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Fe y unidad (La Gaceta de los Negocios, Madrid 7-V-2005

La tarde del pasado 19 de abril, cuando la fumata bianca anunció que ya había sido elegido el nuevo Papa, la gente —que abarrotaba la plaza de San Pedro— prorrumpió en un incontenible aplauso y consta que otro tanto sucedió en tantísimas otras ciudades y países. Nadie sabía quién era. Las corales manifestaciones de júbilo no eran para esta o aquella persona. Eran ya para el Sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo en la tierra. Se verificó una vez más lo que hace tantos siglos escribiera San Ambrosio: «Ubi Petrus, ibi Ecclesia». Ya desde aquel momento la Iglesia y todos sus hijos estábamos gozosos con el nuevo Romano Pontífice. Poco menos de una hora después conocimos a Benedicto XVI y recibimos su bendición apostólica. Sentimos entonces la emoción de comprobar una vez más que el Sucesor de Pedro está con toda la Iglesia y la Iglesia exulta con su presencia.

Pasadas las horas, se comienza a reflexionar sobre lo que se ha vivido con tanta alegría. La brevedad del Cónclave —apenas 24 horas— ha sido objeto de no pocos comentarios. Dentro de la única madre Iglesia existen legítimas diferencias de lengua, de mentalidades, de experiencias. Pero el Espíritu Santo las hace confluir cuando se busca a quien mejor puede conducir la Iglesia, para afrontar los retos que nuestra época plantea, continuando de forma dinámica y creativa la obra del queridísimo e inolvidable Juan Pablo II.

La última homilía pronunciada antes de su elección a la cátedra de Pedro, y el primer mensaje de Benedicto XVI, la mañana del 20 de abril, permiten trazar una imagen sintética de los desafíos que se deben afrontar y a los que el Papa no dejará de dar respuesta. La fe en Cristo, Señor y Redentor nuestro, es el centro en el que convergen los retos de nuestro tiempo y del que nace también la respuesta adecuada. De esa conciencia procede la petición para que el Señor «nos done un nuevo pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría», petición de la Liturgia que el Cielo ha escuchado.

Llegar «a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), es la tarea que cada nueva generación cristiana tiene que realizar. En nuestros días son muchas las corrientes ideológicas y las modas intelectuales que zarandean a quien se propone recorrer el camino de la fe. Con la fe abrimos nuestro corazón a la misericordia salvífica de Dios. La misericordia de Dios es una afirmación gozosa, una realidad positiva que a nadie hiere y a todos llena de paz y esperanza. Pero la divina misericordia pone un límite al mal, como decía Juan Pablo II. Y el «padre de la mentira» (Jn 8, 44) se siente herido y busca continuamente formas nuevas de resistencia, para apartarnos con sutiles engaños de la fe en el Credo de la Iglesia, haciéndonos pensar que, para estar a la altura de los tiempos que corren, hay que dejarse llevar por cualquier viento de doctrina (cfr. Ef 4, 14). Sólo quien leyese superficialmente ciertos rasgos de nuestra cultura y no pocos acontecimientos de nuestra época, podría pensar que se está exagerando.

Afortunadamente esto es sólo una parte, que hace ruido y causa pena, pero sólo una parte. Benedicto XVI nos recuerda un hecho que está a la vista de todos: «los funerales de Juan Pablo II han sido una experiencia verdaderamente extraordinaria, en la que de algún modo se ha visto la potencia de Dios que, a través de la Iglesia, quiere hacer de todos los pueblos una gran familia, mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor». Todos los que afluían espontáneamente a Roma, también no católicos y no creyentes, afrontando de buen grado esperas e incomodidades, para dar un último y conmovido saludo a quien por casi tres decenios nos guió en el camino de la fe, eran el fruto que la generosa tierra devuelve a quien sobre su suelo trabajó con todas sus fuerzas, entregando a la vista de todos hasta el último respiro. Claro se presenta el ejemplo de la santidad, que nos llama a dar la vida con generosidad para llevar a Cristo a todos los rincones del mundo. «Nos debe animar una santa inquietud —oímos al entonces Cardenal Ratzinger en la homilía del día 18—: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios se nos ha dado para que llegue también a los demás. Hemos recibido la fe para darla a otros», y con la fe hemos de ofrecer también nuestra disponibilidad para cooperar, con una actitud de diálogo abierto, en la construcción de un verdadero desarrollo social, en la justicia, la libertad y la paz.

Benedicto XVI ha trazado las grandes líneas programáticas de su pontificado. La Iglesia debe continuar su camino, durante este tercer milenio, iluminando la vida humana con la luz del Evangelio, que con la ayuda del Espíritu Santo aplicó a nuestro tiempo el Concilio Vaticano II, cuya actuación debe proseguir. Particularmente durante este año, la Eucaristía, corazón de la vida de la Iglesia y fuente de su misión evangelizadora, será el centro permanente del ministerio petrino al que ha sido llamado el nuevo Romano Pontífice. Con la fuerza de la Eucaristía se ha de buscar, con empeño eficaz y en la única verdad, la plena unidad entre todos los que creen en Cristo, impulsar el diálogo teológico y emprender los pasos concretos que muevan los corazones hacia la unión. Sobre todo es necesaria la conversión interior, presupuesto necesario del verdadero progreso en el camino del ecumenismo. No se ahorrará esfuerzos en la promoción del diálogo entre las culturas y de la paz, para que de la mutua comprensión nazcan las condiciones de un futuro mejor para todos. Benedicto XVI continuará la solícita atención de Juan Pablo II hacia los jóvenes, porque ellos son el futuro y la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. Y ante todo el Santo Padre declara que su tarea consiste en hacer resplandecer ante los hombres y mujeres de hoy la luz de Cristo, y con esa conciencia se dirige abiertamente a cada uno, también a los que siguen otras religiones y a los que simplemente buscan una respuesta a los problemas fundamentales de la existencia humana.

Benedicto XVI se dispone a emprender estas tareas confiado en la ayuda de Dios, en nuestras oraciones y en nuestra fidelidad a Cristo. Pone enteramente al servicio de su alta misión los muchos dones que Dios le ha concedido. Su profunda inteligencia teológica y su no menos profunda piedad, la experiencia adquirida en tantos años de servicio a la Iglesia como estrecho colaborador de Juan Pablo II, su certera visión del drama de la secularización y del relativismo, la delicadeza y sensibilidad que bien conocen todos los que le han tratado de cerca —y que tan lejos están del cliché difundido por algún desaprensivo—, su capacidad de escuchar y de apreciar el parecer de los demás, su amplitud de horizontes, que ha movido a algunos de entre los más importantes intelectuales europeos de nuestro tiempo a querer dialogar públicamente con él.

En estos primeros días de su pontificado más de una vez se ha referido a sí mismo aludiendo a la fragilidad de los instrumentos insuficientes que el Señor se digna emplear. Los hombres se sienten insuficientes cuando Dios se acerca para confiarles una misión. Nosotros, hijos de Dios y de la Iglesia, sabemos que es la hora de la unidad, de la que el Sucesor de Pedro es principio y fundamento visible. Ya desde ahora se merece la afectuosa adhesión y la gratitud de todos por los desvelos en el ejercicio del ministerio universal que ahora comienza. Personalmente repito muchas veces, y así lo aconsejo también a otros, una breve oración que tantas veces escuché de los labios de san Josemaría Escrivá: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam.

Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 80-83.

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