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En la Misa de inauguración del curso académico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Basílica de San Apolinar, Roma, 11-X-2004

Queridísimos,

El día de la Resurrección, el Señor sopló sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo diciendo: recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 23). El mismo Espíritu que inspiró a San Juan para recordar y poner por escrito las palabras del Maestro es el que hoy nos mueve a profundizar en el sentido de la revelación escrita a la luz del misterio pascual. Es también el Espíritu Santo quien nos guiará, si lo invocamos con fe a lo largo de este periodo lectivo, en la tarea de profundizar en el conocimiento de la verdad. El don que recibimos de Dios por medio de su Espíritu nos permite elevarnos desde el plano de la inteligencia natural al de la fe. La ayuda del Cielo sale al encuentro de nuestro esfuerzo de estudio y de trabajo para asimilar mejor las verdades reveladas y nos da la gracia de contemplarlas con esa luz nueva que Jesús mismo había prometido a sus Apóstoles.

Bajo la guía del Espíritu Santo nos disponemos a celebrar la Liturgia eucarística, en la que se hará presente, sacramentalmente, el sacrificio de Jesucristo en la Cruz por nuestra salvación. En la Misa, la plegaria al Padre se hace constante. «Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo»[1].

Situar la Eucaristía como centro y raíz de todas nuestras actividades significa confiar la propia existencia, y todo lo que ésta comporta, a Dios Padre por medio de Jesucristo, con el deseo de poner toda la jornada bajo la luz y la fuerza espiritual que irradia el misterio eucarístico. Con ocasión del Año de la Eucaristía, esta realidad se hace todavía más presente. El Congreso Eucarístico Internacional, que actualmente se desarrolla en Guadalajara (México), y el Sínodo de Obispos del año próximo sobre “La Eucaristía, fuente y culmen de la vida y la misión de la Iglesia”, señalan respectivamente su inicio y su conclusión. Este año eucarístico tiene su marco en el proyecto pastoral señalado por el Papa en la Novo Millennio ineunte, que invitaba a todos los fieles a recomenzar desde Cristo. «En cierto sentido —ha escrito el Santo Padre en la reciente Carta Apostólica Mane nobiscum Domine —, se propone como un año de síntesis, una especie de culminación de todo el camino recorrido»[2].

Miremos a Jesucristo y consideremos su misión como fuente de la vida cristiana. Con este fin es preciso contemplar, más asiduamente, al Verbo Encarnado realmente presente en el Santísimo Sacramento. La oración delante del Tabernáculo no sólo nos obtendrá la capacidad de penetrar cada vez más en la realidad misteriosa de la Pascua, sino también de empeñarnos de modo eficaz en la tarea de la nueva evangelización. Si por una parte la oración y el estudio permiten penetrar en el misterio de la donación del Hijo de Dios a los hombres, por otra parte frecuentar asiduamente la Eucaristía concede la fuerza para aplicar la verdad revelada a la vida cotidiana y transmitirla como anuncio salvífico.

En el misterio eucarístico, Cristo resplandece de modo particular como misterio de luz capaz de iluminar todas nuestras jornadas. Con Él no hay ni puede darse ninguna monotonía en nuestra vida, pues todo queda iluminado por Aquél que es la Luz del mundo (cfr. Jn 8, 12). Ciertamente lo es de modo diverso a como lo ha sido «en la Transfiguración y en la Resurrección, en las que resplandece claramente su gloria divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada», observa Juan Pablo II, que añade: «El sacramento eucarístico es un mysterium fidei por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce el creyente en las profundidades de la vida divina»[3].

De acuerdo con esta nueva luz, y con espíritu de audacia y de confianza, de alegría y de generosidad, debemos afrontar el nuevo año académico. Con palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer podemos decir que «la Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus, con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de siempre»[4].

Que María Santísima, a quien se ha dirigido el Santo Padre llamándola mujer eucarística, nos ayude a crecer en el amor y en la fe hacia el misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor y a ser entre la gente apóstoles de este gran Sacramento.

Así sea.

[1] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n.85; cfr. SAN JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa, 13 (PG 94, 1139).

[2] JUAN PABLO II, Carta apostólica Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 10.

[3] Ibid., n. 11.

[4] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 155.

Romana, n. 39, julio-diciembre 2004, p. 189-190.

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