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En el 20º aniversario de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma 10-I-2005)

Con el alma llena de gratitud al Señor, deseamos recordar hoy el 20º aniversario, cumplido ayer, del decreto Dei Servus, con el que la Congregación para la Educación Católica erigió, con fecha 9 de enero de 1985, el Centro Académico Romano de la Santa Cruz, núcleo originario de nuestra actual Universidad. Las secciones romanas de las Facultades de Teología y de Derecho Canónico de la Universidad de Navarra habían sido instituidas en el mes de octubre anterior por mi querido y venerado predecesor S.E.R. Mons. Álvaro del Portillo, que había hecho así realidad un sueño largamente acariciado por San Josemaría Escrivá.

En este aniversario, además, van a ser presentados los catorce volúmenes de actas del Congreso celebrado con ocasión del centenario del nacimiento de San Josemaría Escrivá, hace tres años, pocos meses antes de su canonización. Sobre el contenido de esas actas hablará el Rector Magnífico dentro de unos momentos. Yo me limitaré a hacer algunas breves reflexiones sobre el aniversario de la Universidad.

Nadie ignora que en la Iglesia la formación de todos los fieles, una formación adecuada a la específica vocación y misión de cada uno, constituye una de las mayores necesidades del Pueblo de Dios en cada tiempo histórico. De la preocupación del Santo Fundador del Opus Dei por la formación, y particularmente por la de los sacerdotes, nació —además de tantas otras iniciativas en todo el mundo— su deseo de establecer en Roma un centro superior de estudios eclesiásticos.

Como escribió Mons. del Portillo en 1985 en un mensaje a la Facultad de Teologia de la Universidad de Navarra, la Universidad “tiene como programa responder a las repetidas llamadas de Su Santidad Juan Pablo II con el fin de que los teólogos y canonistas —y todos los expertos de las ciencias eclesiásticas— desarrollen su trabajo con lealtad a la doctrina de Jesucristo, transmitida fielmente por el Magisterio y, al mismo tiempo, respondan a los problemas y a las necesidades de la Cultura contemporánea”[1]. Profundizar cada vez más en el conocimiento de Dios y del hombre en orden a alcanzar la unidad de vida personal y participar en la obra evangelizadora de la Iglesia entrando en diálogo con los hombres de nuestro tiempo: he aquí el apasionante panorama que se presenta ante nuestros ojos y que requiere de nuestra parte un empeño cotidiano y constante.

Es importante, en efecto, no olvidar que toda la actividad de los centros eclesiásticos de estudios superiores debe orientarse, en última instancia, a la edificación de la Iglesia y al bien de los fieles. Esta es la específica contribución de las universidades y facultades eclesiásticas a la misión evangelizadora de la Iglesia, ya que el Señor tiene necesidad de apóstoles que sepan transmitir a los demás lo que primero han asimilado en el estudio y en la oración y se esfuerzan después por vivir con ejemplaridad[2].

Ante la situación actual del mundo, que vemos siempre con objetividad y con optimismo, se impone participar en la promoción de una nueva cultura y de una nueva legislación que respondan plenamente al plan de Dios sobre la creación y a la dignidad del hombre. El objetivo es verdaderamente ambicioso, pero para alcanzarlo contamos con la ayuda del Señor. En esta tarea, en esta misión en la que todos los miembros del pueblo de Dios sin excepción deben tomar parte, se inserta la contribución específica de quienes cultivan las ciencias, tanto sagradas como profanas. Dos condiciones son necesarias para que esta contribución dé los frutos que todos deseamos: en primer lugar, un nivel cada vez más alto de competencia científica; en segundo lugar, un trabajo interdisciplinar, sin compartimentos estancos, un trabajo en el que cada rama de la ciencia esté en comunicación con las demás y contribuya solidariamente a la realización de la tarea común. Me parece necesario subrayar la importancia actual —siempre ha sido importante, en realidad, pero quizá lo es especialmente ahora— de la interdisciplinariedad, es decir, de que las ciencias del espíritu y las ciencias positivas caminen a la par, decididamente orientadas a la búsqueda de la verdad en todas sus facetas, de una verdad que nos hace libres (cfr. Jn 8, 32) y encuentra en Cristo su plenitud, porque sólo Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

Con la ayuda de Dios —¡sea para Él toda la gloria!— la pequeña semilla sembrada hace veinte años con la institución del Centro Académico Romano de la Santa Cruz ha prendido y echado raíces, gracias también a la preocupación de Mons. Álvaro del Portillo y a la colaboración de los docentes, del personal administrativo, de los estudiantes y de tantos benefactores que han contribuido al crecimiento y a la progresiva maduración de la que hoy es, por título otorgado por Juan Pablo II el 15 de julio de 1998, la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

Los títulos que nuestro centro de estudios eclesiásticos ha tenido en el curso de estos veinte años de existencia responden a las diversas etapas de su configuración jurídica: inicialmente, como ya he recordado, fue llamado Centro Académico Romano de la Santa Cruz; después, Ateneo Romano de la Santa Cruz (9 de enero de 1990); posteriormente, Pontificio Ateneo de la Santa Cruz (26 de junio de 1995); y por último, Pontificia Universidad de la Santa Cruz (15 de julio de 1998). Deseo sólo subrayar que el apelativo “romano” con el que nació nuestra Universidad indica su aspiración fundamental, que deberá mantenerse siempre, porque “romanidad” significa sobre todo estrecha unión con el Santo Padre y plena fidelidad a sus enseñanzas, universalidad de un anhelo que se extiende a los cinco continentes, caridad y comprensión hacia todos los hombres.

A dos decenios de distancia de aquella primera erección, mi pensamiento —al cual quiero uniros— va en primer lugar al Señor, para agradecerle los innumerables beneficios que ha derramado sobre nosotros y los abundantes frutos hasta ahora recogidos. Gracias también a la Santísima Virgen, Sedes Sapientiae, a cuyo maternal cuidado hemos confiado cada uno de nuestros pasos. Gracias igualmente a san Josemaría, que —sobre todo con su oración—puso las bases sobre las que ha surgido la Universidad.

Gracias también al Sumo Pontífice Juan Pablo II, a quien vemos gastarse día a día por el bien de la Iglesia, sin preocuparse de sí mismo. El Papa ha expresado en innumerables documentos su solicitud por la promoción de una cultura del hombre y ha seguido con mirada paterna el desarrollo de nuestra Universidad desde su nacimiento.

Aprovecho también la ocasión para expresar al Emmo. Card. José Saraiva Martins, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, que ha querido estar presente entre nosotros, mi más sentido agradecimiento personal y de todos los componentes de la Universidad por su decisivo papel, como Secretario de la Congregación para la Educación Católica, en la concesión a nuestra institución del título de Pontificia Universidad.

Mirando hacia el futuro, somos bien conscientes que debemos perseverar en nuestro esfuerzo por alcanzar cada vez más plenamente los fines que caracterizan a la Universidad. Para cumplir esta tarea, contamos con la ayuda de Dios, que no faltará jamás si, por nuestra parte, buscamos responder con generosidad.

Ayer terminó el tiempo litúrgico de Navidad y en nuestros corazones permanecen esculpidas indeleblemente las figuras del Pesebre —con el centro en Jesús Niño, María Santísima y San José— que representan de modo inefable el amor de Dios a nosotros. Prosigamos ahora por el camino que el Santo Padre Juan Pablo II nos ha indicado al dedicar el año en curso a la Santísima Eucaristía: el sacrificio de Jesús en la Cruz es renovado cada día sobre nuestros altares pro mundi vita; Él está presente en medio de nosotros y permanece en el tabernáculo para que nos volvamos a Él con confianza y, conociéndolo y amándolo hasta identificarnos con Él, santifiquemos nuestro trabajo ordinario de búsqueda y transmisión de la verdad y aprendamos a ser sus testigos en cada instante de nuestra vida, para llevar a todos los hombres su mensaje de paz, de verdad y de amor.

[1] ÁLVARO DEL PORTILLO, Mensaje a la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra para el acto académico con ocasión del 25º aniversario de la fundación, 12 de junio de 1985, en Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di Mons. Álvaro del Portillo, Libreria Editrice Vaticana 1995, p. 577.

[2] Cfr. ÁLVARO DEL PORTILLO, Homilía en la Santa Misa de inauguración del año académico 1991-1992, 21 octubre 1991: «Romana» 7 (1991), p. 265.

Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 85-87.

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