En la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, Parroquia de San Josemaría, Roma, 8-XII-2004
Queridos hermanos y hermanas.
1. Hoy estamos más contentos porque celebramos una fiesta de la Madre de Dios y Madre nuestra. En cierto modo sentimos con más fuerza su cercanía, su protección. La Virgen es la omnipotencia suplicante; el Señor la escucha siempre. Aprovechemos su intercesión.
Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido con un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas[1].
Palabras del profeta Isaías que la Iglesia utiliza hoy en el canto de entrada. No es aventurado reconocer en ellas algunos de los elementos que la Virgen ha recogido aquí y allá de la Sagrada Escritura para recitar espontáneamente —inspirada por el Espíritu Santo— ese canto maravilloso, el Magníficat, que los sacerdotes repetimos todas las tardes en las Vísperas, con la oración de toda la Iglesia. Glorifica mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador...[2].
En la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, este cántico resulta particularmente atractivo. Nos servirá para contemplar tantas cosas grandes que Dios ha obrado en la persona de María, preparándola —como nos enseña la Colecta— para ser la digna morada de su Hijo, que debía nacer precisamente de Ella, así como para tomar conciencia de las cosas grandes que ha realizado también en la Iglesia y en cada cristiano, porque el Señor quiere morar también en cada uno de nosotros.
¿Por qué el alma de María glorifica al Señor y su espíritu se alegra con tonos altísimos de adoración y de gratitud? La respuesta proviene de la misma Santísima Virgen. Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones[3]. María se llena de asombro, y, por tanto, de júbilo, cuando advierte que ha sido escogida por el Señor para ser la Madre del Mesías, la Madre del Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación.
2. La humildad es virtud necesaria en la vida cristiana; tan necesaria que, si falta, no hay ninguna otra virtud. En efecto, dice el Señor: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas[4]. Olvidamos con frecuencia que esta verdad ha sido enseñada por el Evangelio y que veinte siglos de historia de la Iglesia la han reafirmado con fuerza en la conciencia cristiana. Pero antes de Cristo no era así. El mundo antiguo no la contaba entre las virtudes, más bien la despreciaba. Él le ha dado este grande y excelentísimo valor, precisamente porque ha venido entre nosotros para enseñarnos que sólo es verdaderamente grande quien sabe servir, quien sabe ayudar a los demás. San Josemaría no dejaba de enseñar que debemos hacer de nuestro corazón una alfombra para que los demás pisen blando.
Si consideramos el significado que tenía en el mundo antiguo la palabra utilizada por San Lucas, entenderemos todavía mejor el asombro que embarga el alma de María y que se expresa con fuerza en el Magníficat. Ella, que sin sombra de hipocresía se consideraba la última de las criaturas, descubre gracias al anuncio del ángel que ha sido escogida por Dios para entrar en el mundo de los hombres de un modo nuevo y asombroso, mediante la Encarnación del Señor en su seno purísimo.
Ha sido, por tanto, María, como signo que anuncia y representa a Jesucristo, quien ha dado un nuevo significado a la palabra humildad. Precisamente porque reconoce su poquedad delante de Dios y de los demás, la Virgen ha sido colmada de todas las gracias: su humildad la prepara para ser capaz de recibir a Dios y darlo al mundo. No sólo fue preservada del pecado original y de todos los pecados personales, sino que la benevolencia divina se adueñó plenamente de Ella desde el primer instante de su concepción, en vista de los méritos de Jesucristo, Salvador de todos. Cuando comprende, llena de asombro, que estas maravillas se han obrado en Ella, María prorrumpe en un canto de alabanza a Dios con júbilo incontenible.
Todos queremos unirnos a nuestra Madre y, con Ella, bendecir a Dios porque ha querido que una hija de Adán y Eva, como nosotros, haya sido elevada tan alto. Os invito a meditar las palabras del titular de vuestra parroquia, San Josemaría, cuando escribía:
«¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!...
»—Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole:
»Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!»[5].
Aprendamos cada día a ser humildes, para no poner obstáculos entre nosotros y el Señor, entre nosotros y los demás. Y pensemos qué triste y ridícula es la persona soberbia y orgullosa, que sólo se ama a sí misma.
3. Pero este canto del Magníficat, este canto de humildad no pertenece sólo a María. Uno de los más antiguos Padres de la Iglesia, San Ireneo, comentando la escena de la Anunciación, afirma que «María, llena de júbilo, alzó la voz proféticamente en nombre de la Iglesia: Glorifica mi alma al Señor...»[6]. Por esta razón, como recordaba poco antes, la Iglesia recita cada día este cántico por boca de sus sacerdotes; también por esto, todos nosotros debemos recitarlo con los labios y con el corazón.
Los motivos de júbilo de la Iglesia —por tanto, de cada uno de nosotros— son muchos. Porque, convocada por el Padre, la Iglesia ha llegado a ser Pueblo de Dios sobre la tierra; porque ha sido redimida por la Sangre de Cristo, que ha hecho de Ella su Esposa amada y su Cuerpo místico; porque el Espíritu Santo la ha colmado de sus dones y la edifica constantemente como templo santo de la Trinidad Beatísima...
Entre tantas razones que pueden inducirnos al asombro y al agradecimiento, quisiera recordar en particular una que goza de gran actualidad, en este año dedicado a la Eucaristía: el hecho de que la Iglesia sea depositaria del Sacrificio de Cristo, que se hace sacramentalmente presente sobre nuestros altares, y —al mismo tiempo— encargada de custodiar el Cuerpo santo y la Sangre preciosísima de nuestro Redentor. ¿No os parece un motivo más que suficiente para que la Iglesia entone cada día el Magníficat y confiese las cosas grandes que ha realizado el Todopoderoso?
Además, no olvidemos que la permanencia de Cristo bajo las apariencias del pan y del vino, cuando las especies eucarísticas quedan reservadas en el tabernáculo, constituye la máxima manifestación de humildad de Nuestro Señor, que se nos entrega totalmente. Os leo otro pensamiento de San Josemaría:
«Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz.
»Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa!»[7]
El mejor modo de agradecer a Jesús su Amor, que le ha llevado a quedarse con nosotros en la Sagrada Eucaristía, es participar con atención y devotamente en el Sacrificio eucarístico, preparándonos bien para recibirlo en la comunión, dándole las gracias después de haberlo recibido, visitándolo con frecuencia en el tabernáculo. Estos son los frutos que espera el Papa en este año eucarístico, como ha escrito en la Carta apostólica Mane nobiscum Domine: «¡Gran misterio la Eucaristía! Misterio que ante todo debe ser celebrado bien. Es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla decorosamente, según las normas establecidas, con la participación del pueblo»[8].
Doy gracias a Dios porque así sucede en esta parroquia de San Josemaría, donde Jesús es adorado y acompañado con tanto amor. Pero, ¿no es verdad que siempre podemos hacer más? ¿No es verdad que podemos prepararnos mejor para recibir al Señor, que podemos acompañarlo con mayor frecuencia, que podemos invitar a otras personas a comportarse del mismo modo? Os recomiendo que, como sugiere el Santo Padre, «la adoración eucarística fuera de la Misa sea durante este año un objetivo especial para las comunidades parroquiales»[9]. Estoy seguro de que vuestro amor a Jesús y el celo de vuestros sacerdotes os empujarán en esta dirección. ¡Cómo se multiplicarán los frutos espirituales, en la vida de cada uno de vosotros, en vuestras familias y en la misma comunidad parroquial, si os comportáis de este modo!
4. Volvamos una vez más nuestra mirada a María. En la solemnidad de hoy, queremos dirigirle una encarecida súplica.
Madre, le decimos, Tú eres la senda para llegar a Dios, después de que Dios ha hecho de ti el camino para bajar hasta nosotros, tomando de ti nuestra humanidad. ¡Cómo nos gustaría contemplarte con los ojos del cuerpo y del alma! Para eso, Madre nuestra, tenemos necesidad de que se caigan de nuestros ojos las escamas que nos impiden mirar con sentido sobrenatural y con humildad todos los acontecimientos de nuestra existencia. Debemos convencernos de que sólo en la medida en que Dios informe nuestra vida —nuestro trabajo y nuestro descanso, nuestras penas y nuestras alegrías— seremos verdaderamente felices y útiles a los demás, como Tú nos has enseñado con tu vida.
Para alcanzar esta meta, Madre de Dios y Madre nuestra, además de la gracia del Señor, tenemos necesidad de una sincera humildad. La razón de tu grandeza, la tierra fértil sobre la que ha germinado el gran don de tu maternidad divina, no es otra que tu profunda humildad, tu dejar hacer a Dios cooperando activamente. Alcánzanos, Madre, la gracia de comprender hasta el fondo el sentido de esta virtud. Es verdad que en nuestra vida hay, gracias a Dios, tantas cosas buenas, pero todas las hemos recibido del Señor. La conciencia de sabernos deudores nos hará instrumentos dóciles, prontos para el servicio.
Enséñanos, Madre, que para amar a Dios debemos empeñarnos en el servicio a los demás, comenzando por nuestras familias, por nuestros amigos y colegas. Y no olvidemos que el mejor servicio que podemos ofrecerles es animarles —en primer lugar, con nuestro ejemplo— a saciarse en el manantial de la gracia: la Confesión sacramental y la Eucaristía. Supliquemos a nuestra Madre que muchas personas se hayan acercado estos días a los sacramentos, que muchas se acerquen a su Hijo Jesús a través de nuestro apostolado, hecho sin respetos humanos. Así sea.
[1] Antífona de entrada (Is 61, 10).
[2] Lc 1, 46-47.
[3] Lc 1, 48.
[4] Mt 11, 29.
[5] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 496.
[6] SAN IRENEO, Contra las herejías III, 10, 2 (ScCh 211, 118).
[7] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 533.
[8] JUAN PABLO II, Carta apost. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 17.
[9] Ibid., n. 18.
Romana, n. 39, julio-diciembre 2004, p. 198-202.