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En la Ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, Basílica de San Eugenio, Roma 21-V-2005

Queridísimos hijos míos que dentro de poco os convertiréis en sacerdotes.

Queridos hermanos y hermanas.

Me dirijo a vosotros con el saludo de San Pablo a los Corintios que acabamos de escuchar: la gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros (2 Cor 13, 13).

Hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, es un gran día en la Iglesia. Celebramos y adoramos el misterio más alto de nuestra fe, el misterio central de la vida cristiana; más aún, de la vida de cada mujer y de cada hombre, todos llamados a participar en la Vida de Dios. Esta verdad que Cristo nos ha revelado supera infinitamente la capacidad intelectual de cualquier criatura y constituye «el fruto y el fin de toda nuestra vida»[1]. Como afirma San Agustín,«éste es nuestro gozo cumplido, y no hay otro mayor: gozar del Dios Trinidad, a cuya imagen hemos sido hechos (...). Se nos promete esta contemplación como fin de todas nuestras acciones y perfección eterna de nuestro gozo»[2].

A la alegría de una fiesta tan grande se añade la de la ordenación de cuarenta y dos nuevos sacerdotes. Felicito cordialmente a sus familias asegurándoos que estáis presentes de modo especial en nuestras oraciones. Pero también vosotros debéis rezar mucho por los nuevos sacerdotes: ahora necesitan más que nunca vuestra oración. Al mismo tiempo, demos gracias a Dios, que no deja de suscitar ministros de Cristo, y supliquémosle que sean más abundantes aún en el mundo entero.

El sacerdote, hombre de la Eucaristía

La riqueza espiritual del sacerdocio es enorme. Cada sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, es configurado de modo especial con el Sumo y Eterno Sacerdote, y capacitado para representarle visiblemente delante de los hombres, para hacer sus veces y actuar in persona Christi Capitis, es decir, como instrumento vivo de Cristo Cabeza de la Iglesia.

Querría invitaros a reflexionar brevemente sobre algunos aspectos que se derivan de esta específica configuración sacramental con Cristo. Me refiero a las dimensiones eucarística, eclesiológica y mariana del sacerdocio ministerial.

En primer lugar, la dimensión eucarística. Como tantas veces recordó el amadísimo Papa Juan Pablo II, la Eucaristía y el sacerdocio han nacido juntos en el Cenáculo de Jerusalén, la tarde del Jueves Santo. Por esta razón, «la existencia sacerdotal —así escribió en la última carta a los sacerdotes, pocas semanas antes de su muerte— ha de tener, por un título especial, “forma eucarística”»[3].

Entre sacerdocio y Eucaristía existe, por tanto, un lazo indisoluble: el sacerdote es para la Eucaristía, y la Eucaristía —que es el Pan de Vida para todos los cristianos— sólo puede ser realizada por los obispos y sus colaboradores, los presbíteros. Así el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor se hace presente de modo sacramental en el Sacrificio de la Misa. Benedicto XVI ha querido subrayar esta verdad de fe desde los primeros momentos de su Pontificado. Hablando de la «providencial coincidencia» del comienzo de su ministerio petrino con el Año de la Eucaristía, ha afirmado: «La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su cuerpo y de su sangre»[4].

Queridos ordenandos presbíteros: tened siempre presente que el don y la tarea de consagrar la Eucaristía, que hoy os concede el Señor, comporta una responsabilidad muy grande. Alguna vez os vendrá a la mente el pensamiento de que sois unos pobres hombres, y es verdad: todos lo somos. Pero no tengáis miedo. Dios, que os ha llamado, también os ofrece toda su ayuda para ser sacerdotes santos; es decir, sacerdotes enamorados de Cristo, dedicados a la salvación de las almas, plenamente disponibles ante las necesidades del apostolado. Seguid el ejemplo de San Josemaría, a quien gustaba definirse a sí mismo como “un sacerdote de Jesucristo”, y también como “un pecador que ama a Jesucristo con locura”. Las dos cosas se concilian perfectamente, porque la dignidad incomparable del sacerdote —así enseñaba nuestro Fundador— es una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor —añadía— que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor[5].

El sacerdote, forjador de comunión

Si la Iglesia “hace” la Eucaristía por medio de sus sacerdotes, también es cierto que la Iglesia misma “nace” de la Eucaristía, como subrayó Juan Pablo II en su última encíclica. De la dimensión eucarística del sacerdocio deriva necesariamente su dimensión eclesiológica. El sacerdote es para la Eucaristía en la Iglesia y al servicio de la Iglesia. Sin una plena comunión con el Romano Pontífice y con el Ordinario propio, el sacerdote no puede hacer un verdadero servicio eclesial. Desde la más remota antigüedad, un importante testimonio de este hecho se encuentra en la misma liturgia de la Misa, donde siempre se hace mención de la Iglesia universal y de su Cabeza visible, el Romano Pontífice, así como del propio Obispo y de todos los demás Obispos en comunión con la Santa Sede.

A este propósito, con agradecimiento a Dios Nuestro Señor, me gusta recordar la imponente manifestación de comunión que se verificó en Roma y en todo el mundo durante las pasadas semanas. La Iglesia, en todas sus componentes, se estrechó primero en torno a Juan Pablo II, en un adiós lleno de conmoción que acompañó su salida de la tierra, y luego en torno a Benedicto XVI. En aquellos días, la Iglesia se mostró más viva que nunca, bajo el impulso del Espíritu Santo. Es tarea de todos, y en primer lugar de los sacerdotes, hacer que esta preciosa herencia no sólo no se disperse, sino que se refuerce en el futuro. De una comunión compacta —afectiva y efectiva— de los católicos en torno al Vicario de Cristo, se seguirán necesariamente grandes bienes para la Iglesia y para el mundo entero.

Vosotros, queridos ordenandos, además de ofrecer con alegría —como todos los fieles— muchas oraciones y muchas mortificaciones por el Romano Pontífice, tendréis de ahora en adelante en vuestras manos medios específicos para reforzar esta comunión. Vuestra conformación con Cristo Sacerdote os capacita para enseñar con autoridad la Palabra de Dios. Profundizad aún más en la doctrina de la Iglesia, que conocéis bien, antes que nada con el ejemplo de vuestra adhesión completa al Magisterio. En vuestro caso específico, este ser forjadores de comunión en la Iglesia, a que sois llamados, se ha de manifestar en lo que San Josemaría llamaba una pasión dominante en el Opus Dei: amar con todo el corazón la unidad de la Prelatura, como expresión de la unidad de la Iglesia, de la que la Obra es una pequeña parte. Habéis de ser, pues, instrumentos de unidad entre los demás y en el seno de todas las actividades apostólicas en las que participaréis. Un gran cometido os espera, hijos míos; ¡y qué eficaz será el servicio que prestaréis a la Iglesia!

Otro modo específico de ser forjadores de comunión, en cuanto presbíteros, es la entrega gozosa —aunque a veces comporte fatiga— al ministerio de la Reconciliación que hoy se os confía. Este sacramento realiza la comunión con Dios y con los demás, reconciliando con Dios y con la Iglesia a los fieles que se reconocen pecadores y aumentando la gracia en quienes lo reciben dignamente. Ésta debe ser otra pasión dominante vuestra: acercar muchas almas a Dios en el Santo Sacramento de la Penitencia.

Es una recomendación válida para todos nosotros. Haced una gran catequesis de la Confesión. Acercad a vuestros amigos, a vuestros parientes y conocidos al sacramento de la misericordia divina, Los haréis más felices y también ellos, entonces, se sentirán animados a llevar a otras personas a la Confesión.

Dimensión mariana del sacerdocio

Aunque sea brevemente, deseo aludir a una tercera dimensión del sacerdocio: su particular relación con la Virgen. Cristo Redentor, de quien los sacerdotes hacemos las veces, no es una abstracción, sino una Persona concreta: es el Hijo eterno de Dios, nacido en el tiempo de una mujer concreta, la Virgen María, cuya sangre lleva en las venas. Siendo sacerdote precisamente en cuanto hombre, Jesús ha querido asociar a su Madre a la obra redentora. Desde lo alto de la Cruz, en efecto, dirigió al discípulo aquellas maravillosas palabras: he aquí a tu Madre; y a la Virgen: he aquí a tu hijo (cfr. Jn 19, 26-27). Ciertamente cualquier cristiano es hijo de María, pero el sacerdote lo es además por un nuevo título. Efectivamente: cuando se dirigía a Juan, Jesús hablaba a un hombre que había sido revestido de la dignidad sacerdotal la tarde anterior, en el Cenáculo.

Meditemos todos las palabras de Juan Pablo II, cuando escribe que «en el “memorial” del Calvario [en la Santa Misa] está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro (...).

»Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros —a ejemplo de Juan— a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por Ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía»[6]. En consecuencia, la especial relación del sacerdote con la Eucaristía comporta también una relación especial del sacerdote con María.

Algunas reflexiones de San Josemaría tienen un valor universal para todos nosotros, pero en el mes mariano del presente año eucarístico adquieren además una actualidad muy grande. Escribía: para mí, la primera devoción mariana —me gusta verlo así— es la Santa Misa (...). Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María[7]. Os propongo a todos estas reflexiones, y me las hago a mí mismo: tratemos de tenerlas muy presentes en las próximas semanas, preparándonos para la solemnidad del Corpus Christi.

Para terminar, quisiera transmitiros un pensamiento de Benedicto XVI, tomado de la homilía que pronunció hace pocos días, en la toma de posesión de la Basílica de San Juan de Letrán, sede del Obispo de Roma. El Papa recuerda que del Sacrificio eucarístico nacen y crecen los anhelos apostólicos del pueblo de Dios, y añade: «En este misterio, el amor de Cristo se hace siempre tangible en medio de nosotros. Aquí, Él se entrega siempre de nuevo. Aquí, se hace traspasar el corazón siempre de nuevo. Aquí, mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la Cruz, atraería a todos a sí (...). Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo. La Iglesia es la red —la comunidad eucarística— en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo»[8].

Con la intercesión de la Madre de la Iglesia, de la Madre de los sacerdotes, de la Madre de todos los cristianos. Así sea.

[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a los libros de las Sentencias, IV, 1, dist. 2, 1, 1 exordio.

[2] SAN AGUSTÍN, La Trinidad, I, 8, 18 y 17.

[3] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes en ocasión del Jueves Santo, 13-III-2005, n. 1.

[4] BENEDICTO XVI, Mensaje al terminar la celebración eucarística con los Cardenales electores en la Capilla Sixtina, 20-IV-2005, n. 4.

[5] SAN JOSEMARÍA, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[6] JUAN PABLO II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 57.

[7] SAN JOSEMARÍA, artículo publicado en “Libro de Aragón”, Zaragoza, 1976.

[8] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa de toma de posesión de la Cátedra del Obispo de Roma, 7-V-2005.

Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 61-65.

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