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El negocio más importante son los hijos (La Stampa, Tutín 25-VI-2005)

Desde la antigüedad clásica, se ha dado siempre una especie de dicotomía entre la gran historia y la pequeña historia, entre lo extraordinario y lo cotidiano. Por un lado estaban las grandes gestas —reales o imaginarias— de los reyes y de los héroes; por otra, la tarea habitual, a menudo fatigosa, que llenaba la mayor parte de las horas de la gente normal, con la que debía sustentar a su familia.

También en países cristianos, era habitual pensar en el trabajo como un castigo de Dios. Se recordaba fácilmente que, al expulsar del jardín del Edén a nuestros primeros padres, después del pecado original, Yahveh les había dicho: “Comerás el pan con el sudor de tu frente”; y se olvidaba, en cambio, el mandato divino, cuando el Señor indicó al hombre y a la mujer, hechos a su imagen y semejanza: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla...”.

Durante siglos, el trabajo —sobre todo el manual, pero no sólo éste— fue considerado como una realidad carente de dignidad, de la que se libraba quien podía, por su fortuna, por su nacimiento, por su posición social. Hoy, lo que lesiona la dignidad humana no es el trabajo, sino su contrario, el desempleo. En este sentido, el cambio de perspectiva ha tenido un lado positivo. La doctrina social de la Iglesia, comenzando por las enseñanzas de los Pontífices del siglo XIX, no ha sido ajena a esa transformación.

También han influido la vida y los escritos de autores espirituales, que encuentran un interesante punto de intersección con la doctrina social de la Iglesia. Sobre este tema han tratado varios autores del siglo XX, y de modo especialmente significativo San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Comentando el mandato divino a Adán de laborar la tierra, afirmaba que el trabajo es algo digno y santo, «un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que ganemos el sustento y simultáneamente recojamos “frutos para la vida eterna” (Jn 4, 36)» (Amigos de Dios, 57).

Gracias al cambio de valoración madurado en el último siglo, las tareas profesionales se han reconocido como una actividad ordinaria que no rebaja la dignidad humana. Pero, por desgracia, la dedicación a esas ocupaciones supone para muchos la nueva dimensión de lo extraordinario, lo que permite evadirse de la vida corriente. El éxito profesional a toda costa ocupa el centro del nuevo escenario, donde la épica —los sueños de grandes logros—, es lo que importa; y la ética —la valoración humana y sobrenatural de las circunstancias comunes— pasa frecuentemente a un segundo plano.

La vida ordinaria ha quedado reducida hoy, en la práctica, a la vida doméstica: la familia se nos presenta, por tanto, como la moderna cenicienta, la gran perdedora de esta fiebre laboral. Resulta evidente, en efecto, que una cultura caracterizada por trabajadores “stajanovistas”, por padres y madres ausentes del hogar, repercute de manera muy negativa sobre la familia.

Por desgracia, a veces, hoy resulta más fácil romper un matrimonio que romper un contrato profesional. Pero no es éste el único bien que la desmesura laboral pone en peligro. Ante el desbordante incremento de la violencia juvenil, por ejemplo, crece el número de los que sospechan que las causas del fenómeno tienen que ver con esta inversión de valores, con el predominio del frenesí productivo, que lleva al abandono de la fuerza cohesionante de la familia.

Un padre ausente, más interesado en la propia carrera que en los hijos, deja de constituir un punto firme de referencia. Asimismo, la relación con una madre ausente acaba siendo, de hecho, una relación prescindible, por más que en el fondo del corazón se considere siempre necesaria. Una escuela, por último, que sacrifica la auténtica formación humana de los alumnos a criterios de eficiencia, no ayuda a los jóvenes a dar un cauce sereno, una forma elaborada, a los impulsos de su sensibilidad.

Cuando Juan Pablo II hablaba del “evangelio del trabajo”, nos descubría que las actividades laborales contienen un horizonte sobrenatural esperanzador. Realizada con sentido cristiano, esa tarea se convierte en una fuente de humanización para las familias, para las empresas, para la sociedad entera.

«El “negocio” más importante son los hijos», dijo en una ocasión San Josemaría Escrivá a un empresario, para disuadirlo de una excesiva dedicación al trabajo a expensas de la familia.

San Josemaría Escrivá falleció hace treinta años, el 26 de junio de 1975. Hoy su mensaje nos llena nuevamente de esperanza. En el mundo actual, que lanza al hombre una continua batería de preguntas, en permanente búsqueda de sentido, el mensaje de San Josemaría nos recuerda esa gran verdad que Benedicto XVI ha querido volver a poner de relieve, al proclamar que la Iglesia está viva. La Iglesia ofrece un tesoro de respuestas escondidas, que pueden convertirse en luces que guíen nuestra existencia.

Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 83-84.

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