envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, Santuario de Torreciudad, España, 5-IX-2004

Queridísimos ordenandos.

Queridos sacerdotes que participáis en esta ceremonia.

Queridos parientes y amigos de los ordenandos.

Hermanas y hermanos.

Cuando se ordenaron los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, San Josemaría sintió una inmensa alegría y un agradecimiento ilimitado al Señor; y a la vez una cierta sensación de dulce amargura. Veía la realidad eminente de la vida laical de los fieles de la Obra en medio del mundo, con la tarea preciosa de encontrar a Cristo en medio de las ocupaciones temporales; y, precisamente, por eso, percibía desde los comienzos la necesidad del sacerdocio. Con gran celo de almas se le escapaba de los labios: ¡Hay hambre, hay sed, hay necesidad absoluta de sacerdotes! Elevaba su corazón a Dios, pensando que aquella ordenación de esos hijos suyos que dejaban su trabajo profesional, su modo de ser fermento entre sus hermanos los hombres, era algo muy grato a Dios, es decir, algo muy querido por la Trinidad Santísima.

Dentro de unos momentos, hijos míos, vais a recibir la ordenación sacerdotal, y nuestro santo Fundador, desde el Cielo, gozando plenamente de Dios y sin las penas de este mundo, exultará al ver que dos fieles del Opus Dei acrecientan hoy el número de sacerdotes en la Iglesia, que lucharán para servir fielmente al Señor y a sus almas.

En el Evangelio que acabamos de leer, San Juan nos habla del Buen Pastor. Jesucristo es el Buen Pastor por excelencia, que cuida de su rebaño y congrega a sus ovejas en un grande y único redil; con infinito y abnegado amor, busca a la oveja perdida. Más aún, con su Pasión y su Cruz, da su vida por la salvación de todas las almas, por la santidad de cada hombre, de cada mujer.

Juan Pablo II, en una de las Cartas dirigidas a los sacerdotes, nos decía: «Recuerden que su ministerio sacerdotal (...) está ordenado —de manera particular— a la gran solicitud del Buen Pastor, que es la solicitud por la salvación de todo hombre (...). La solicitud de todo buen pastor es que los hombres ‘tengan vida, y la tengan en abundancia’, para que ninguno se pierda, sino que tengan la vida eterna. Esforcémonos para que esta solicitud penetre profundamente en nuestras almas: tratemos de vivirla»[1].

Hijos míos, hoy os propongo estas consideraciones, para que todos nosotros las llevemos grabadas en nuestro corazón y las hagamos realidad en nuestra vida. A ejemplo del Buen Pastor, hemos de cultivar a diario esa solicitud por todos nuestros hermanos —para que ninguno se pierda—, y para llegar hasta dar la vida por el rebaño que se nos confía. Sacrificaos, rezad y trabajad siempre por las almas, en servicio de la Iglesia. Recordad muy frecuentemente aquellas palabras que San Josemaría nos dirigió a los sacerdotes de la Obra: la pasión dominante de los sacerdotes del Opus Dei es dar doctrina, dirigir almas: predicar y confesar. En esto os tenéis que gastar, sin temor de agotaros, sin preocuparos por las contradicciones...[2]

Estos afanes, que vivió de modo heroico este santo sacerdote, son una nueva llamada a los presbíteros a olvidarnos de nosotros mismos y a darnos generosamente a los demás.

Resulta patente que, en estos momentos de la historia, la Iglesia no solo necesita sacerdotes santos, sino que haya muchas almas que —sin abandonar su lugar— se entreguen enteramente a Dios para cristianizar la sociedad desde dentro, cooperando con Cristo para instaurar su Reino en esta tierra. Por eso, os pido que, en el ejercicio de vuestra tarea ministerial, fomentéis estos horizontes cristianos. La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies[3]. Pidamos todos al Señor —y vosotros, hijos míos ordenandos, de manera particular— que muchas personas —mujeres y hombres— quieran dedicarse personalmente a la tarea evangelizadora, y con una vida coherente con la fe de Cristo. En el reciente mensaje del Papa, cara a la Jornada Mundial de la Juventud que se celebrará el año próximo en Colonia, comenta: «La Iglesia necesita santos. Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad». En unión con el Romano Pontífice, proclamemos con nuestras palabras y, de modo especial, con nuestras vidas, que todos estamos invitados por el Señor a llevar una vida santa y hacer santos a los que nos rodean.

Quizá podéis pensar que la tarea que se os presenta por delante resulta inabarcable. Y realmente así es. Pero la grandeza del don que hoy vais a recibir configurará vuestra conducta de modo particular. Acabamos de leer esas palabras del profeta: ¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho (...). Y el Señor responde a Jeremías: Donde yo te envíe irás, y lo que yo te mande, lo dirás. No les tengas miedo, que yo estoy contigo. Y también hemos escuchado la exhortación de San Pablo: a cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Dentro de unos instantes, por la ordenación sacerdotal, se os transmitirá la facultad de que Cristo mismo, en cuanto Cabeza de la Iglesia, actúe a través de vosotros. Cuando celebréis el Sacrificio de la Eucaristía o cuando impartáis el Sacramento de la Penitencia, seréis Cristo, y participaréis del poder del Buen Pastor para apacentar sus ovejas. Pensad en esa divinización hasta de nuestro cuerpo —resaltaba San Josemaría—; en esa lengua que trae a Dios; en esas manos que lo tocan, en ese poder de hacer milagros, al administrar la gracia. Nada valen todas las grandezas de este mundo, en comparación con lo que Dios ha confiado al sacerdote[4]. Vais a recibir la grandeza del sacerdocio ministerial, y esto obliga a tener siempre en mucho el tesoro que administráis.

Todos conocemos que el Papa Juan Pablo II ha anunciado el inicio de un año dedicado a la Eucaristía, que va desde el 17 de octubre de este año —con el Congreso Eucarístico Mundial en México— hasta octubre del año siguiente, con el sínodo de Obispos que se celebrará sobre ese santo sacramento. Preparémonos ya para dar más tono eucarístico a nuestra propia vida.

En su última encíclica, señala el Sucesor de Pedro que la Sagrada Eucaristía es el don por excelencia que Dios ha concedido a su Iglesia; y especificaba: «si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía ‘es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella’»[5]. Queridos hijos míos ordenandos, este es el fundamento de vuestra ordenación: la renovación sacramental del Sacrificio del Calvario.

Nuestro Fundador nos repetía con frecuencia: ¡Amad la Santa Misa!, y nos animaba sin tregua a considerar la responsabilidad tan grande que entraña la celebración del Santo Sacrificio. Nos recordaba aquel sucedido de San Juan de Ávila que, al saber de la muerte de un sacerdote que acababa de celebrar la primera misa de su vida, dijo: «¡qué cuenta tiene que dar a Dios!». Procurad no acostumbraros jamás a la celebración del Sacrificio del Altar. Pidamos al Señor que todos los cristianos saboreemos a fondo y constantemente el valor de una Santa Misa. Celebrad todos los días con la fe profunda de que hacéis venir a Jesús a la tierra en la Sagrada Hostia y en el Caliz de su Sangre; y os ruego que esto se manifieste hasta externamente en vuestra piedad, en vuestra adoración, en cada una de vuestras genuflexiones..., en la delicadeza humana y sobrenatural del amor que ponéis, con sobria y encendida urbanidad litúrgica.

Como buenos hijos de la Iglesia, llevaremos a la práctica las orientaciones del amadísimo Papa Juan Pablo II, cuando nos animaba a «dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias»; e insistía: «No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque ‘en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación’»[6]. Con esa misma intención, San Josemaría aconsejaba a todos los sacerdotes: No hay actividad alguna que pueda anteponerse, ordinariamente, a ésta de enseñar y hacer amar y venerar a la Sagrada Eucaristía[7].

Muchos recordaréis aquel momento de la vida del Fundador del Opus Dei, cuando le vino a la memoria la primera vez que tomó al Señor entre sus manos y cómo había temblado entonces físicamente, por su devoción y respeto; al recordarlo, volvió a experimentar un temblor idéntico, e imploró que nunca se habituase a tratarle ni a tocarle. Pues invoquemos su intercesión para que todos los fieles —y especialmente los sacerdotes— crezcamos en veneración hacia Jesucristo Sacramentado, y ahondemos en aquel sentido de adoración con que San Josemaría consumió su vida entera.

Deseo expresar mi felicitación más calurosa a los padres, parientes y amigos de los dos nuevos sacerdotes, y os suplico a todos que sigáis rezando por ellos, por intercesión de Nuestra Señora de Torreciudad.

Ruego a todos que recéis también por el Santo Padre Juan Pablo II, por su persona, por su salud y por todas sus intenciones. De modo particular, nos unimos hoy a su constante súplica por la paz del mundo y la concordia entre los pueblos, y a su visita al santuario de la Virgen de Loreto. Os encarezco también que no falte nuestra plegaria cotidiana por los obispos de España y del mundo.

En este año se cumple el centésimo aniversario de la intervención de la Santísima Virgen en la curación de San Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando siendo niño de dos años cayó gravemente enfermo y su madre, con una oración llena de fe, obtuvo de Ella la gracia de su curación. Presentamos al Señor nuestras oraciones por manos de Santa María, Madre nuestra, para que la Reina del Cielo y de los Ángeles y de los hombres nos siga curando las enfermedades materiales y espirituales de sus hijas y de sus hijos, y aprendamos siempre de su entrega a la voluntad de Dios, que nos trajo al Señor en la Encarnación.

[1] JUAN PABLO II. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia, 8-IV-1979, n. 7.

[2] SAN JOSEMARÍA, Carta 8-VIII-56, n. 35.

[3] Mt 9, 37-38.

[4] SAN JOSEMARÍA, Carta 8-VIII-56, n. 17.

[5] JUAN PABLO II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 31.

[6] Ibid., n. 61.

[7] SAN JOSEMARÍA, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

Romana, n. 39, julio-diciembre 2004, p. 183-187.

Enviar a un amigo