envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la fiesta de San Josemaría, Basílica de San Eugenio, Roma 25-VI-2005

Queridos hermanos y hermanas.

1. Una vez más celebramos con alegría la fiesta litúrgica de San Josemaría Escrivá, anticipándola este año al 25 de junio porque mañana es domingo. Esto nos permite conmemorar al Fundador del Opus Dei el mismo día del aniversario de la ordenación sacerdotal de Mons. Álvaro del Portillo, mi queridísimo predecesor, y de otros dos hijos de nuestro Padre, que en el lejano 1944 fueron los primeros que recibieron el presbiterado en el Opus Dei. Así comenzaba una larga cadena de “ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1), al servicio de la Iglesia y de las almas. En realidad, el primer anillo de esa cadena es precisamente San Josemaría, que ahora se halla firmemente anclado a Nuestro Señor por toda la eternidad, y que desde el cielo continúa intercediendo por todos nosotros. Os invito, por eso, a dar gracias a la Santísima Trinidad por el don del sacerdocio concedido a la Iglesia, y a pedir que haya muchas vocaciones sacerdotales en el mundo entero.

Mañana es además el trigésimo aniversario del dies natalis de San Josemaría. A nosotros, criaturas inmersas en el tiempo, treinta años pueden parecernos muchos; no son nada si los comparamos con la eternidad en la que viven los santos.

La fiesta de hoy queda resaltada aún más por el hecho de estar recorriendo el Año de la Eucaristía, que ha sido la última gran iniciativa pastoral del siervo de Dios Juan Pablo II. Está muy reciente en nosotros el recuerdo de su tránsito a la casa del Padre, que hace dos meses sacudió con fuerza al mundo. Ilustrando el sentido de este Año de la Eucaristía, el Papa lo consideraba en cierto modo como el culmen de su Pontificado, que había comenzado con el deseo de poner a Cristo en el centro del cosmos y de la historia (recordemos la primera encíclica, Redemptor hominis); un Pontificado que se concluyó en la semana de Pascua, precisamente en el corazón del año en el que estamos invitados a adorar con mayor intensidad a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento.

Os recuerdo sus palabras, tomadas de la carta apostólica Mane nobiscum: «El Año de la Eucaristía tiene, pues, un trasfondo que se ha ido enriqueciendo de año en año, si bien permaneciendo firmemente centrado en el tema de Cristo y la contemplación de su rostro. En cierto sentido —siguen siendo palabras de Juan Pablo II—, se propone como un año de síntesis, una especie de culminación de todo el camino recorrido» (Carta apostólica Mane nobiscum, 7-X-2004, n. 10). Al volver a leer estas palabras, queda claro que Juan Pablo II ha querido dejarnos en herencia la exhortación a amar con mayor generosidad la Sagrada Eucaristía.

No puedo dejar de recordar que dentro de pocas semanas, en agosto, si Dios quiere, se cumplirán cincuenta años de mi ordenación sacerdotal. Ayudadme a prepararme bien para este aniversario: agradezco profundamente al Señor que me haya concedido —hace ya medio siglo— la posibilidad de hacerle presente todos los días sobre el altar, y pido perdón por mis faltas. Os quedaré muy agradecido, si me ayudáis.

2. Muchos motivos, pues, nos empujan a considerar que la Eucaristía ha de ser el punto focal de nuestra meditación de hoy. Nos estimula la misma liturgia de la Misa. Haciendo eco a algunas de las enseñanzas del Fundador del Opus Dei, nos invita a rezar de la siguiente manera: «Acoge, Padre Santo, los dones que te ofrecemos en memoria de San Josemaría, y santifica todas nuestras obras mediante el sacrificio ofrecido por Cristo en el altar de la Cruz, hecho presente en este sacramento» (Misa de San Josemaría, Oración sobre las ofrendas ).

Dios constituyó a San Josemaría como heraldo y maestro de la llamada universal a la santidad. Nos ha enseñado que en la familia, en la profesión, en las más diversas actividades seculares —nel bel mezzo della strada, solía decir—, cada uno ha de esforzarse por encontrar las luces divinas que brillan en las actividades más comunes, cuando se llevan a cabo con Cristo y en Cristo. Ésta es la materia de nuestra santificación, que se hace posible gracias al sacrificio de Cristo. Si llevamos a la Santa Misa nuestros deberes cotidianos, junto con el pan y el vino que se convertirán en Cuerpo y Sangre de Cristo, estaremos en condiciones de responder a la llamada a la perfección cristiana en las situaciones normales de la vida, que nos dirige el Padre celestial (cfr. Mt 5, 48).

Desgraciadamente, durante siglos, no era ésta la idea de la santidad que tenían muchos cristianos. Lo resumió Benedicto XVI mientras era aún el Cardenal Ratzinger. Con motivo de la canonización de San Josemaría, escribió: «Conociendo un poco la historia de los santos, sabiendo que en los procesos de canonización se busca la virtud “heroica”, casi inevitablemente tenemos un concepto equivocado de santidad. Nos sentimos tentados de decir: “No es para mí, porque yo no me siento capaz de realizar virtudes heroicas: es un ideal demasiado elevado para mí”. así, la santidad resulta algo reservado para algunos “grandes”, cuyas imágenes vemos en los altares, y que son muy diferentes a nosotros, normales pecadores. Pero este concepto de santidad es erróneo; se trata de una percepción equivocada, que ha sido corregida —y esto me parece el punto central— precisamente por Josemaría Escrivá» (Dejar obrar a Dios, en “L’Osservatore Romano”, 6-X-2002).

Hoy son innumerables las personas —Pastores de la Iglesia, autores espirituales, teólogos, hombres de ciencia, fieles comunes— que dan gracias a Dios por haber despertado en sus almas, sirviéndose de San Josemaría como dócil instrumento, el deseo de alcanzar la santidad en la vida de cada día. También nosotros alzamos hoy nuestra gratitud al cielo, porque San Josemaría nos ha enseñado a buscar a Dios con sencillez, en las situaciones ordinarias y normales de la existencia cotidiana. Añado otras palabras del entonces Cardenal Ratzinger, porque puntualizaba que este es «un mensaje de suma importancia. Es un mensaje que lleva a superar lo que puede considerarse la gran tentación de nuestros tiempos: la pretensión de que después del big bang Dios se retiró de la historia. La acción de Dios no se “detuvo” en el momento del big bang, sino que prosigue a lo largo del tiempo, tanto en el mundo de la naturaleza como en el mundo humano» (Ibid.).

3. La Eucaristía es el “lugar” donde Dios se hace presente con la máxima intensidad en el curso de la historia, desde el momento de su institución en la Última Cena. Es así porque, bajo los velos de las especies eucarísticas, está Jesús entero, con su Humanidad y su Divinidad.

La Eucaristía es una síntesis admirable de nuestra fe. Haciendo presente y actual el misterio de la muerte y resurrección del Señor, contiene bajo las apariencias del pan y del vino al mismo Jesús que nació de la Virgen María, que trabajó treinta años en Nazaret, que predicó e hizo milagros, que fundó la Iglesia, que padeció bajo Poncio Pilatos, que murió y resucitó al tercer día, que subió al cielo, que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos para instaurar definitivamente su reino.

Hermanas y hermanos queridísimos, ¡cuántas gracias hemos de dar a Dios, por haber confiado a la Iglesia este gran misterio! Con palabras de San Josemaría, «tenemos que agradecer especialmente al Señor que instituyera el Santo Sacramento de la Eucaristía, por el que se ha quedado entre nosotros. Es una maravilla: tenía que marcharse, y quería quedarse con nosotros; y como es Todopoderoso, hizo este gran milagro de amor. Nosotros no podemos hacer lo que queremos: nuestro poder no llega hasta donde alcanza nuestro querer; en cambio, nuestro Señor, sí: se marchó al cielo y, al mismo tiempo, se ha quedado escondido bajo las especies de pan y de vino.

»Tres cosas tenemos que agradecerle de un modo particular: la institución de este sacramento, su perpetuación a través de las palabras de la consagración recitadas por el sacerdote, y su administración. Son tres manifestaciones maravillosas de la bondad de Dios, que se acomodan a las necesidades de nuestra naturaleza. Yo pienso siempre en el amor de una madre buena que limpia a su pequeñín, lo lava, lo perfuma y después lo llena de besos y le dice: ¡te comería! El Señor nos ha dicho eso también: ¡toma, cómeme! Más humano no puede ser.

»Pero no humanizamos nosotros a Dios Nuestro Señor cuando lo recibimos; es Él quien nos diviniza, nos ensalza, nos levanta» (Apuntes de una conversación, 4-IV-1969).

San Josemaría vivió de la Eucaristía y para la Eucaristía; dedicó al Santísimo Sacramento todos los cuidados posibles, como prueba de amor y signo de agradecimiento. Escuchamos una vez más a Benedicto XVI, antes de convertirse en Sucesor de Pedro, refiriéndose siempre a San Josemaría: «Amaba y proclamaba la Eucaristía en todas sus dimensiones: como adoración del Señor presente entre nosotros de modo oculto pero real; como don, en el que Él mismo se nos comunica una y otra vez; como sacrificio, conforme a aquellas palabras de la Escritura: “No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo” (Hb 10, 5)» (Homilía durante la Misa de acción de gracias por la beatificación de Josemaría Escrivá, 19-V-1992).

San Josemaría se conmovía, por ejemplo, ante la inmediatez de Jesús Hostia, que nos espera en nuestras iglesias. «Cuando te acercas al Sagrario piensa que ¡Él!... te espera desde hace veinte siglos» (Camino, n. 537). Se trata de una verdad siempre actual que debería afectarnos a cada uno. ¿Cómo ha crecido nuestro trato personal, nuestra devoción a Jesús eucarístico, en este año dedicado a la Eucaristía? ¿Cómo amamos y frecuentamos el sacramento de la Penitencia, necesario para recibir dignamente la Eucaristía cuando se ha ofendido gravemente al Señor, y para prepararle una morada menos indigna? Os invito a plantearos estas preguntas de modo personal, para que podamos responderlas con sinceridad, con generosidad. Tomemos las decisiones oportunas para crecer en intimidad con Jesucristo en los momentos dedicados a la oración, cuando asistimos a la Santa Misa y cuando lo recibimos en la Comunión.

La Virgen Santísima es nuestra Madre. Tarea de todas las madres es alimentar y educar a sus hijos. Pidámosle que nos ayude siempre, como una Madre buena, a recibir todos los días este Pan del Cielo con más cuidados, con mayor agradecimiento, con un amor que nunca deje de aumentar. Así sea.

Romana, n. 40, Enero-Junio 2005, p. 65-68.

Enviar a un amigo