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Con ocasión del sexto aniversario del tránsito de S.E.R. Mons. Álvaro del Portillo, en la Basílica de San Eugenio. (Roma, 23-III-2000)

Scio quod Redemptor meus vivit... El libro de Job nos trasmite estas palabras que ofrecen un apoyo firmísimo a la fe y a la esperanza del cristiano: Yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro[1]. La fe cristiana nos confirma en la certeza de que las almas justas, nada más salir del cuerpo, si están completamente purificadas de toda pena debida a los pecados ya perdonados, gozan inmediatamente de la visión de Dios. Luego, con todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, después del juicio final serán unidas al propio cuerpo, resucitado por la omnipotencia divina.

A la luz de esta verdad consoladora, conmemoramos hoy el sexto aniversario del tránsito al Cielo de Mons. Álvaro del Portillo, ofrecemos el Santo Sacrificio por el eterno reposo del alma elegida de quien ha sido para nosotros, durante diecinueve años, Padre y Pastor en el Opus Dei. Quienes han tenido la fortuna de conocerlo y de tratarlo de cerca, al igual que muchas otras personas, están convencidos de la santidad de su vida, de su generosidad. Por eso, muchos de los que estamos aquí presentes —sin pretender anticipar el juicio de la Iglesia— estamos persuadidos de que goza ya de la visión beatífica de la Santísima Trinidad y de que es un eficaz intercesor ante Dios.

Por eso, no me asombra cómo se ha extendido en estos años, hasta las regiones del mundo más alejadas, la fama de santidad de este «Pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia y fidelísimo hijo y sucesor del Beato Josemaría, Fundador del Opus Dei»[2], como reza la oración para la devoción privada. Hoy querría subrayar que la ejemplaridad de don Álvaro en el servicio de la Iglesia y de las almas ha crecido diariamente como consecuencia directa de su ser "hijo fidelísimo" del Beato Josemaría.

Entre los aspectos que destacan en la figura de don Álvaro, uno de los que señalan con más frecuencia quienes le han tratado, es su fidelidad en servir. Esta virtud, que impregnaba todos sus esfuerzos (en la piedad hacia Dios, en el trabajo, en las relaciones con los demás), se nos muestra como fidelidad completa, sin escorias, a la única vocación cristiana —llamada a la santidad personal y al apostolado— que informó las etapas sucesivas de su trayectoria terrena: primero como fiel laico, luego como sacerdote y, finalmente, como Prelado del Opus Dei y Obispo. Es totalmente coherente con la realidad que en la oración para la devoción privada se nos invite a dirigirnos al Señor para pedirle: «Haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo»[3].

¿Cuál es la raíz más profunda de la que emanaba esta constante lealtad de don Álvaro? Sin duda, nacía de su sentido de la filiación divina en Cristo, testimoniada también por el Apóstol en el pasaje de la carta a los Romanos que hemos escuchado: no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre![4].

Todos nosotros, hermanas y hermanos, podemos y debemos vivir en todo momento este espíritu de filiación divina, pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios[5]. Se que muchísimas personas, de todas las condiciones, piden este don a la Santísima Trinidad acudiendo precisamente a este siervo bueno y fiel[6]. El mejor camino que podemos recorrer para obtener tal gracia es, como nos ha enseñado don Álvaro sobre todo con el ejemplo, la participación intensa, devota, amorosa, en la Santa Misa, donde se fortalece y renueva el alma sacerdotal, que todo cristiano recibe en el Bautismo. «El alma sacerdotal —escribió don Álvaro en una de sus Cartas pastorales— consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo Sacerdote, buscando cumplir en todo momento la Voluntad divina, y ofrecer así nuestra vida entera a Dios Padre, en unión con Cristo, para corredimir con Él gracias a la acción del Espíritu Santo»[7].

«No se edifica ninguna comunidad cristiana —afirma concisamente el Concilio Vaticano II— si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía»[8]. Mana de esta fuente inagotable toda la fecundidad espiritual y apostólica del cristiano. El sacrificio eucarístico «se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida»[9], no solamente de nosotros, los sacerdotes, sino de todos los miembros del Pueblo de Dios, como enseñaba el Beato Josemaría, a quien gustaba repetir que la Santa Misa nos pone «ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos»[10].

Os sugiero —me lo digo a mí mismo en primer lugar— que examinemos nuestras disposiciones personales cada vez que nos preparemos a celebrar o a asistir a la Santa Misa. No olvidemos prepararnos con una buena Confesión, si fuera necesario para recibir a Jesús en la Sagrada Hostia, dedicando luego algún tiempo para recogernos y dar gracias al Señor después de la Comunión. Don Álvaro —he sido testigo directo— procuraba vivir así diariamente; por eso, su unión con Dios creció día a día en el trascurso de los años.

Antes de terminar, os pido —aunque estoy seguro de que ya lo hacéis con alegría y esfuerzo— que recéis mucho por los frutos apostólicos de la peregrinación que el Santo Padre Juan Pablo II está realizando a la tierra de Jesús, la Tierra Santa. El Papa mismo lo lleva pidiendo desde hace mucho tiempo: no podemos faltar a este verdadero y propio deber filial. La Providencia ha querido que precisamente hoy —según el programa— celebre la Santa Misa en el Cenáculo de Jerusalén; en la vecina iglesia, don Álvaro renovó sacramentalmente hace seis años, por última vez, el Santo Sacrificio del Calvario. Cuando se lo conté al Santo Padre, quedó muy removido por esta última caricia que el Señor quiso hacer a su siervo: celebrar la última Misa en el lugar donde Jesús instituyó la Eucaristía.

Esta coincidencia providencial me mueve a sugeriros que encomendéis a la intercesión del Beato Josemaría y de Mons. del Portillo todas las intenciones de Juan Pablo II, para que se cumpla el deseo que ha expresado en la oración compuesta para el Año Santo: «Que por tu gracia, Padre, el Año jubilar sea un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a Ti; que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres y de nueva concordia entre las naciones; un tiempo en que las espadas se cambien por arados y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz. Concédenos, Padre, poder vivir el Año jubilar dóciles a la voz del Espíritu, fieles en el seguimiento de Cristo, asiduos en la escucha de la Palabra y en el acercarnos a las fuentes de la gracia»[11].

Dentro de pocos días, el 28 de marzo, se cumple el septuagésimo quinto aniversario de la ordenación sacerdotal del Beato Josemaría. Con ese motivo, en la Basílica de San Eugenio, tendré la alegría de administrar el Orden del Presbiterado a varios diáconos de la Prelatura del Opus Dei. Los confío desde ahora a vuestras oraciones, para que sean sacerdotes santos, doctos, alegres, como lo fue Mons. Álvaro del Portillo, siguiendo fidelísimamente las huellas del Beato Josemaría.

Confiamos nuestras súplicas en las manos santas de la Virgen, para que Ella, Omnipotencia Suplicante, las presente delante del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.

[1] Primera lectura (Jb 19, 25-27).

[2] Oración para la devoción privada a Mons. Álvaro del Portillo.

[3] Oración para la devoción privada a Mons. Álvaro del Portillo.

[4] Segunda lectura (Rm 8, 15).

[5] Segunda lectura (Rm 8, 16).

[6] Cfr. Mt 25, 21.

[7] MONSEÑOR ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta 9-I-1993, n. 8.

[8] CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 6.

[9] CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 14.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 87.

[11] JUAN PABLO II, Oración para la celebración del Gran Jubileo del año 2000.

Romana, n. 30, Enero-Junio 2000, p. 45-47.

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