaría desde los comienzos, que fomentó siempre en los hombres y mujeres de la Obra un gran amor a la Esposa de Cristo, enseñándoles con su ejemplo a estar dispuestos a cualquier sacrificio y a trabajar silenciosamente por la Iglesia, sin buscar ningún reconocimiento humano. En Camino, por ejemplo, dejó escrito: Ese grito —”serviam!”— es voluntad de “servir” fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios[98]. Ahí se centra su enseñanza, y también, gracias a Dios, marca la impronta cotidiana e imborrable en las actividades de formación y en los apostolados de la Prelatura en todo el mundo, esencialmente caracterizados por la orgánica cooperación del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial.

Dicha cooperación orgánica, es precisamente el punto destacado por Juan Pablo II en otro momento del Discurso que acabo de citar. «La convergencia orgánica de sacerdotes y laicos —señala el Papa— es uno de los campos privilegiados en los que surgirá y se consolidará una pastoral centrada en el “dinamismo nuevo” (cfr. Novo millennio ineunte, n. 15) al que todos nos sentimos impulsados después del gran jubileo»[99].

Ante el inmenso y fascinante panorama de la “nueva evangelización”, resulta necesario y urgente poner en juego las rectas potencialidades apostólicas de los fieles sin excluir ninguna, promoviendo en todos, sacerdotes y laicos, así como en las personas de vida consagrada, el profundo sentido de la comunión eclesial. Señalaba a este respecto, Juan Pablo II que «San Josemaría Escrivá dedicó su vida al servicio de la Iglesia»[100], y proseguía: «Queridos hermanos y hermanas, al imitarle con una apertura de espíritu y de corazón, dispuestos a servir a las Iglesias locales, estáis contribuyendo a dar fuerza a la “espiritualidad de comunión”, que la carta apostólica Novo millennio ineunte indica como uno de los objetivos más importantes para nuestro tiempo (cf. nn. 42-45)»[101].

En una Iglesia llamada a ser alma del mundo contemporáneo, con un «dinamismo nuevo» de santidad y de vibrante anuncio del Evangelio, la figura y la enseñanza de San Josemaría nos recuerdan que el poder de Dios no ha disminuido[102], que el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra[103].

Para terminar, considero conveniente recordar, con palabras de S.E. Mons. Álvaro del Portillo, que «el Opus Dei nunca ha pretendido presentarse como lo último o lo más perfecto en la historia de la espiritualidad. Cuando se vive de fe, se entiende que la plenitud de los tiempos está ya dada en Cristo y que son actuales todas las espiritualidades que se mantienen en la fidelidad al Magisterio de la Iglesia y al respectivo don fundacional. A veces, una visión historicista de la vida de la Iglesia puede sentirse inclinada a despreciar lo antiguo y ponderar lo nuevo, o al revés, sin más razón que la pura cronología. El Opus Dei ama y venera todas las instituciones —antiguas y nuevas— que trabajan por Cristo en filial adhesión al Magisterio de la Iglesia»[104].

[1] JUAN PABLO II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Plaza&Jan;és, Barcelona 2004, p. 109.

[2] Las homilías, discursos y documentos a los que me referiré son los siguientes (citados en orden cronológico): JUAN PABLO II, Constitución Apostólica Ut sit, por la que se erige el Opus Dei en Prelatura personal, 28-XI-1982, en: AAS LXXV (1983) 423-425. CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990, en: AAS LXXXII (1990) 1450-1455. JUAN PABLO II, Breve apostólico de beatificación del Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992, en: AAS LXXXIV (1992) 1058-1060. — Homilía en la Misa de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer y de Josefina Bakhita, 17-V-1992, en: AAS LXXXV (1993) 241-246. — Discurso a los asistentes a la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, 18-V-1992, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XV/1 (1992) 1479-1483. — Discurso a los participantes en el Simposio teológico sobre las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 14-X-1993, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVI/2 (1993) 1013-1016. — Discurso a los participantes en las Jornadas de reflexión sobre la Novo millennio ineunte, 17-III-2001, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XXIV/1 (2001) 537-539. — Discurso a los participantes en el Congreso «La grandeza de la vida corriente», en el Centenario del nacimiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 12-I-2002, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XXV/1 (2002) 42-44. — Bula de canonización del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002. — Homilía en la Misa de canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002. — Discurso a los asistentes a la canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 7-X-2002.

[3] Además de la biografía amplia y documentada de A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, 3 vols., Rialp, Madrid 1997-2003, son numerosas las semblanzas y biografías que han visto la luz en distintas lenguas durante el periodo 1975-2005. Por ejemplo: S. BERNAL, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1976; F. GONDRAND, Au pas de Dieu. Josemaría Escrivá de Balaguer, fondateur de l’Opus Dei, France-Empire, Paris 1982; P. BERGLAR, Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Otto Müller Verlag, Salzburgo 1983; D. HELMING — M. MUGGERIDGE, Footprints in the snow: a pictorial biography of Josemaría Escrivá, the founder of Opus Dei, Scepter / Sinag-Tala, New York — London — Manila 1986; H. DE AZEVEDO, Uma luz no mundo: vida do Servo de Deus Monsenhor Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador do Opus Dei, Prumo — Rei dos livros, Lisboa 1988; A. SASTRE, Tiempo de caminar: semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1989; J.M. CEJAS, Vida del beato Josemaría, Rialp, Madrid 1992; P. URBANO, El hombre de Villa Tevere: los años romanos de Josemaría Escrivá, Plaza & Janés, Barcelona 1995. M. DOLZ, San Josemaría Escrivá: un profilo biografico, Ares, Milano 2002. Sobre el contenido de algunos de estos libros puede verse: J. ORLANDIS, Biografías del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Reseña de las publicadas entre los años 1976 y 1995, en: «Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer» 1 (1997) 675-684. Para una visión de la bibliografía sobre el fundador del Opus Dei en los años finales del pasado siglo, cfr. J.L. HERVÁS, La beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes bibliográficos, en: «Scripta Theologica» 27 (1995) 189-218; F. REQUENA, Cinco años de bibliografía sobre el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (1995-2000), en: «Scripta Theologica» 34 (2002) 195-224; y R. HERRANDO PRAT DE LA RIBA: Los años de seminario de Josemaría Escrivá de Balaguer en Zaragoza (1920-1925). El seminario de S. Francisco de Paula, Rialp, Madrid 2002.

[4] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 65.

[5] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta, 6-VI-1938, a Juan Jiménez Vargas.

[6] Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas, 9-IV-1990, cit., p. 1453.

[7] JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.

[8] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 143.

[9] JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, n. 3.

[10] JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, n. 4.

[11] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Apuntes tomados de una meditación, 28-IV-1963: AGP, PO1 12-63, pp. 12-13.

[12] Á. DEL PORTILLO, Reflexiones conclusivas del Simposio sobre las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (Roma, 12-14 octubre 1993), en: M. BELDA (dir.), Santidad y mundo, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 286-287.

[13] Sobre la filiación divina en la vida y enseñanzas de San Josemaría, cfr. F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 2001, pp. 175-221.

[14] Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1453.

[15] Ibidem.

[16] Ibidem.

[17] JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.

[18] Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1453.

[19] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 835.

[20] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 87.

[21] Ibidem, n. 154.

[22] Misal Romano, Plegaria Eucarística.

[23] Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1450.

[24] Se trata de la homilía pronunciada el 8-X-1967, ante varios miles de personas, en el campus de la Universidad de Navarra; posteriormente fue recogida en el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, nn. 113-123. Para un análisis teológico, cfr. P. RODRÍGUEZ, Santità nella vita quotidiana: «Amare il mondo appassionatamente», en: «Studi Cattolici» 381 (1992) 717-729; A. ARANDA, “El bullir de la sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 2001.

[25] JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, n. 3.

[26] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 17-III-2001, cit., p. 539.

[27] JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, n. 4. La expresión «amor redentor», que usa el Papa, hace referencia al n. 604 del Catecismo de la Iglesia Católica.

[28] Cfr. JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.

[29] JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, n. 3.

[30] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 80.

[31] Ibidem, n. 167.

[32] JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, n. 3.

[33] Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1452.

[34] 1 Jn 3, 18.

[35] Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1452.

[36] JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.

[37] JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, n. 5.

[38] JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.

[39] Ibidem.

[40] JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, n. 2.

[41] JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.

[42] Ibidem.

[43] JUAN PABLO II, Discurso, 14-X-1993, cit., n. 3.

[44] JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.

[45] JUAN PABLO II, Const. ap. Ut sit, 28-XI-1982, cit., p. 423. Sobre la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cfr. L.F. MATEO-SECO, En las Bodas de Oro de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en «Romana» 16 (1993) 119-135.

[46] JUAN PABLO II, Discurso, 14-IX-1993, n. 1.

[47] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 21; cfr. n. 115.

[48] Ibidem, n. 132.

[49] CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 4; cfr. n. 12.

[50] CONC. VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 8.

[51] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La interpretación de los dogmas, BAC, Madrid 1988, p. 447.

[52] JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, n. 3.

[53] JUAN PABLO II, Discurso, 14-IX-1993, n. 4.

[54] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 122.

[55] «Con grandísima esperanza, la Iglesia dirige sus cuidados maternales y su atención al Opus Dei, que por inspiración divina el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer fundó en Madrid el 2 de octubre de 1928, con el fin de que siempre sea un instrumento apto y eficaz de la misión salvífica que la Iglesia lleva a cabo para la vida del mundo» (JUAN PABLO II, Const. ap. Ut sit, 28-XI-1982, cit., p. 423).

[56] JUAN PABLO II, Discurso, 14-IX-1993, n. 3.

[57] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 148.

[58] JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.

[59] JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, n. 2.

[60] San Josemaría enseñó con particular hondura el carácter vocacional del matrimonio y la santificación de los deberes familiares. Cfr., por ejemplo, F. GIL HELLÍN, La vida familiar, camino de santidad, en «Romana» 20 (1995) 224-236.

[61] JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, n. 2.

[62] Ibidem.

[63] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 120.

[64] Ibidem, n. 47.

[65] Ibidem.

[66] JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.

[67] Ibidem.

[68] Cfr., por ejemplo, Es Cristo que pasa, n. 21; Amigos de Dios, n. 314.

[69] CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 4.

[70] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 122.

[71] JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.

[72] Sobre este aspecto central de la enseñanza de San Josemaría, cfr., por ejemplo, J.L. ILLANES, La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Palabra, 10ª ed., Madrid 2001.

[73] JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.

[74] Cfr., por ejemplo, A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei: vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 379-384. Un análisis teológico del texto citado de San Josemaría se puede ver en el trabajo de P. RODRÍGUEZ, Omnia traham ad meipsum: el sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, en «Romana» 13 (1991) 331-352.

[75] JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, n. 4.

[76] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 98.

[77] Ibidem, n. 99.

[78] CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1451.

[79] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 369.

[80] Cfr. Mt 11, 30.

[81] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 126.

[82] Sobre este tema en San Josemaría, cfr. I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en F. OCÁRIZ, — I. DE CELAYA, «Vivir como hijos de Dios», Eunsa, 5ª ed., Pamplona 2000, pp. 91-128.

[83] CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1451.

[84] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 165.

[85] JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, n. 4.

[86] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 10.

[87] Apuntes íntimos, n. 1609; el pasaje tiene fecha de 5-II-1940. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei: vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. II, Rialp, Madrid 2002, p. 484, nt. 212.

[88] JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, n. 3.

[89] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, n. 57.

[90] CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1454.

[91] JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, n. 4.

[92] JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, n. 3.

[93] JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, n. 3.

[94] JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, n. 2.

[95] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 120.

[96] Ibidem, n. 121.

[97] JUAN PABLO II, Discurso, 17-III-2001, nn. 1-2.

[98] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 519.

[99] JUAN PABLO II, Discurso, 17-III-2001, nn. 1-2.

[100] JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, n. 5.

[101] Ibidem.

[102] Cfr. Is 59, 1.

[103] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 314.

[104] A. DEL PORTILLO, El camino del Opus Dei, en IDEM, Rendere amabile la verità, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1995, pp. 256-257.

Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 101-124.

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