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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la Basílica de San Eugenio (28-III-2000).

Queridos hermanos y hermanas.

Queridísimos candidatos al sacerdocio.

1. Grande es nuestra alegría por la ordenación sacerdotal de este grupo de diáconos de la Prelatura del Opus Dei, precisamente hoy, día en que se cumplen setenta y cinco años de la ordenación del Beato Josemaría. Demos gracias a Dios y, por la intercesión de este santo sacerdote, roguemos a la Trinidad Santísima que envíe muchas y fieles vocaciones a los seminarios y que haga muy santos a los sacerdotes.

Los que nos hallamos aquí presentes, quizá hemos leído cómo el Señor fue sembrando en el corazón del Beato Josemaría inquietudes divinas, toques del Paráclito que le removían en lo más profundo del alma, y cómo iba respondiendo con generosidad siempre creciente. Hasta que llegó el momento —tenía ya dieciséis años— en el que decidió comunicar a sus padres lo que experimentaba y, con su consentimiento, comenzar los estudios sacerdotales. No sabía lo que Dios le pedía, pero comprendía que el sacerdocio era el camino para mostrarse completamente disponible al cumplimiento de lo que algún día le resultaría claro, como comentó con toda sencillez en 1973: «¿Por qué me hice sacerdote? Porque creí que era más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta 1928. Por eso me hice sacerdote»[1].

Todos los hombres, y de modo especial los cristianos, tenemos ante los ojos una senda que conduce al Cielo, un camino personal que Dios ha preparado amorosamente desde la eternidad para cada uno de nosotros. Como afirma San Pablo, Dios Padre, en Jesucristo, nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor[2]. Esta llamada divina a la santidad, universal y específica al mismo tiempo, para la mayor parte de los hombres y mujeres tiene como marco las circunstancias normales de la vida cotidiana. ¿Somos conscientes de esta certeza? ¿Estamos abiertos a las inspiraciones del Espíritu Santo, que nos impulsa y nos guía a identificarnos con Jesucristo? ¿Nos mostramos dispuestos —con hechos, no sólo de palabra[3]- a identificar nuestra voluntad y nuestras aspiraciones con la Voluntad divina y con los proyectos que nuestro Padre celestial ha trazado para nosotros, para hacernos felices?

La Santísima Trinidad, configurando sacramentalmente al Beato Josemaría con Cristo Sacerdote, sembró en su alma una semilla fecundísima, que fructificaría en el mundo pocos años después, con la fundación del Opus Dei. Fue entonces, el 2 de octubre de 1928, cuando vio claramente su personal vocación y comprendió que el Señor, hasta entonces, le había ido preparando —con la oración y la penitencia— para convertirle en patriarca de esta porción del Pueblo de Dios que debería extenderse de polo a polo, hasta el fin de los tiempos, con la misión de recordar en la Iglesia la llamada a la santidad, dirigida a todos los hombres y a todas las mujeres, por medio del trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios propios que nos conciernen como cristianos, como ciudadanos.

¿Cómo no elevar fervientes acciones de gracias al Cielo, por este don —el sacerdocio de nuestro Padre— que ha sido y seguirá siendo tan fecundo? Uníos conmigo en el agradecimiento e invoquemos juntos al Señor para que no falten en la Iglesia los sacerdotes necesarios, y para que sean humildes, generosos, ¡santos!

2. Me dirijo ahora especialmente a los que estáis a punto de recibir el sacerdocio ministerial, también porque sois herederos del tesoro de santidad del Beato Josemaría. Como los demás fieles de la Prelatura, sois hijos del corazón sacerdotal del Beato Josemaría. Pero, de ahora en adelante, lo seréis también por un nuevo título. Meditad —meditemos todos— aquellas palabras que nuestro santo Fundador escribió hace ya mucho tiempo, refiriéndose a la primera ordenación de sacerdotes del Opus Dei: «Recé con confianza e ilusión, durante tantos años, por los hermanos vuestros que se habrían de ordenar y por los que más tarde seguirían su camino; y recé tanto, que puedo afirmar que todos los sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración»[4].

No lo olvidéis: sois especialmente hijos de la oración y del sacrificio de nuestro Padre. Son muchas sus enseñanzas sobre el sacerdocio. Me limitaré ahora a comentar brevemente algunas características de la vocación sacerdotal, tomándolas de los apuntes que nuestro Padre anotaba en pequeños trozos de papel que llevaba siempre consigo y que luego meditaba con calma en su oración.

La primera de estas anotaciones va derecha al meollo de lo que os quiero recordar: «La vocación sacerdotal —escribe el Beato Josemaría— lleva consigo la exigencia de la santidad. Esta santidad no es una santidad cualquiera, una santidad común, ni aun tan sólo eximia. Es una santidad heroica»[5]. Habéis de empeñaros en ser santos de verdad. La santidad es una meta que han de perseguir todos los cristianos, pero el sacerdote tiene un especial deber de ser ejemplar. La alcanzaréis —os repetiré haciendo eco al mensaje de nuestro Padre— si os conducís en todo momento como hombres enamorados. No permitáis que la rutina, el acostumbramiento, entre nunca en el horizonte de vuestra vida. Cumplid con amor todos los deberes —¡gustosos deberes!— de vuestra nueva condición: hacedlo con todo el amor que sea capaz de contener vuestro corazón. Os será fácil si procuráis convertiros todos los días, como ha de hacer cualquier cristiano coherente con su fe.

3. El sacerdote no puede guardar para sí solo la santidad que se le pide. Debe comunicarla a los demás. Jesucristo, en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía y el sacerdocio, dijo a los Apóstoles: por ellos Yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad[6]. El Beato Josemaría recoge estas palabras del Señor cuando escribe: «El sacerdote: santificarse y santificar»[7]. Y también: «Tu labor, sacerdote, no es sólo salvar almas, sino santificarlas»[8].

Tenéis por delante un panorama inmenso. No tiene fronteras el campo adonde el Sembrador divino os envía a sembrar, cultivar y recoger la cosecha de almas que nuestro Padre Dios espera[9]. Al mismo tiempo, no debemos vivir donde un cristiano no puede encontrarse. La gracia de Dios es especialmente abundante durante el Año Santo. Y vosotros, sacerdotes del 2000, habéis de colaborar con todas vuestras fuerzas —en unión con los fieles laicos—a un nuevo florecer de la vida cristiana en el tercer milenio. En este contexto, os invito a meditar unas consideraciones de Juan Pablo II en una de sus Cartas a los sacerdotes: «En nuestro ministerio, especialmente el litúrgico, debemos ser siempre conscientes de estar en camino hacia el Padre, guiados por el Hijo en el Espíritu Santo. Nos recuerdan precisamente esto las palabras con que terminamos cada oración: "Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos"»[10].

Autoridad para anunciar la Palabra de Dios; poder de perdonar los pecados y de infundir la gracia mediante la administración de los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía; éstos son los medios fundamentales que hoy os confía la Iglesia para el cumplimiento de vuestra misión. Mas, para obtener frutos duraderos, no existe otro camino que identificarse más y más con Jesucristo. El sacramento que estáis a punto de recibir —y que os configurará con Cristo Cabeza de la Iglesia— lo ejercitaréis especialmente cada vez que pronunciéis las palabras de la absolución sacramental en la Confesión, cada vez que —en la Santa Misa— renovéis el Sacrificio del Calvario. «¿Cómo pueden dejar de ser estas maravillosas palabras —exclama el Papa— el corazón que impulsa toda vida sacerdotal? ¡Repitámoslas cada vez como si fuera la primera! Que jamás sean pronunciadas por rutina. Estas palabras expresan la más plena actualización de nuestro sacerdocio»[11].

Realizad cada día este esfuerzo personal, sostenidos por la confianza en la gracia de Dios. De este modo llegará a hacerse realidad, en cada uno de vosotros, aquella otra afirmación del Beato Josemaría: «El sacerdote ha de ser de continuo un crucifijo»[12]. Que las mujeres y los hombres todos, al mirar vuestra vida, al observar cómo cumplís el sagrado ministerio, sean llevados como de la mano, por la fuerza de vuestro ejemplo, a Cristo Señor nuestro. Alta es la meta, pero no inasequible. La Iglesia entera reza por vosotros y por todos los sacerdotes del mundo.

A todos os invito a seguir rezando por el Papa y por los frutos apostólicos de su reciente peregrinación a Tierra Santa; por todos los Obispos de la Iglesia, y de modo especial por el Cardenal Vicario de Roma; por los sacerdotes de todo el mundo. A vuestros padres, a vuestros hermanos, junto con mis felicitaciones por este don que el Cielo concede a vuestras familias, les pido que recen por vosotros y por todos los sacerdotes.

Confiamos estas intenciones —y las que cada uno alberga en su corazón— al Beato Josemaría, para que las presente a la Virgen María: Madre de Dios y Madre de los hombres, Madre de los cristianos y especialmente de los sacerdotes. Ella intercederá ante su Hijo Jesús, que posee un sacerdocio perpetuo. Por esto puede también salvar perfectamente a los que se acercan a Dios a través de Él, ya que vive siempre para interceder por nosotros[13]. Así sea.

[1] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, 28-III-1973, Archivo General de la Prelatura (AGP), P01, IV-1973, p. 50.

[2] Ef 1, 4.

[3] Cfr. 1 Jn 3, 17.

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta 8-VIII-1956, n. 5.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Apunte manuscrito (cfr. AGP, P01, 1993, p. 172).

[6] Jn 17, 19.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Apunte manuscrito (cfr. AGP, P01, 1993, p. 173).

[8] Ibid., p. 174.

[9] Cfr. Jn 4, 35-36.

[10] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 16-III-1997, n. 2.

[11] Ibid., n. 3.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Apunte manuscrito (cfr. AGP, P01, 1993, p. 178).

[13] Hb 7, 24-25.

Romana, n. 30, Enero-Junio 2000, p. 47-51.

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